Название | Las aventuras del jabalí Teodosio |
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Автор произведения | José Manuel Domínguez |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788468554563 |
Teodosio no entendía muy bien lo que había sucedido y, precisamente por ello, Venancio intentó explicárselo:
–No se puede cruzar cuando el muñeco del semáforo está en rojo. En ese momento es cuando los coches pasan. Si te pones a hacerlo puede que no les dé tiempo a frenar y te pasen por encima.
–Picadillo de jabalí –añadió Lolo dramáticamente mientras movía el brazo de izquierda a derecha como si el autobús estuviese pasando-. Y se acabó Teodosio. Caput. Se fini.
Teodosio estaba asustado y temblaba un poco, sensación provocada por los nervios que había pasado por esa situación tan peligrosa. Mientras se preocupaban por el estado de su primo el jabalí, el semáforo, ahora sí, había cambiado tanto para vehículos como para peatones. Hecho que anunció Venancio:
–Ahora que está verde podemos cruzar.
Y se pusieron a atravesar la calle. El problema fue que, entre interesarse por Teodosio y darle una explicación, se entretuvieron demasiado y, cuando empezaron a cruzar, el muñeco ya llevaba unos segundos en verde, de manera que antes de llegar a la acera de enfrente el semáforo se puso rojo de nuevo. Los tres cerditos aceleraron el paso para alcanzarla, pero a Teodosio le habían dicho que en rojo no se podía cruzar, así que se quedó como congelado donde estaba, antes de llegar al otro lado de la calzada.
El semáforo se iluminaba de nuevo en verde para los coches, pero allí estaba el jabalí en el medio, plantado como un árbol, así que los conductores empezaron a pitar insistentemente y a gritar por la ventanilla: “¡fueeeraaaaa! ¡largo de ahiiiií!”.
–¡Teodosiooooo! –chillaba Venancio–. ¡Sal de ahí! ¡Ven a la acera inmediatamente!
El jabalí, muy quieto y sin apenas mover la boca murmuró:
–No puedo avanzarrrr. El muñeco está rojooooo.
–¡Que se quite de ahí ese cerdooo! –gritaba el conductor que estaba detenido justo frente al jabalí, incapaz de poder esquivarlo para continuar con su marcha.
Teodosio dio un respingo, se giró hacia el conductor, puso sus brazos en jarras y, marcando muy bien todas las sílabas, le aclaró:
–No soy un cer-do. ¡Soy un ja-ba-lí!
Lolo se dio un palmetazo en la frente. No se podía creer lo que estaba pasando. Venancio volvió atrás y empujó a Teodosio para llevarlo a la acera. Los tres cerditos hablaban a la vez y le explicaban a su primo nerviosamente que había que cruzar cuando vieran el muñeco verde, pero que, si cuando ya estaban cruzando se ponía rojo, lo que había que hacer era cruzar a toda prisa a la acera más cercana. NO quedarse plantado en el medio de la calle.
Adolfo fue más allá y le añadió que podía fijarse en cuándo los coches tenían el semáforo en amarillo porque eso quería decir que pronto estaría en rojo y se pondría verde el de los peatones. Teodosio miraba a sus tres primos alternativamente y se iba poniendo del color de una lombarda. Bajó los brazos, apretó lo puños y soltó buena parte de los nervios que aún tenía acumulados:
–¿Rojo?¿Amarillo?¿Verde? ¡Morado! ¡Morado me estoy poniendo yo de oíros a los tres hablarme a la vez! Grrrr.
Los tres cerditos se dieron cuenta de que se habían alterado, aunque con razón. Ya más calmados, Adolfo le explicó que lo único que tenía que hacer era esperar a que el muñeco estuviera verde, comprobar que los coches se habían parado y entonces cruzar ligerito.
