Название | Un trienio en la sombra |
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Автор произведения | Antonio Jesús Pinto Tortosa |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788416110216 |
Pero era un secreto a voces que el Rey se moría. Es sabido que todos los reyes españoles habían pecado siempre de buen apetito, entre otras aficiones. Las comidas y las cenas copiosas, unidas a una vida sedentaria, habían provocado a don Fernando fuertes ataques de gota desde que alcanzó la madurez, pero en aquella ocasión el dolor había llegado acompañado de altas fiebres, que hicieron que el Rey pasase varios días en un estado de semiinconsciencia, casi amortajado en su alcoba en compañía de monjas, sacerdotes, amigos y familiares, convencidos de que el trono quedaría vacante en breve. Así pues, todos se preparaban ya para entonar el grito de “el Rey ha muerto, ¡viva el Rey!”, y se mostraban ávidos de las mercedes que traería el nuevo monarca. Ahora bien, ¿quién sería el nuevo rey?
Casi todas las dependencias del Palacio Real estaban en silencio, pero en uno de los pasillos resonaba una voz fiera, que se oía con la fuerza del rugido del león herido que clama venganza. El dueño de aquel vozarrón parecía pronunciar un largo monólogo, ya que no se oía réplica alguna. Sin embargo, si los lectores recorriesen aquel angosto pasillo y arrimasen el oído a la puerta tras la cual bramaba aquella fiera enjaulada, comprobarían que en realidad al otro lado se estaba librando un diálogo de fuerzas desiguales, porque uno de los interlocutores permanecía humilladamente silencioso. La escena era esperpéntica: en una habitación tenebrosa había dos figuras, una alta, poderosa, moviéndose de un lado a otro y gesticulando ampulosamente, y otra rechoncha, timorata y acobardada contra la pared. El personaje dominante era el embajador de Nápoles, Antonini, que escupía las palabras a la cara de su interlocutor, acompañándolas de una violenta agitación de todo su cuerpo, imprimiendo así una mayor gravedad a su perorata. Entre todas las expresiones que vertió sobre el rostro del otro individuo, en un torrente incontenible, una se repetía con energía renovada cada vez:
–Sei un stronzo! ¡Imbécil!
El acosado por Antonini era el consejero de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde, que intentaba capear el temporal de la mejor forma posible, aunque sin éxito: se le veía perder aquella batalla minuto a minuto, hasta el extremo de que solo parecía faltar el zarpazo definitivo que le dejase herido de muerte en tierra.
¿Que a qué venía aquella discusión? Pues bien: la disputa estaba directamente relacionada con los rumores y los corrillos que se estaban formando en el Real Sitio en aquellos días, desde que se tuvo noticia de la agonía del Rey. Para explicarla de forma adecuada, es necesario remontarse a comienzos del siglo XVIII, cuando el duque de Anjou accedió al trono de España con el nombre de Felipe V. Este monarca, de origen francés, subió al trono tras un conflicto de trece años que había estallado a la muerte del rey Carlos II, el hechizado, sin descendencia, y que le había enfrentado al otro pretendiente al trono español: el archiduque Carlos de Austria. Coronado nuevo Rey de España, Felipe de Anjou instauró varias medidas innovadoras, y una retrógrada: la Ley Sálica. Dicha ley, heredera de la legislación medieval del reino de los francos, excluía a las mujeres de la sucesión del trono español.
Durante el siglo XVIII nadie la había cuestionado, porque en Europa la mayor parte de los soberanos compartían ese criterio y porque las circunstancias, tanto internas como externas, parecían favorecerla. No obstante, cuando los franceses tomaron la Bastilla y comenzaron a interesarse por las medidas del cuello de su rey más de lo que era saludable para este último, el monarca español, a la sazón Carlos IV, decidió responder a las convulsiones de la época convocando las Cortes del Reino. Su cometido era bastante justo: abolir la Ley Sálica y reconocer los derechos sucesorios de las mujeres de la familia Real, con el fin de adaptar España a los nuevos tiempos, aunque solo fuera de manera simbólica. Para ello, Carlos IV concibió la Pragmática Sanción, un documento legal que establecía que la sucesión debía recaer en el primogénito del matrimonio regio, fuese este niño o niña. Desafortunadamente, la Convención Francesa comenzó a sacudir los cimientos ideológicos de la Europa del Antiguo Régimen, y Carlos IV debió dejar de lado el proyecto de ley de la Pragmática Sanción para apresurarse a defender sus fronteras frente a la amenaza militar revolucionaria.
