Caos, virus, calma. Núria Perpinyà

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Название Caos, virus, calma
Автор произведения Núria Perpinyà
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788483936702



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y belleza. Dejemos a un lado la espiritualidad de Platón y acerquémonos al materialismo de Aristóteles. En el libro xii de su Metafísica, asevera que las formas que expresan mejor la belleza son el orden, la simetría y la precisión. Y añade que las ciencias matemáticas son las que se dedican a estudiarla. Una afirmación que sorprenderá a más de uno. ¿Hay que saber matemáticas para dedicarse al arte? Pues vaya… En el mundo contemporáneo donde las ciencias y las letras están tristemente alejadas nos cuesta entenderlo. Sin embargo, Aristóteles está lleno de razón. También en su Poética postula que la belleza (kalós) se basa en el orden (páxis), mientras que el azar (tykhé) es desordenado (átakton). Los griegos nos descubren que la belleza no es algo intangible sino algo concreto que se consigue con una técnica y unas fórmulas adecuadas. Por ejemplo, una buena escultura humana mantiene la proporción escultórica de ocho cabezas, según Policleto.

      Dios es un geómetra. Galileo decía que el gran libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático y sus símbolos eran triángulos, círculos y demás figuras geométricas. El gran libro del arte, también. La composición pictórica es milimétrica; su entramado siempre está allí, escondido o muy visible como en las piezas medievales. Sin ser tan exacto, lo estructural sigue siendo muy querido en el siglo xx, empezando por la Bauhaus, Chirico o aquel cuadro de Klee, El país fértil, donde la geometría lo es casi todo.

      La simetría es una pieza estética y biológica clave. Las elipses de órbitas de los planetas y de las células descritas por D’Arcy Thompson también aparecen en las estructuras circulares de las novelas. Lo redondo y lo cuadrado son los ejes de la arquitectura. Lo curvo, que es popular en las cabañas africanas, se vuelve refinado en el modernismo catalán y en las casas ovaladas norteamericanas del xviii que, como decían sus arquitectos, reventaban la planta rectangular.

      Las reglas no son enemigas de la belleza sino aliadas. Cuando decimos que la elegancia es una distinción, deberíamos precisar que es una medida. Unos puntos concretos y prudentes entre extremos. Tomás de Aquino establece tres condiciones para lo bello: que no esté incompleto sino íntegro; que sea proporcionado; y que sea resplandeciente. Así, por ejemplo, desde el punto de vista aquiniano, las esculturas actuales de Bruno Catalano de personas rotas (a las que les faltan trozos para expresar sus vacíos) no serían bellas porque están incompletas. En cuanto a lo resplandeciente, el pulchra sunt quae visa placent de Aquino explicaría por qué se prefiere el aceite refinado brillante aunque sea peor que el espeso y opaco: porque el hombre adora lo luminoso y lo pulido: el oro, la plata, los diamantes. Sobre todo, el occidental al que pueden los oropeles; somos así de superficiales y ostentosos, qué le vamos a hacer.

      La música es el arte que mejor expresa la matemática subyacente a la belleza. El caso más incontestable sería la música algorítmica generada por ordenador como la de GeneSynth de Aneesh Vartakavi. Ahora bien, para ser justos deberíamos citar a todos los músicos. La armonía se basa en proporciones calculadas y en tonalidades y ritmos muy exactos. Lo curioso es que esta afirmación tan indiscutible no es bien vista por muchos oyentes, los cuales prefieren pensar que la música está hecha con sentimientos. Para ellos, los números son algo frío y sin alma. No quieren aceptar que el causante de su emoción sea una combinación acústica cifrada de tensiones entre timbres, silencios, impulsos, resoluciones, armónicos y alturas –por citar solo algunos de los elementos en juego– que crean vibraciones que, al presionar el aire, provocan ondas de cientos o miles de hercios por segundo.

      De todas formas, no les quitemos toda la razón. Son hijos de la literatura romántica y del miedo a un futuro tecnológico inhumano. Como estamos viendo, el orden y las normas son una fuente de belleza desde los clásicos. Sin embargo, si se llega a una exageración extrema de las reglas, se pueden provocar efectos contrarios. La reprobación romántica de lo mecánico nos da a entender que no hay nada más lindo y humano que la imperfección. Y que, a veces, los pequeños errores pueden ser más interesantes que lo exacto y matemático.

