Drogas inteligentes. Juan Carlos Ruiz Franco

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Название Drogas inteligentes
Автор произведения Juan Carlos Ruiz Franco
Жанр Сделай Сам
Серия
Издательство Сделай Сам
Год выпуска 0
isbn 9788499101088



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bizantina y porque no es el objeto de este libro, aunque nos confesamos más partidarios de la primera tendencia, como es lógico suponer. Sin embargo, es pertinente dedicar algunas líneas al tema.

      Puede que hayamos recibido de nuestra tradición cultural una serie de presupuestos, establecidos por ciertos antecedentes filosóficos y religiosos y bendecidos por el lenguaje común, que nos inducen a pensar de manera involuntaria que tenemos una entidad a la que llamamos mente, que es más o menos inmate-rial (o al menos sus procesos son inmateriales), que no tiene nada que ver con sucesos corporales y que resulta, por tanto, imposible de alterar con sustancias químicas.

      Esta forma de argumentar es típica de la mentalidad occidental cristiana. Es posible que la relación mente-cuerpo sea sólo un falso problema alimentado por nuestro lenguaje cotidiano, que distingue entre entidades y sucesos físicos, por una parte, y mentales (espirituales), por otra. El mero hecho de decir «mi cuerpo…» parece dar a entender que somos alguien —o algo— que posee un cuerpo, y no que somos un cuerpo. Si hay motivo fundado o no para tal actitud, está por demostrar (2). Supongo que a pesar de lo que aquí podamos decir y de todos los argumentos que se den, muchos seguirán pensando que su mente está por encima de toda influencia química: tal es la arrogancia del ser humano que se siente en la cúspide de la creación (o de la evolución).

      Nuestra cultura occidental tiene como base historicofilosófica la unión del cristianismo con diversas corrientes filosóficas griegas, de las que esta religión fue tomando teorías y conceptos para completar las deficiencias que presentaba en sus comienzos.

      La filosofía griega fue, hasta la aparición de los sofistas y Só-crates, especulación casi exclusivamente sobre la naturaleza en su conjunto, sobre la physis. Cuando el discurso se dirigía al alma, era sólo como parte del universo y reflejo suyo, como un microcosmos dentro del macrocosmos. En este ambiente, fueron las sectas religiosomistéricas las que más centraron su atención en el espíritu del ser humano, haciendo hincapié en su carácter inmaterial e inmortal. Estas ideas se veían representadas en filosofía en la rama más esotérica del pitagorismo. Al parecer, este tipo de preocupación por lo espiritual tiene sus raíces en religiones orientales, y es muy posible que se hubiera ido introduciendo en la Hélade por el contacto con los pueblos persas y egipcios, principalmente.

      La época dorada de Atenas supuso un giro en lo que respecta al objeto de la especulación filosófica. Los sofistas, con su escepticismo y agnosticismo declarados, manifestaban que era demasiado difícil pronunciarse sobre la naturaleza del universo. Además, lo realmente importante en este momento (siglo V a. C.) era la pólis, la ciudad, y el ser humano en tanto que parte constitutiva suya. Es cierto que muchos filósofos posteriores volvieron a estudiar la naturaleza, pero el punto de partida será ya distinto.

      Sócrates, en la línea de los sofistas en lo que respecta al objeto de su pensamiento, pero contra ellos en su planteamiento y propósito, habla de su espíritu interior y busca fundamento a normas morales absolutas indagando sobre las esencias de las cosas. Es gracias a su inspiración por lo que Platón, su alumno, crea el Mundo de las Ideas —separado del terrenal, humano y sensible—, lugar al que pertenece el alma y al que vuelve tras la muerte y la separación del cuerpo. Fue este filósofo quien popularizó el concepto de alma inmaterial, recogiendo las tradiciones de las sectas esotéricas que existían en Grecia y continuando con la tendencia que había iniciado su maestro. A pesar de que hoy día se conceda gran relevancia a los escritos de este autor, lo cierto es que los siglos posteriores estuvieron más influidos por las escuelas helenísticas (epicureísmo, estoicismo, escepticismo y cinismo), surgidas del cambio sociopolítico que supuso la caída de la pólis ante el empuje panhelénico de Alejandro Magno, con planteamientos éticos más apropiados que el platonismo para la vida durante el periodo posclásico y el dominio romano. Así, las sucesivas fases de la Academia platónica pasaron bastante desapercibidas durante siglos, excepto para sus miembros y personas cercanas. Sin embargo, la creciente preocupación por cuestiones religiosas —cuando el Imperio Romano entra en crisis, y con él la seguridad de sus ciudadanos—, las influencias orientales y la difusión de todo tipo de cultos esotéricos y mistéricos cambiarían después este orden de cosas (3). Sea como fuere —y esto constituiría objeto de largas disertaciones— en este ambiente de inestabilidad sociopolítica y de mesianismo obsesivo, el cristianismo se fue imponiendo como religión de Occidente, de forma que en los siglos IV y V su poder era ya grande, a pesar de los intentos helenizantes de románticos como el emperador Juliano, llamado «el apóstata» por sus enemigos.

