Название | Firma con mi nombre |
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Автор произведения | Héctor Caro Quilodrán |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789568675905 |
Encendimos una lámpara, entramos la mesa -esta misma y la golpeó con los nudillos-, las camas, los santos, la Singer, los cacharros… Por la noche, nos servimos una sopa caliente. Al faltar una silla, usé en su lugar la montura, apenas la toqué se me vino a la memoria el alazán que perdí en el retén, convertido ya en un campeón, pero quizás a esa misma hora me estaría olvidando. Tuve otro presentimiento, pero hasta el presente no sé cómo decirlo con palabras, pero a ti, Juan Manuel, también te va a pasar lo mismo con el tiempo.
¿De dónde salió la vieja Singer, cómo llegó a manos de su familia? No se había oxidado con los años y el desuso. Lucinda cortó con los dientes el hilo como lo hacía su madre, y miró la prenda terminada. Era una máquina capaz de muchas cosas todavía. Giró de nuevo la ruedecilla, dejándose llevar por el sonido hacia las imágenes del pasado, a escuchar de nuevo las hojas del otoño arrastradas por el viento antes de llover.
II
Juan encontró a don Olaberry en la puerta del haras como si no se hubiera movido de allí y la primera luz del sol le hubiera lavado la cara, de blanco, con su sombrero, sus mejillas rosadas y sus dos puntitos azules más azules que el día anterior.
—Hombre, llegas a buena hora —dijo don Olaberry—. ¿Cómo fue tu primera noche en Cantarrana?
—Dormí como un muerto —contestó Juan, pensando, luego, que su segunda vida empezaba con esa respuesta.
—Te envidio. Duermo poco, cuatro o cinco horas cuando soy afortunado. Te enseñaré los caballos, acompáñame.
En la caballeriza, le indicó el primero:
—Este es Sultán, viejo reproductor; esta es Favorita; aquellos: Souepi y Bromazo; y estos son Fantasma Gris, Dublín, Tincado y Eugenia.
Los caballos sacaban sus cabezas de los boxer al escuchar sus nombres, a modo de saludo. Don Olaberry habló de ellos sin pausa, al parecer no necesitaba respirar cuando se refería a sus fina sangre.
—A cada animal hay que conocerlo como a un amigo o… enemigo —resumió, mirando a Juan y cuando vio en sus ojos lo que esperaba, le presentó a los caballerizos que hacían su entrada a esa hora: Ramoncito, delgado, cuerpo de jockey, le estrechó la mano con una sonrisa; Bruno, de doble barbilla, ojos enrojecidos, cara picoteada por el acné, lo miró como si fuera a disputarle su lugar en el haras. Los demás saludaron llevándose la mano al sombrero.
De vuelta en casa, al anochecer, Juan contó cómo había sido su primer día laboral. Manuel, mientras lo escuchaba, seguía con un dedo los nudos de la mesa de madera y creyó dibujar un caballo con alas. Juan, luego, se levantó de la silla seguido de Lucinda y Manuel. Al pasar frente al espejo en la pared puesto allí por Agustina, tropezó, sorprendido con su imagen: cara huesuda, el bigote crecido y el pelo marcado por la circunferencia del sombrero.
—¿Y los santos, Agustina? —preguntó al no verlos.
—Todavía están en el baúl —respondió ella.
Lucinda sacó del baúl a la Virgen del Carmen y Manuel la figura de San Francisco labrada en madera.
—Le falta la mitad de los brazos y está medio quemado —observó Manuel.
—Aún así, es un santo milagroso —repuso Juan—. Él nos ayudará. Tiene su historia, ¿saben?
—Cuéntela —pidieron los niños al unísono.
—La haré corta. Mi padre había sembrado trigo en tierra casi virgen y creció fuerte, abundante, prometiendo buena cosecha. Pero un día de enero, cuando la tierra es un infierno por el calor, el trigal ardió sin previo aviso. Mis padres vieron avanzar el incendio hacia la casa, la que habían dejado al cuidado del perro y el santo. «¡Haz algo, santito!», le pedían al correr. «Si la casa se quema, te quedarás sin techo igual que nosotros!». Y, cosa increíble, el viento cambió de curso. El fuego se calmó y, como se sabe, lo quemado no arde dos veces. Las llamas se detuvieron delante de la figurilla de San Francisco, pero no salió ileso del incendio: perdió la mitad de su nariz, quedó sin brazos, con la sotana chamuscada y sus canillas al aire. Cuando mis padres murieron, heredé el San Francisco con todas sus quemaduras.
