Название | Las aventuras del jabalí Teodosio |
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Автор произведения | José Manuel Domínguez |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788468554563 |
Al oír el estrépito, Adolfo, el cerdito mayor, bajó corriendo la escalera muy asustado y preguntó:
–¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
Los tres cerditos tenían los nervios a flor de piel desde que el lobo intentara entrar en su casa sin permiso y con muy malas intenciones.
Lolo salió de detrás del sofá, donde había finalmente ido a parar, y pudo decir unas palabras tras el pequeño accidente:
–Estoy bien, estoy bien –dijo mientras se frotaba la espalda y el lugar de la cabeza donde se había golpeado con la lámpara.
Adolfo miró hacia la puerta abierta y vio en el marco una especie de monstruo de melena verde.
–¡Aaarggg! –gritó.
Venancio, el cerdito menor, que estaba en el baño, no pudo esperar más y salió corriendo, a trompicones, subiéndose los pantalones apresuradamente sin mirar, tropezándose con Adolfo, que en ese momento se incorporaba, y aterrizando sobre la alfombra de paja. Los dos miraron aterrados hacia la puerta, donde se perfilaba una silueta regordeta y con pelo verde.
–Tranquilos. Calma –señaló Teodosio–. Soy yo, vuestro primo del bosque, el jabalí –afirmó mientras extendía sus pezuñas pidiendo tranquilidad.
–Pero, pero… –balbuceó Lolo– ¿por qué tienes melena verde?
Teodosio se tocó el cabeza extrañado para descubrir qué tenía sobre ella. Era una enorme lechuga del huerto. Se la quitó muerto de risa y comentó a sus primos:
–Pero si es solo una lechuga.
Arrancó una de las hojas y le dio un mordisco, sin más, en parte para probar que era una lechuga y también porque ya empezaba a tener mucha hambre.
II
Tras el susto de la lechuga, los tres cerditos y su primo se sentaron en el sofá y se pusieron a charlar animadamente. Se reían de la confusión ocurrida a la llegada de Teodosio, pero también porque les había hecho mucha ilusión verse de nuevo. Hablaban sin parar, contándose cómo les había ido en esos meses pasados, cómo se encontraban ahora y qué planes tenían para el futuro. Como ya se había hecho la hora de comer, Adolfo propuso hacerlo fuera de la casa. A todos les pareció bien, así que sacaron una mesa plegable al jardín y empezaron a prepararlo todo. Justo en ese momento, Lolo se dirigió a su primo:
–Hazme el favor de poner los cubiertos.
Teodosio, muy contento de poder ayudar, agarró la mesa y la metió trabajosamente dentro de la casa. Adolfo lo miró extrañado.
–Pero, ¿qué es lo que estás haciendo? ¿no íbamos a comer fuera?
–Sí, pero es que Lolo me ha dicho que la ponga “a cubierto” –contestó Teodosio.
La incredulidad se adueñó de Adolfo en esos momentos, que no daba crédito a lo que estaba viendo con sus propios ojos.
–No puede ser, si ni siquiera está lloviendo –recalcó extrañado.
–Pues eso me ha dicho –replicó Teodosio.
En ese momento de la conversación, cuando intentaban ponerse de acuerdo en este malentendido, apareció Lolo y no pudo permanecer ajeno a ese pequeño intercambio de pareceres. Con la intención de poner remedio a una situación que no avanzaba, hizo una pregunta en el momento en el que el silencio se adueñaba del ambiente.
–Pero…, por todos los cochinos, ¿qué estás haciendo?
–Pues poner la mesa a cubierto –respondió el jabalí, aún sin ser consciente de su error.
Lolo resopló y su hocico de cerdito hizo un gruñido de fastidio. Dejó caer los brazos, miró hacia el cielo e intentó aclararle a su primo el porqué de su equivocación.
–¡Los cubiertos! Te he dicho que pongas “los cu-bier-tos” -pronunciaba casi sílaba a sílaba.
Teodosio puso cara de no entender absolutamente nada, entrecerró los ojillos y preguntó:
–¿Y se puede saber qué es eso?
Adolfo hizo notar a su hermano que Teodosio vivía en el bosque y que, por lo tanto, no conocería muchas de las cosas que se usaban en la civilización. Deberían tener paciencia y enseñarle. Lolo estuvo de acuerdo. Sacaron un cuchillo, un tenedor y una cuchara, y se pusieron a explicarle. Teodosio miraba los cubiertos como si los hubiera hecho aparecer un mago, recién salidos de su imaginación, pero al cabo de un rato ya creía que sabía usarlos.
Se sentaron todos a la mesa y empezaron a comer la ensalada. Teodosio intentó pinchar una aceituna, pero era tan redonda y lisa, que el tenedor se resbaló y la aceituna salió rodando por la mesa. Empezó a perseguirla, intentando clavarle el tenedor, pero la aceituna parecía estar viva. Nunca lograba ensartarla y seguía girando. ¡Pam, pam, pam! Teodosio seguía clavando el tendedor por todas partes, en pos de la aceituna y para espanto de sus tres primos.
–¡Basta, basta! –le urgió Venancio–. Vas a acabar clavándonos el tenedor a alguno de nosotros.
Teodosio se detuvo con el cubierto en la mano, apuntando para arriba como si fuese un espada de ceremonia.
–Mira –añadió Lolo– no puedes aprender a manejar los cubiertos en un día. Ten paciencia.
Su primo se calmó y se volvió a sentar. Tenía el hocico sucio, pero como estaba en una casa pensó que no sería oportuno limpiarse con el brazo, así que agarró un extremo del mantel y se frotó. Sus primos abrieron los ojos a la vez y, armados de paciencia, le sugirieron que utilizara la servilleta.
–Ah, pero… ¿este trozo de tela no era para taparse y no tener frío? –preguntó sorprendido Teodosio.
Adolfo meneó la cabeza suavemente de lado y dijo, mientras realizaba una demostración de lo que estaba explicando:
–No, mira. Es para limpiarse la boca. Así, pasándola de un lado a otro del hocico y luego dejándola sobre las piernas.
Teodosio hizo lo propio con la servilleta por la boca como si fuera a hacer un truco de magia pero, en vez de una paloma, al pasar la servilleta lo que salió fue un hociquillo reluciente.
–Aaasí. Muy bien –resaltó Lolo.
Como ya habían terminado de comer, se levantaron, recogieron todo y volvieron a entrar en la casa.
–Vamos a sentarnos un rato en el sofá para que nuestro primo nos cuente las novedades del bosque –sugirió Venancio. Todos estuvieron de acuerdo.
–Pero antes –interrumpió Adolfo– vamos a lavarnos los dientes.
Los tres cerditos subieron al piso de arriba para ir al baño, pero Teodosio se quedó sentado en el sillón con cara de disgusto. Ninguno de los tres hermanos se dio cuenta hasta que bajaron, ya con sus dientes relucientes, a sentarse en el sofá.
–¿Ya te has lavado los dientes? –le preguntó Adolfo.
–No –contestó su primo. Y se quedó callado.
–Puedes subir cuando quieras –añadió Lolo.
–Ya, pero es que…–dudaba Teodosio, que no encontraba las palabras exactas para expresar sus sentimientos.
–¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? –se impacientó Venancio.
–Pues que no me apetece nada lavarme los dientes.
–Aunque no te apetezca, lavarse los dientes