Un trienio en la sombra. Antonio Jesús Pinto Tortosa

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Название Un trienio en la sombra
Автор произведения Antonio Jesús Pinto Tortosa
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788416110216



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de las tropas de Madrid, y poner a la reina consorte fuera de juego, sobrecogida por la muerte inminente de su esposo, por la minoría de edad de su hija y por la dudas sobre el futuro del país. Pero tenían que actuar pronto. Pese al aislamiento estricto al que se había sometido a la familia Real, alguien había conseguido hacer salir una carta de socorro del Real Sitio. Lo grave para los intereses de los ultramontanos no era que se hubiese conseguido pedir auxilio para la reina consorte y sus hijas, sino que esa ayuda se había pedido no a la guarnición de Madrid, sino a la hermana de María Cristina, Luisa Carlota, casada con el hermano menor de Fernando VII, el infante Francisco de Paula, que siempre había simpatizado con los liberales.

      Reventando caballos de posta, se calculaba que tardarían apenas dos días en llegar a la capital, y de ese plazo ya había expirado una jornada. De modo que, o los conspiradores despabilaban en sus intrigas y el Rey se decidía a morirse de una vez, o las cosas podían ponerse feas y muchos acabarían viéndose obligados a exiliarse, si se descubría el pastel. Por eso, el primer recurso de Antonini y sus secuaces había consistido en tentar al consejero de Estado, conde de Alcudia, para convencerle de que derogase la Pragmática Sanción, pero él se había negado y les había remitido directamente a Calomarde, titular de Gracia y Justicia y competente en aquella decisión. Por encima de este último no había nadie que pudiese decidir sobre aquella materia, por lo que este encarnaba la última esperanza de los apostólicos:

      –Nos lo debes, Calomarde. ¡¡¡Nos lo debes!!!

      Si en el alma del agente italiano hubiese existido un mínimo ápice de compasión, la mirada amedrentada de su interlocutor debería haber bastado para derretirlo como un cubito de hielo en una tarde de verano. Pero ni Antonini destacaba por sus dotes empáticas, ni la tarde estaba para ñoñerías.

      –Yo no os debo nada –respondió Calomarde, timorato–. Ascendí por méritos propios, me gané la confianza del Rey, y si colaboré con vosotros durante un tiempo fue porque me dejé embaucar por vuestras palabras, por vuestros mensajes apocalípticos sobre el fin del mundo en caso del triunfo del liberalismo. Ahora sé que la salvación está junto al Rey y junto a su causa. Esa es la seguridad, Antonini. En cambio, lo vuestro no es más que un castillo en el aire.

      –¡¡¡El rey legítimo es don Carlos, insensato!!! –el italiano se debatía entre guantear a su compañero de animada cháchara, para hacerlo entrar en razón, o arrancar un florete de las panoplias que adornaban las paredes del Palacio, para atravesarle el pecho y cortar el problema de raíz.

      –El rey legítimo es don Fernando, y cuando él muera la heredera será Isabel. Eso es lo que dice la ley vigente. ¿Qué me puede convencer para cambiarla?

      Aquello, que parecía ser un desafío pero que en realidad era un mero fuego de artificio, abrió el camino para que el napolitano asestase la puñalada mortal en la moral del consejero:

      –El Rey no verá el nuevo día y tú lo sabes bien. Y nadie, óyeme, ¡nadie!, apuesta por la suerte de la niña, aparte de su mamá y de ti mismo, inútil. Sal fuera y pregunta a la gente de Palacio, si quieres. Ve a las dependencias de don Carlos, anda, ve y contempla cómo casi todas las cabezas pensantes no debaten sobre liberalismo o absolutismo, sino sobre aniquilar a la Reina y a sus hijas o facilitarles un carruaje que las saque de España en menos de veinticuatro horas. Porque cuando el Monarca cierre el ojo, no habrá piedad con ellas, te lo puedo asegurar: un heredero muerto desaparece para siempre, pero un heredero vivo y exiliado siempre puede regresar, más cuando, como la niña Isabel, tiene solo tres años y toda una vida por delante para reclamar los derechos que un día se le arrebataron. Mira, eso fue algo que hicieron bien los jacobinos en el 93, aunque me pese reconocerlo: el duque de Enghien muerto, y aquí paz y después gloria.

      Ahora Calomarde estaba totalmente desarmado, y apretaba su espalda contra la pared, deseando que se activase un resorte secreto, como en los cuentos de hadas, que lo sacase de aquella habitación cuanto antes.

