Estudios iberoamericanos del comportamiento positivo en adolescentes. Norma Alicia Ruvalcaba Romero

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Название Estudios iberoamericanos del comportamiento positivo en adolescentes
Автор произведения Norma Alicia Ruvalcaba Romero
Жанр Документальная литература
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Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9786075479200



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la pobreza de acuerdo con criterios objetivos, mientras que la tercera la describe en términos subjetivos. Ramos (2008), con base en los planteamientos del Banco Mundial, define a la pobreza como la imposibilidad que presenta un individuo o grupo de la población para alcanzar un nivel mínimo de desarrollo, cuyos ingresos son menores a una línea de la pobreza, medida a través del método de ingresos, que la CEPAL (2018) ha establecido como una medición de la pobreza en términos económicos, el ingreso diario de una familia, usando como parámetro el dólar (menos de un dólar por día).

      Wadsworth, Raviv, Santiago y Etter (2011) mencionan que la pobreza subjetiva o insatisfacción representa una condición que define al pobre como aquella persona que se autopercibe como no satisfecha con su situación económica al considerarse excluido de lo que él considera el modo normal de vida; en el caso de los adolescentes, la percepción subjetiva con respecto a lo que puede acceder y que en la investigación suele ser un indicador de pobreza. Estas consideraciones señalan que el concepto de pobreza llega a ser relativo cuando se evalúa su dimensión subjetiva o psicológica (Palomar, 2007). Por ello, identificar quien es pobre o medir la pobreza implica evaluar por lo menos algunos elementos tanto de su dimensión objetiva como subjetiva.

      La percepción de la pobreza se asocia con las privaciones materiales, es decir la falta de trabajo, de bienes y servicios, y la presencia de ingresos limitados, entre otros que generalmente se asocian a malestar emocional. De acuerdo con la OMS (2018), para un desarrollo saludable en los adolescentes son necesarios cuatro factores: a) una infancia saludable, b) contar con un ambiente seguro, c) información y oportunidades para desarrollar habilidades prácticas, vocacionales y de vida, y d) acceder en igualdad a diversos servicios de apoyo a su crecimiento; cuando estas condiciones no se cumplen se pone el riesgo su bienestar físico y psicológico. En este sentido, se establecen como tareas prioritarias evaluar y proponer acciones integrales en salud para los sectores más desfavorecidos de países en desarrollo. No obstante, los problemas de salud asociados con la pobreza difieren de un país a otro, matizados con factores macroestructurales como las políticas públicas en materia de salud, educación, desarrollo social y cultura, por lo que las acciones recomendadas tendrían que basarse en evidencia empírica, lo cual representa un desafío en cada país, ya que la pobreza es un fenómeno multidimensional complejo que va más allá de la capacidad económica de los individuos y familias, las cuales en países en vías de desarrollo están compuestas en su mayoría por niños y adolescentes (OMS, 2017).

      Por otra parte, la OMS (2018) reporta que los adolescentes representan una sexta parte de la población mundial y que entre el 10% y el 20% de la carga mundial de las enfermedades se ubica en adolescentes de 10 a 19 años, con una edad aproximada de inicio de 14 años, padecimientos que no se detectan ni se tratan. Entre los problemas de mayor magnitud y preocupación se encuentra el suicidio como la tercera causa de muerte en adolescentes de entre 15 y 19 años. Casi el 90% de los adolescentes del mundo viven en países de ingresos bajos o medianos, pero más del 90% de los suicidios de adolescentes se encuentran entre los adolescentes que viven en esos países. Estas son sólo algunas cifras que hacen que los niños y adolescentes se consideren un sector poblacional prioritario de salud mental, aunque sólo el 9% recibe tratamiento (Unicef, 2018).

      Mientras que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval, 2016) estima que en México los ­niños y adolescentes representan la franja más amplia de la población, la Unicef (2018) reporta que el grupo de 12 a 17 años constituye el 34%, el cual se considera la fuerza productiva futura inmediata de un país. No obstante, los perfiles en salud mental indican que alrededor del 40% de adolescentes presentan algún tipo problema emocional o de conducta. La Encuesta de Salud Mental de Adolescentes (Benjet, Borges, Medina-Mora, Méndez, et al., 2009) reveló que 51% cumplía con algún criterio para algún trastorno mental alguna vez en la vida, siendo los más frecuentes los trastornos de ansiedad. Excluyendo las fobias específicas y sociales, el 39% de los adolescentes presentaban un trastorno mental: 9% un trastorno grave; 20%, uno moderado; y 10%, leve. Uno de cada diez soportaba una carga social, como estar casado, tener un hijo o trabajar mientras estudiaba, y el 69% había vivido algún suceso traumático, desde la muerte repentina de un ser querido, un accidente de tránsito grave o un desastre natural, hasta la violación o el abuso sexual (Benjet, Borges, Medina-Mora, Zambrano, et al., 2009). Muchas de estas problemáticas se asocian a condiciones de pobreza. Si se toma en cuenta que más de la mitad de la población adolescente entre 12 y 17 años vive en situación de pobreza (53% en pobreza moderada y 8% en pobreza extrema), esta situación es preocupante, ya que con frecuencia los problemas emocionales y de conducta se asocian con adversidad económica (ae) y marginación, al tratarse de un macroestresor que afecta el desarrollo infantil y adolescente a través de la familia (Sheidow, Henry, Tolan y Strachan, 2014).