Ya, sin más sobresaltos, los cuatro llegaron al súper. Decidieron dividirse para ser más eficientes. Adolfo se fue a la sección de lácteos, Lolo a la de frutas y verduras, y Venancio se encargó de ir a comprar algunos utensilios de cocina que necesitaban. El jabalí decidió acompañar a Lolo. Se verían, dijeron, en quince minutos en la sección de panadería. Teodosio y su primo mediano fueron caminando hacia su zona, empujando un carrito, que le pareció muy divertido al jabalí. Propuso a Lolo hacer una carrera por el pasillo, pero el cerdito consiguió convencerle de que no era buena idea.
–Podemos atropellar a alguien y, además, antes de que eso ocurra, probablemente nos acabarían echando del súper –advirtió–. Aquí hay más gente. Hay que pensar en los demás. ¿Sabes?
Habían llegado a la sección de frutas y verduras, y Lolo estaba decidiendo si llevarse unos puerros o, en su lugar, unas cebolletas, cuando detrás de él oyó a alguien masticando. Temiéndose lo peor, se giró y comprobó con horror que Teodosio estaba zampándose tranquilamente una lechuga. La sujetaba con las dos manos y se la iba metiendo en la boca con una gran sonrisa de felicidad.
–Pero Teodosio, ¿qué…qué estás haciendo? –dijo Lolo.
El jabalí empezó a masticar cada vez más lento hasta que se paró y se quedó mirando a su primo con cara de sorpresa. Una hoja de la lechuga se le había quedado colgada de uno de sus enroscados colmillos.
–¿No lo ves? Me estoy comiendo una lechuga.
–¡No puedes hacer eso!
–¿Por qué no? Está muy rica.
–Pero es que esa lechuga no es tuya.
–Entonces –le rebatió Teodosio– ¿para qué hemos venido al súper? Yo pensaba que habíamos venido a por comida.
Lolo empezaba a ponerse nervioso por lo surrealista de la situación que estaba viviendo. Casi no le salían las palabras adecuadas para ese momento:
–¡No! Digo sí. ¡Pero así no! Deja esa lechuga donde estaba, por favor.
–Es que ya me la he comido –le explicaba mientras cogía una hoja de lechuga que estaba colgada de su colmillo–. Puedo devolver esto.
Lolo le aclaró que ni de broma. Que estaba babeada y rota, que mejor se la terminara. Así que Teodosio se la comió, sintiéndose un poco culpable.
–Entonces, ¿me vas a decir a qué hemos venido al súper? –preguntó Teodosio.
–Hemos venido a coger comida, pero no a comérnosla aquí.
–Está bien, está bien –Teodosio alzó sus pezuñas en señal de paz–. Ya no comeré más.
Al cabo de un rato, se reunieron todos en la sección de panadería. Adolfo traía en una cesta leche, yogures y un queso enorme. Venancio tenía un juego de tenedores y un encendedor para la cocina. Lolo y Teodosio traían mandarinas, peras, un melón, una lechuga, puerros y pimientos. Cogieron pan y se dirigieron todos hacia las cajas. El jabalí iba en cabeza y pasó delante del cajero con su cesta, mirando hacia adelante. Este lo miró atónito, como si no pudiese creer que alguien tuviese la caradura de pasar delante de él con una cesta de la compra sin pagar.
–Teodosio, espera –oyó decir a Adolfo.
–¿Qué pasa? –contestó sorprendido.
–Se te ha olvidado pagar.
–¿Se me ha olvidado el qué? –consultó Teodosio confuso.
El que ya no se lo podía creer era Adolfo, que tuvo que explicarle que antes de irse del súper tenía que pagar en la caja por todo lo que iban a llevarse. Al jabalí le pareció un poco raro. Primero no podía comerse la comida y luego tenía que pagarla antes de tan siquiera haber podido hincarle el diente. Es lo que tiene vivir como animal salvaje en el bosque, que uno no se entera de las costumbres de la civilización. Teodosio no sabía lo que era el dinero y sus primos tuvieron que explicárselo. Afortunadamente, los tres cerditos se hicieron cargo del pago y pudieron salir del establecimiento sin problemas.
III
De vuelta a casa y respetando todas las luces de los de semáforos, según le habían enseñado sus primos, Teodosio iba pensando que la vida civilizada era, sin duda, mucho más complicada que la del bosque. Allá no existían los semáforos