Espíritu atormentado. Alix Rubio

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Название Espíritu atormentado
Автор произведения Alix Rubio
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788412279047



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juguete.

      —Bien —la mujer examinó la figurita—. La inscribiremos como Mary Swan. Otra mocosa llorona a la que alimentar. Esto es un suplicio. ¿Por qué los pobres tendrán tantos hijos? Cuánto vicio y desidia. ¡Tú! —le gritó a una de la niñas mayores—. Ponle un pañal limpio, apesta. Y procura que no llore por la noche. Dios mío, dame paciencia.

      Lo que no sabía nadie, ni siquiera su patrona, era que la señora Anderson procedía de una institución semejante a aquella. Abandonada nada más nacer, guardaba un resentimiento y un odio inmenso por los años de malos tratos y escarnios. Despacio, con astucia y paciencia, había logrado crearse una identidad y buena fama, lo suficiente para encontrar trabajo y alojamiento en el orfanato. Además tenía a la señora Davis en la palma de su mano.

      Escuchó un llanto de bebé y apretó los puños.

      —¡Haz que ese bastardo se calle ahora mismo! —gritó.

      q MARY r

      1

      Crecí en un orfanato. Un lugar sórdido donde las niñas nunca recibimos una muestra de amor. Una dama y la parroquia correspondiente se ocupaban de la dirección y gestión del centro. Huérfanas pobres, bastardas, criaturas no queridas y desechadas por la sociedad. Las bastardas éramos una lacra para la ciudadanía honrada, que nos hacía pagar por los errores y pecados imaginarios de nuestros padres —más bien de nuestras madres— y que no merecíamos nada. Me dijeron que mi madre me trajo al mundo en algún lugar, probablemente un asilo para mujeres descarriadas, y de allí pasé directamente a la institución. No tenía ni un recuerdo de ella, ni siquiera sabía su nombre. Respecto a mi padre, podía ser cualquiera; mejor no preguntar. Mi única posesión era un juguete de madera, un pequeño cisne tallado a mano que había servido para que me adjudicaran el apellido Swan.

      A nosotras no nos adoptaban, las familias no querían a una hija de nadie entre sus paredes. Nos compraban, compraban nuestro trabajo y nuestro dolor a cambio de una mala comida y un jergón. Y de pronto, alguien se interesó por mí. Un buen día, cuando tenía ocho años, una mujer que se presentó como la señora Williams hizo su aparición en la institución y preguntó por mí. La mujer vestía correcta y austeramente de negro, sin joyas ni adornos, aunque sí llevaba guantes y sombrero e iba bien calzada. No era una sirvienta, pero tampoco una dama.

      La directora me hizo llamar. Los ojos de la mujer se agrandaron al mirarme. Yo era más baja y delgada de lo que debía, mal alimentada y agotada por el trabajo en la lavandería, donde me pasaba la mayor parte del día empapada y con un cansancio que me calaba hasta los huesos.

      —¿Tú eres Mary?

      —Sí, señora —hice una reverencia torpe.

      —Mary Swan —recalcó la directora—. Es buena dentro de lo que cabe, ya sabe usted cómo son estas criaturas, traen el vicio en la sangre, pero muy trabajadora y no se queja nunca. Si lo que necesita es una criada que trabaje mucho, coma poco y no le dé problemas, Mary Swan es la adecuada.

      La mujer ni miró a la directora, no me quitaba los ojos de encima pero su mirada era cálida, me evaluaba sin humillarme.

      —Bien, Mary, vas a venir conmigo ahora.

      —¡Mary! —la voz de la directora restalló como un látigo—. Ve a buscar tus cosas. Agradece a esta señora su bondad y no le des motivos de queja, no nos avergüences.

      No poseía nada, excepto mi cisne y los harapos que vestía. En el dormitorio comunal las niñas solo disponíamos de una cama, si es que cama se podía llamar. Volví al instante, a tiempo para escuchar parte de la conversación entre ambas.

      —No dude en darle de palos si no obedece, señora Williams. Gracias por llevársela, una boca menos. Estamos saturados. Nos alegramos tanto de que alguien tenga la generosidad de pasarse por el orfanato a aliviar nuestra carga. ¡Ah, Mary! Aquí estás. Bien, señora Williams. Toda suya.