      En el marco de las ciencias del desarrollo (Southwick, Bonanno, Masten, Panter-Brick y Yehuda, 2014), el modelo ecológico-­transaccional con base en las premisas del desarrollo humano ­(Bonfenbrenner y Morris, 2006) representa un macro-modelo y un campo interdisciplinar lo suficientemente amplio e inclusivo para entender en especial el desarrollo infantil y adolescente en condiciones normativas y no normativas y adversas como la pobreza, enfatizando la prevención y la promoción de la salud, con base en la evidencia empírica (Masten y Monn, 2015). Este modelo propone que el desarrollo adolescente es el resultado de la interacción dinámica de diferentes factores de riesgo y protección en diferentes sistemas ecológicos que van de lo individual hasta lo macroestructural ­(Cicchetti, 2010; ­Masten, 2014). La pobreza es un factor macroestructural que implica un riesgo significativo para el desarrollo adolescente y se la considera un macroestresor que conlleva a un estrés crónico, que generalmente opera de manera acumulativa y en cascada asociándose con otros sucesos negativos y adversidades El vivir en un contexto de permanente pobreza aumenta la probabilidad de que los adolescentes presenten alteraciones en su desarrollo y conductas desadaptativas (­O’Dougherty, Masten y Narayan, 2013). La pobreza o bajo nivel socioeconómico representa ae, que implica una constante lucha entre las expectativas y las demandas no satisfechas, poniendo a prueba la capacidad de adaptación de los adolescentes y sus familias, en el día a día en ambientes familiares y sociales de riesgo. Estudios con familias pobres reportan patrones de crianza limitados o inadecuados, asociados con inicio de la paternidad a temprana edad (por ejemplo, adolescencia), baja escolaridad, y falta de oportunidades laborales, lo que conlleva a un riesgo acumulativo y/o multiplicativo (Rutter, 2013).

      Ciertamente, la pobreza es un factor de riesgo para el desarrollo de los adolescentes, sin embargo algunos adolescentes son capaces de mantener trayectorias de desarrollo y resultados positivos en términos de adaptación, lo que se denomina resiliencia (Masten, 2014; Odougherty et al., 2013) aunque también se utiliza el concepto de resistencia al estrés para describir el mantenimiento de una conducta adecuada en presencia de eventos estresantes frecuentemente asociados a contextos adversos (Traub y Boynton-Jarrett, 2017).

      Los estudios iniciales en los sesenta y setenta sobre esquizofrenia y pobreza con base en la “psicopatología del desarrollo” (O’Dougherty et al., 2013) mostró que hay niños y adolescentes quienes, a pesar de algunos factores de riesgo como la carga genética y de otras variables familiares desfavorables, presentan un desarrollo “normal o típico”, mientras que otros presentan alteraciones o trastornos psiquiátricos. Estudios en diferentes escenarios, dominios, y problemáticas, como maltrato infantil (Cicchetti, 2010), pobreza (Luthar y Latendresse, 2005) y adversidad en el contexto de la recuperación del trauma (Masten 2016) en condiciones extremas de estrés (Masten y Narayan, 2012) muestran que la adaptación depende de la combinación de factores de riesgo y de protección. Un factor de riesgo es una condición personal o contextual que aumenta la probabilidad de que se presente una alteración en el desarrollo adolescente, en tanto que un factor protector implica una condición personal o contextual que puede amortiguar el riesgo disminuyendo la probabilidad de que se presente un problema y aumentando la probabilidad de una adaptación positiva.

      De esta forma, la resiliencia es la capacidad de adaptación positiva o ajuste psicosocial en una situación de adversidad, ya sea matizada por la exposición a estresores crónicos de manera permanente o por experimentar una situación en la cual el riesgo es significativo ­(Masten, 2014). La resiliencia puede ser medida o identificada a través de comportamientos asociados a un perfil psicológico