      El cristianismo primitivo, igual que el judaísmo, del cual surgió, no creía en ningún tipo de entidad incorpórea: la resurrección de la que se habla en los Evangelios es de los cuerpos, no de las almas. La religión cristiana, como heredera y continuadora de la judía, a pesar de las divergencias entre los primeros padres de la Iglesia, era una religión monista: sólo admitía una sustancia en el mundo (monos = uno), la corporal, y las referencias a entidades espirituales son bastante vagas. Entonces, ¿de dónde vino la creencia en el alma como algo distinto y separado del cuerpo, como una sustancia incorpórea y con estrechas relaciones con la religión? La respuesta a esta pregunta será la misma que responda a la cuestión de dónde surgió la idea de mente inmaterial, la cual se suele situar más allá de los procesos neuroquímicos, por encima o sin relación con ellos.

       El filósofo griego Platón

      El emperador Juliano (“El Apóstata”)

      Como hemos dicho antes, los primeros padres de la Iglesia, para justificar sus creencias a los ojos del mundo grecorromano, con el fin de convertir a los paganos y para expandir su religión, fueron tomando términos, conceptos y teorías de los sistemas filosóficos que mejor se adaptaban a sus necesidades. Es evidente que los pensadores de corte más espiritual e idealista les iban a ser de mayor utilidad que los más cientifistas. Fue Agustín de Hipona, el segundo padre de la Iglesia Católica en orden de importancia después de Tomás de Aquino, quien, por su filiación neoplatónica, introdujo en el cristianismo la idea de un alma in-material ya en los siglos IV y V. Ésta es la manera en que se incorporó esta entidad —que luego será llamada «mente»— a la cultura occidental cristiana. Por supuesto, estamos simplificando demasiado; en realidad, no pudo tratarse del mérito de una sola persona, sino que la explicación habría que buscarla en los préstamos conceptuales y filosóficos que los pensadores cristianos fueron tomando de la filosofía griega en el transcurso de varios siglos, que de hecho fue lo que permitió su difusión y aceptación por parte del mundo grecorromano.

      Dando un gran salto sobre una Edad Media poco original —y casi exclusivamente ocupada en crear una doctrina escolástica que pudiera conciliar aristotelismo y platonismo a la luz de la fe cristiana— el filósofo y científico francés René Descartes (siglo XVII) postuló la existencia de dos sustancias en el ser humano: la mente y el cuerpo, y dio a esta hipótesis una envoltura conceptual. Aparece así la idea del ser humano como compuesto de un cuerpo semejante a una máquina (la res extensa), dentro del cual hay una mente inmaterial (la res cogitans) (4). De esta manera nace el dualismo, la distinción mente-cerebro, alma-cuerpo o espíritu-materia, según se quiera, que hoy está presente en nuestra cultura, en nuestra ciencia, en nuestra filosofía, en el sentido común y en las cabezas de casi todos los occidentales. Descartes no hace sino plasmar explícitamente, dándole una envoltura científica, aquello que el sentido común parece dictarnos, guiados por las trampas que el idioma nos tiende: esas parejas de conceptos opuestos que he citado y que están en la misma base de muchas ciencias (la psicología, entre otras). Más tarde, en el siglo XVIII, Kant se encargará de demostrar en su Crítica de la Razón Pura que la idea clásica de alma-mente y todos los conceptos metafísicos similares (Dios y mundo como totalidad) no tienen ninguna base justificable en la experiencia, sino que son creaciones de la razón, cuando ésta se permite especular (fantasear)