      Pero no avancemos tanto. Quedémonos todavía en la simetría y en el ritmo más universal de cuantos haya: el ritmo binario. Observemos a la naturaleza. Sus ritmos son opuestos: el día y la noche, las mareas, la sístole y la diástole. Los antropólogos Mary Douglas y Lévi-Strauss nos enseñaron que una de las fronteras de la civilización la marca la comida, separando aquellas especies que cocinan (la humana) de las que no, que son el resto que come crudo. La frontera alimentaria es más estricta que la darwiniana que evoluciona gradualmente. El hombre prehistórico con su marmita por un lado; el resto de animales engullendo lo que encuentran, por otro. Los opuestos lo inundan casi todo. A menudo, como tensión: el damero de blancas y negras; partidos de derechas e izquierdas; apocalípticos e integrados; nosotros y los otros; o las angustiosas divisiones de personalidad como Dr. Jekill y Mr. Hide o el Goliadkin dostoievskiano y su doble. Por suerte, a veces, lo binario es la suma de dos complementarios, como: el yin y el yang; el sentido común y el entusiasmo (el seny y la rauxa catalanas); y la coincidentia oppositorum de la armonía de contrarios.

      El péndulo de la dialéctica marca el ritmo de buena parte de la naturaleza, de la sociedad y del arte. Shelley consideraba que la poesía tenía el poder alquímico de transmutar valores y hacer conciliables los opuestos: «La poesía marida la exultación con el horror, la pena con el placer y la eternidad con el cambio. Bajo su yugo ligero, las cosas irreconciliables se unen».

      Lucrecio mismo es un modelo de reconciliación entre la ciencia y la filosofía. Si viene ahora a colación es por sus reflexiones entre contrarios. Según el, existen unas partículas ocultas llamadas «átomos» que se rigen por fuerzas de repulsión y atracción. Somos ante un pensamiento dualista entre vacío y materia. Lucrecio cree que la vida está gobernada por el azar y no por las ideas platónicas o por un plan divino. Los átomos se combinarían como las letras de un alfabeto y darían lugar a cuerpos compuestos; un pensamiento que anticipa las combinaciones de las secuencias de nucleótidos del código genético (G, A, C, T, U). Siglos después, el atomismo de Lucrecio que contempla espacios separados entre los átomos, daría lugar al fragmentarismo. ¿Y qué es su oquedad entre las partes de la materia sino las partículas separadas de los quanta, de las que hablaremos después? ¡Qué gran visión de futuro, la de Lucrecio! Hablaba en unos términos cuyo alcance nos lleva hasta el presente.

      El pensamiento estructuralista de mediados del siglo xx fue la gran eclosión del binarismo, desde el juego de líneas y curvas de los fotógrafos de la Bauhaus a la doble hélice del adn de Watson y Crick. Décadas después, este pensamiento dual se llamará «digital». El código diádico 0 / 1 (cerrado / abierto) abrirá las puertas informáticas del nuevo milenio.

      Después del orden binario, el segundo más importante es el triangular. Lo ilustrarían la trimurti del hinduismo: Brahmá, Visnú y Shiva, que son los dioses de la creación, conservación y destrucción del mundo. También es una tríada la tesis, antítesis y síntesis del pensamiento hegeliano. Y, entre muchas otras, acordémonos de las tres unidades teatrales. Nada que ver esta clara unidad de acción y de lugar con lo que acontece en nuestros días, dentro y fuera del teatro. Me viene a la cabeza la serie Sense8 donde ocurren tantas cosas a la vez en sitios tan distintos que el espectador casi no es capaz de absorberlo. El pensamiento ternario es más rico que el binario, el cual puede llegar a ser maniqueista. Boulez considera que, al dualismo musical, hay que sumarle otros componentes. No basta con apreciar la diatónica del movimiento y el reposo; de la estabilidad y el desequilibrio, sino que hay que añadirle la ambigüedad cromática.

      Seurat, reflexionando sobre la armonía tripartita de la pintura, nos brinda una preciosa psicología de la composición: «El arte es armonía. La armonía es la analogía de los contrarios y de los similares; el tono, el color y la línea se combinan y se someten a una dominante que les da una iluminación alegre, clara o triste. Los contrarios se sitúan en ángulo recto. Las líneas por encima de la horizontal son alegres. La horizontal es la calma. La tristeza son las líneas descendientes».

      Entre la vida que sube y la muerte triste que baja hay un triángulo donde se aloja la enfermedad. Como de enfermedades hay de muchas gamas, la claridad del área del triángulo varía acercándose a la luz de la salud o a la oscuridad del fallecimiento. Los tres elementos (vida, enfermedad, muerte) formarían un conjunto gradual, donde la pandemia sería el caso más negro.

      De