      Salí detrás de ella. En la calle aguardaba un coche particular. Los caballos me encantaron, pero el cochero me fascinó por su buena ropa, se notaba que aquel hombre de mediana edad y barba recortada no pasaba hambre. Le sorprendí mirándome, y hubiera jurado que había lágrimas en sus ojos. Me animé. La señora Williams entró en el coche y me instó a seguirla, pero yo temía manchar el asiento y me quedé indecisa.

      —Venga, suba, señorita Mary. Si se mancha ya lo limpiarán. Señor Evans, a casa.

      Se estaba bien allí dentro, todo era cómodo y mullido. Me relajé tanto que casi me dormí. Inmediatamente reaccioné, asustada. No podía dormirme, tenía que estar atenta a las órdenes de la señora Williams.

      Dejamos atrás Londres, y tras un largo trayecto llegamos a una mansión enorme que se alzaba en medio de un jardín silencioso. Al traspasar la verja, fue como si me encontrara de pronto en otro mundo. Para mi sorpresa entramos por la puerta principal. El mayordomo me miró e intercambió una mirada especial con la mujer. Una sirvienta de edad madura, alta y gruesa, apareció de pronto.

      —Encárguese de la señorita, Jenny, y mire qué puede ponerle hasta que llegue la modista.

      Seguí a Jenny escaleras arriba. Mi confusión era tal que ni me fijé en la decoración de la casa, solo me había llamado la atención la cantidad de flores frescas en los jarrones de porcelana y cristal. Olía tan bien, a limpio y a perfume. Me llevó a una habitación enorme y ventilada, una gran ventana daba al jardín. La cama alta con dosel estaba adornada con almohadones. Papel de colores brillantes en las paredes, alfombras en el suelo, y más flores en el alféizar. Jenny abrió un armario de madera pulida con espejos, en los que me vi reflejada: una niña baja y excesivamente delgada, desastrada y sucia. Sacó un vestido azul con lazos y puntillas, medias y botines, además de enaguas, una camisa y pantaloncitos, todo de fina tela blanca. Nunca había llevado ropa interior, solo el vestido y el delantal directamente sobre la piel desnuda. Salimos de nuevo y me condujo a la sala de baños, donde en una bañera humeaba el agua. Jenny vertió sales, me indicó que me quitara mi ropa vieja, y me ayudó a entrar en la bañera. Era la primera vez que tomaba un baño, toda aquella agua para mí sola. Me eché a llorar mientras el jabón me quitaba la suciedad del cuerpo y del pelo. Cuando volví a la habitación envuelta en grandes toallas, no reconocí a la niña que me miraba. Jenny me vistió y peinó con gran paciencia, dejándome el cabello suelto. Era rubia, lo que convertía mi pelo en castaño oscuro era mugre. Los botines me iban un poco grandes, pero Jenny me dijo que no me preocupara, tendría muchos y todos nuevos. Después bajamos hasta la cocina, donde me aguardaba la señora Williams. Sobre la mesa habían puesto tal cantidad de comida que me mareé.

      —Gracias, Jenny, ha quedado perfecta. Y ahora, señorita Mary, siéntese y coma. Debe de tener hambre.

      —Sí, señora Williams, mucha. Pero me da vergüenza porque no sé comer, no sé cómo se cogen los cubiertos. Por favor, no me pegue. Además no soy señorita, solo la huérfana Mary Swan.

      —¿Pegarla? Nadie volverá a pegarla, jamás. Coma lo mejor que sepa y no se apure, que yo la enseñaré. Y olvide a la huérfana. Usted es la señorita Mary para todos en esta casa.

      Otra cosa que me dio vergüenza fue mi forma de hablar. Durante ocho años nadie había hablado conmigo, solo había recibido órdenes a gritos e insultos. No sabía hablar, apenas conocía unas palabras básicas y pronunciaba mal. Aquellas personas de la casa, aunque pertenecientes al servicio, hablaban bien e incluso sabían leer y escribir. Sus modales eran impecables. Yo no serviría más que para encender las chimeneas y lavar las ropas.

      Aquella misma tarde llamaron a la puerta la modista, el zapatero y dos dependientas llevando telas. Los meses siguientes fueron de aprendizaje. La señora Williams me enseñó a usar correctamente los cubiertos, a masticar con la boca cerrada, mantenerme erguida y todo cuanto necesitaba saber para ocupar dignamente un lugar en la mesa. Todo el personal de servicio puso de su parte para que estuviera cómoda. Por mi parte, no entendía nada. Me trataban como a una señorita y no me ordenaban ningún trabajo en la casa, aunque