De esta forma, el texto de la Pragmática Sanción se mantuvo escrito, pero sin aprobarse, durante casi cincuenta años. Cuando Fernando VII subió al trono en 1814, dejando a un lado el bochornoso episodio de Aranjuez****4 seis años antes, carecía de motivos para retomar aquella propuesta: era joven y se confiaba en que pronto se casase y tuviese un heredero. Pero, como pasó con aquel soberano desde el infausto momento de su nacimiento, las cosas comenzaron a torcerse pronto: primero, las consortes que compartieron el lecho del Monarca estaban empeñadas en fallecer a edad temprana, sin darle descendencia; después, cuando el Rey tuvo la fortuna de encontrar su alma gemela en la princesa italiana María Cristina, él ya era algo mayor y su salud se encontraba deteriorada.
Ello no fue obstáculo para que la joven quedase pronto embarazada, pero las parcas tuvieron el capricho de obsequiar al matrimonio con una hija primogénita: la infanta Isabel, que vino al mundo en marzo de 1830. Aún lo intentó el matrimonio una vez más, pero otra vez salió cruz: nació otra hija, la infanta Luisa Fernanda. Ya no había tiempo para más ensayos: el Rey envejecía a todas luces y su carácter se debilitaba. Lejos de ser aquel soberano intransigente de hacía dos décadas, ahora comenzaba a favorecer una tímida apertura del régimen político español, que no suponía un gran cambio respecto a la época previa, pero que era suficiente para acobardar a quienes se oponían a cualquier modificación y defendían la monarquía absoluta a ultranza: los apostólicos. Inquietos por la evolución ideológica de don Fernando, habían apoyado en la sombra varios motines y revueltas armadas ultraconservadoras, como la revuelta de los malcontents en Cataluña, a finales de los años 20. Todas sus intentonas fracasaron, pero gozaban de un valor moral a su favor: contaban con el apoyo del hermano menor del Rey, el príncipe don Carlos, tanto o más opuesto a los cambios que ellos mismos.
En teoría, los apostólicos no tenían por qué preocuparse: la Pragmática Sanción jamás había sido aprobada, o lo que es lo mismo, la Ley Sálica seguía en vigor. Así pues, cuando Fernando VII muriese, desde el punto de vista legal, él sería el heredero legítimo del trono, y ya se encargaría él mismo de velar por la conservación de las tradiciones... pero tampoco iba a tener suerte el pretendiente. En parte receloso de las ambiciones de los apostólicos y de su hermano, y en parte influido por los consejeros más partidarios de las reformas, Fernando VII obró hábilmente por una sola vez en su vida, quizá porque lo hizo siguiendo consejos de alguien más prudente que él: apenas la matrona había cortado el cordón umbilical de su primera hija, el Rey desempolvó la Pragmática Sanción y anuló la Ley Sálica, pisoteando los derechos sucesorios de su hermano en beneficio de su retoña.
El encargado de seguir el proceso legal para la aprobación de la Pragmática había sido el mismo Tadeo Calomarde que ahora aguantaba estoico las invectivas del embajador Antonini. Calomarde siempre había simpatizado con los apostólicos, pero cuando se percató del giro aperturista de Fernando VII, decidió situarse junto al Monarca y alejarse de sus antiguos aliados, con el fin de garantizar la estabilidad del trono cuando el Rey muriese. Sin duda, consideró que la causa de la heredera del Rey era más segura que las vanas promesas de los apostólicos, quienes jamás le perdonaron su cambio de bando. Pero en aquellas circunstancias, con el Monarca a punto de expirar, necesitaban de su apoyo, ya que en su calidad de consejero de Justicia era la única persona que podía anular la Pragmática Sanción, restaurar la Ley Sálica y entregar la Corona, “en bandeja de plata”, a don Carlos. Ya se encargarían ellos de deshacerse de nuevo de Carlomarde cuando todo hubiese acabado, conscientes de que era este un individuo que podía acarrearles más quebraderos de cabeza que ventajas.
Así, llegamos a aquella tarde de septiembre en que la monarquía española pendía de un hilo...
–¡Imbécil! ¡Imbéciles todos! Vosotros, que tan españoles sois, no hacéis más que pasaros la patata caliente unos a otros, sin el valor necesario para agarrar el toro por los cuernos. ¡Cobardeeeeees! –el catálogo de insultos se iba ampliando y desplegando conforme pasaban los minutos.