      –Un día, dos a lo sumo, y don Carlos será el nuevo rey: por las buenas, o por la fuerza –proseguía el napolitano–. La guarnición de La Granja está de nuestra parte. Les hablas del liberalismo y de Napoleón y son capaces de vender a su madre para disipar cualquier fantasma de ese estilo. Ahora tú decides cómo quieres que el nuevo rey te vea cuando suba al trono: como el amigo que le ayudó, o como el enemigo que le obligó a reclamar con las armas lo que era suyo por derecho.

      Su contertulio transpiraba, transpiraba muchísimo. Miedoso como era por naturaleza, él también vendería a su madre a cambio de conservar el favor del trono. Y Antonini, que conocía a ese tipo de personas como la palma de su mano, no creyó conveniente añadir nada más. Así pues, en un ademán teatral, se giró hacia la puerta y se dispuso a abandonar la estancia, dejando a Calomarde sumido en un mar de incertidumbre.

      –Espera –oyó a su espalda. Sin que el consejero le viese, esbozó una sonrisa maligna, que marchitó las flores del papel estampado de la pared.

      Mientras esto ocurría, sobre el lecho real yacía una figura cadavérica. Sin duda alguna, el Rey no pasaba por su mejor momento. En estado comatoso, gemía intermitentemente mientras el sudor bañaba su frente. En torno suyo se oían los misterios del rosario, repetidos concienzudamente por varios frailes y monjas que abarrotaban aquella habitación. De pronto, la retahíla de padrenuestros se vio interrumpida por el ruido de la puerta, abierta súbitamente para dar paso a una curiosa comitiva. Encabezada por el consejero de Estado, hizo su aparición la reina consorte, seguida de Calomarde y Antonini, que cerraba el desfile, aunque había sido su principal inspirador. Mientras todos guardaban silencio, intercambiando miradas de inteligencia que parecían decir “así debe ser”, María Cristina se inclinó sobre su esposo agonizante:

      –Fernando, estos hombres traen algo para que lo firmes.

      El monarca pareció entreabrir los ojos e hizo ademán de decir algo. Entonces, su esposa acercó el oído a la boca regia, adoptó un ademán apenado por lo que acababa de oír de labios de su marido, y le susurró:

      –Hay que hacerlo, cariño. Yo también quiero a Isabel, pero me dicen que la Santa Sede y Francia se oponen a que ella sea la reina, y que incluso toda España prefiere a tu hermano... Además, la Guardia de Palacio está de su lado. Corremos peligro, Fernando, ¡hay que ceder!

      Antonini debió pensar que todas aquellas sensiblerías eran innecesarias, ya que arrebató al conde de Alcudia el decreto de anulación de la Pragmática Sanción, apartó a María Cristina del lecho real con un empujón, agarró la mano del Rey y le hizo garabatear su nombre al pie del documento, junto a la fecha de su firma. Sobrecogida por los acontecimientos, la Reina no pudo soportar la presión y salió corriendo del cuarto, mientras algún que otro religioso sonreía maliciosamente y respiraba tranquilo: todo estaba hecho.

      El italiano, Alcudia y Calomarde abandonaron la estancia camino de las dependencias de don Carlos, el nuevo rey in pectore, pero un fuerte estrépito les hizo girarse en redondo: alguien se aproximaba al cuarto de don Fernando, pisando con la fuerza de un paquidermo. Antonini, desconcertado, comenzó a pensar y a temerse lo peor: voces fuertes de mujer, pisar decidido de quien arrastra varios kilos en cada pierna... No podía ser... Sí, sí era.

      Luisa Carlota, la hermana de la reina consorte, acababa de llegar al Real Sitio, un día antes de lo previsto. De su mano colgaba su esposo, sollozando por la suerte de su hermano. De pronto, al girar la esquina del pasillo, se topó de frente con la comitiva de conspiradores, que acababa de perpetrar su crimen y salía de las reales estancias, donde el Rey parecía afrontar los últimos minutos de su vida. Cuando los vio, sus ojos se agrandaron como platos, y recorriendo cada una de las figuras humanas que permanecían pasmadas frente a ella, se posaron en Calomarde. Antonini se giró presto y desapareció en una de las habitaciones anejas, huyendo de la que se avecinaba y llevando consigo el decreto recién firmado. El de Alcudia decidió guardar la compostura e hizo una leve reverencia a la Infanta, pero esta última le apartó de un empujón y agarró a Calomarde por el antebrazo. Acercando su cara a la de este último hasta casi morderle la nariz, le espetó:

      –Tú te vienes conmigo –se giró hacia su marido– y tú, Paco, acompaña a tu hermano Fernando en sus últimas horas: seguro que te