Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa

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Название Un trienio en la sombra
Автор произведения Antonio Jesús Pinto Tortosa
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416110216



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de bruces en el suelo. Doña Luisa lo remolcó hasta la pieza donde la Reina se había refugiado después de asistir a la reunión de los apostólicos, por cuya causa ahora lloraba desconsolada.

      –Cristina, deja de llorar ya, haz el favor. Así no vas a arreglar nada.

      Luego interpeló al consejero:

      –Vamos a ver, Tadeo, Tadeíto... ¿Sabes? Tus padres te bautizaron con el nombre del Judas equivocado. Tenían que haberte llamado Iscariote.

      –Señora, le ruego que mantenga las formas –inútilmente, Calomarde, que no estaba viviendo la mejor tarde de su vida, ni mucho menos, intentaba recomponerse.

      –¿Las formas? ¡Ja! ¿Las mismas formas que tú has guardado para traicionarnos?

      –Yo solo he servido al país...

      –¡No me hagas reír! –no dejó que su oponente acabara la frase–. Tú solo te sirves a ti mismo. Pero pagarás cara tu traición. La guarnición de Madrid está avisada y viene de camino. Tú y tus apostólicos vais a pasar mucho tiempo al sol, créeme. Pero ahora, vamos a lo que importa: dame el decreto.

      Repentinamente, don Tadeo empezó a temblar. Habría dado su vida por tener el decreto en la mano, por dárselo a aquella masa de carne hecha mujer con tal de atenuar su ira, pero no lo tenía... Antonini se había fugado, y se lo había llevado consigo.

      –Señora, el decreto va camino del Consejo de Castilla para su publicación. Repórtese y no haga ninguna tontería...

      Tampoco pudo acabar la frase: la diestra de Luisa Carlota, recubierta de una densa capa de grasa, abofeteó su mejilla izquierda con tal fuerza que el consejero, que no esperaba el golpe, trastabilló y cayó al suelo, de costado, amortiguando la caída con su brazo derecho. Entonces sí, la reina dejó de llorar y abrió la boca, perpleja:

      –¡Luisa, por Dios!

      –La bofetada –prosiguió su hermana, ignorando a la Reina y clavando los ojos en su víctima– es por la traición, miserable. El decreto nunca llegará a ser aprobado: el presidente del Consejo, Pepe Puig, tiene orden de mi esposo para paralizar cualquier medida hasta que el Rey recobre el juicio. ¡Y lo recobrará, como hay Dios que lo recobrará! Ahora... desaparece de mi vista. ¡Huye!

      Con toda la dignidad que pudo reunir, Calomarde se incorporó y, con un lienzo blanco inmaculado, se enjugó la sangre que comenzaba a brotar de su labio inferior, partido. Después, sosteniendo un gesto pétreo, detuvo la mirada en Luisa Carlota y, antes de abandonar la habitación, le dijo:

      –Manos blancas no ofenden, señora.

      Pero, en realidad, ofenden.

      – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o – o –

      Extracto de la Gaceta de Madrid, 1 de enero de 1833.

      Sorprendido mi Real ánimo, en los momentos de agonía, a que me condujo la grave enfermedad, de que me ha salvado prodigiosamente la Divina Misericordia, firmé un decreto derogando la pragmática sanción de 29 de Marzo de 1830, decretada por mi augusto Padre a petición de las Cortes de 1789, para restablecer la sucesión regular en la corona de España. La turbación y congoja de un estado en que por instantes se me iba acabando la vida indicarían sobradamente la indeliberación de aquel acto, si no la manifestasen su naturaleza y sus efectos. Ni como Rey pudiera Yo destruir las leyes fundamentales del reino, cuyo restablecimiento había publicado, ni como Padre pudiera con voluntad libre despojar de tan augustos y legítimos derechos a mi descendencia. Hombres desleales o ilusos cercaron mi lecho, y abusando de mi amor y del de mi muy cara Esposa a los españoles, aumentaron su aflicción y la amargura de mi estado, asegurando que el reino entero estaba contra la observancia de la pragmática, y ponderando los torrentes de sangre y la desolación universal que habría de producir si no quedase derogada. Este anuncio atroz, hecho en las circunstancias en que es más debida la verdad por las personas más obligadas a decírmela, y cuando no me era dado, tiempo ni sazón de justificar su certeza, consternó mi fatigado espíritu, y absorbió lo que Me restaba de inteligencia, para no pensar en otra cosa que en la paz y conservación de mis Pueblos, haciendo en cuanto pendía de Mí este gran sacrificio, como dije en el mismo decreto, a la tranquilidad de la Nación española.

      La perfidia consumó la horrible trama que había principiado la seducción; y en aquel día se extendieron certificaciones de lo actuado, con inserción del decreto, quebrantando alevosamente el sigilo que en él mismo, y de palabra, mandé que se guardase sobre el asunto hasta después de mi fallecimiento.

      Instruido ahora de la falsedad con que se calumnió la lealtad de mis amados españoles, fieles siempre a la descendencia de sus REYES: bien persuadido de que no está en mi poder, ni en mis deseos, derogar la inmemorial costumbre de la sucesión, establecida por los siglos, sancionada por la ley, afianzada por las ilustres Heroínas que me precedieron en el trono, y solicitada por el voto unánime de los reinos; y libre en este día de la influencia y coacción de aquellas funestas circunstancias: DECLARO solemnemente de plena voluntad, y propio movimiento, que el decreto firmado en las angustias de mi enfermedad fue arrancado de Mí por sorpresa: que fue un efecto de los falsos terrores con que sobrecogieron mi ánimo; y que es nulo y de ningún valor, siendo opuesto a las leyes fundamentales de la Monarquía, y a las obligaciones que, como REY y como Padre, debo a mi augusta descendencia. En mi Palacio de Madrid a 31 días de Diciembre de 1832.

Confesión

      1. Un caso abierto

      No escribo estas páginas esperanzado en que alguien las lea. Simplemente lo hago porque estoy mayor, solo y enfermo. Tras una vida dedicada a mi profesión, apasionado por mi trabajo y rodeado de amigos, mi único bagaje es un triste jergón en una sucia fonda, perdida en algún rincón de la ciudad de Cádiz. La Reina huyó ayer hacia Francia desde San Sebastián, donde estaba tomando los baños con su nuevo amante, Marfori. No bien supo del levantamiento armado de las tropas del general Topete, decidió poner pies en polvorosa y salvar el pellejo, conocedora del desafecto de los españoles, al que se ha hecho acreedora con méritos en los últimos años. Se dice que los rebeldes llegarán pronto a Madrid, y yo no he podido seguirlos todo el camino porque una vieja dolencia me lo ha impedido. Por eso, y porque he dado demasiados bandazos ideológicos en mi vida como para que la conciencia me permita izar ahora también la bandera de la revolución. Pese a todo, soy consciente de que quizá jamás vea su triunfo, no porque crea poco en ellos, sino porque, como he dicho, pronto me despediré de este mundo. Ahora me resulta paradójico prever mi final inminente: nací bajo el reinado de “el Deseado”, viví sometido a los caprichos de su hija despreciable, aguardando siempre la regeneración del país, y ahora, cuando todo está a punto de ocurrir, mi cuerpo parece abandonarme.

      He vivido lo suficiente para saber que las promesas son efímeras, y las personas, voraces. Amé y me amaron, odié y me aborrecieron. Gocé de poder y hasta de cierta fama, por qué no decirlo, aunque me