Lucinda palpó la nariz chata del santo y trató de alárgasela con los dedos.
—¿Qué le vas a pedir, ahora, padre?
—Que nos ayude en esta vida nueva.
—¿Y cómo se pide algo así?
—Abriendo el corazón.
—Le pido entonces al santo que le devuelva el alazán —declaró Lucinda.
Ella no sabía que el alazán era producto de un cruce clandestino entre su yegua y Pascualo, descendiente de la famosa Pascuala. El potrillo salió igual a su padre: hermoso, del mejor linaje. Lo llamó Renegado en honor a un riachuelo que corría avergonzado entre los árboles y peñascos, casi no se dejaba ver y, cuando lo hacía, era para mostrar su belleza y esconderse de nuevo en la espesura. Lo mismo le pasó a su potrillo: lo escondió, sacándolo por caminos deshabitados para que nadie lo viese.
—Gracias —respondió, emocionado.
Luego encendió una vela en honor al santo. La luz amarillenta alumbró débilmente el lugar.
Juan, antes de acostarse, fue al fondo del patio, de pie, en medio de la noche, respiró hondo. Las palabras de Lucinda todavía seguían vibrando en su consciencia. La soledad lo embargó, le apretó tanto el corazón que lo obligó a sentarse en un madero con la sensación de que su padre saldría de la oscuridad de un momento a otro, que lo estaba esperando como lo hacía cuando niño, atento al sonido de los cascos de su caballo al cruzar el puente, señal de que volvía sano y salvo en una época con mucho cuatrero suelto. Cuando lo escuchaba cruzar el puente se iba al camino, aunque lloviera, dejándose los ojos sin párpado por verle a través de la oscuridad. Lo primero que lograba ver eran las chispas de las herraduras al chocar contra las piedras y, después, lo adivinaba antes de verle salir realmente de las sombras. No sabe por qué, pero parece que lo volverá a ver tal como lo hacía, bajándose del caballo con sus pies todavía buscando los estribos, solamente le faltaría su madre con un farol en la mano, alumbrando su cara barbuda, diciendo: «hijo, bésalo, es tu padre». Esa imagen traída por la noche le recordó que ya a los diez años lo acompañaba a cuidar el ganado en la cordillera, sin saber si estaban en Chile o al otro lado de la raya, así, siguiéndole sus pasos, se le metió su ser una vez más en sus huesos o escuchándole, o sin decir nada, o simplemente viendo cómo le echaba leña al fuego o cuando dormían juntos al calor de las brasas, amarrados a sus pequeñeces humanas, protegidos por las estrellas. «Todavía vive -se dijo-, solo morirá cuando yo muera, entonces ya no tendrá mis ojos para seguir mirando», luego, irguiéndose desde el rescoldo mismo de su memoria, estiró los brazos y aspiró una bocanada de aire. El canto de las ranas lo escuchó lejano y entró, silenciosamente, a la casa, se sacó la ropa y acostándose junto a su mujer, entrelazó a ella todo su ser desmembrado.
—¿Qué hacías? —preguntó Agustina en voz baja.
—Recordaba a mi padre, se me vino sin aviso. Me sentí como un niño.
—Juan, eres un sentimental —rió, acurrucándolo en sus brazos.
—Manuel, vamos a ver pasar los trenes —dijo Lucinda posando su mano en su hombro.
Otra vez se encontraron con los perros apostados casi en el mismo sitio; uno de ellos le dio un lenguatazo a Manuel, provocándole escalofríos en la pierna, luego los siguieron hasta el límite de la casa patronal. Al parecer, su territorio terminaba allí.
La casa patronal parecía levitar sobre los muros, pintada por la luz matinal. La visión humedeció los ojos a Lucinda. Ambos se sentaron en la hierba a contemplar en silencio esa maravilla solitaria, visible solamente en su parte superior, dejando el resto a la fantasía. Sin embargo, por una rejilla de hierro a ras de tierra,