El castillo de cristal I. Nina Rose

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Название El castillo de cristal I
Автор произведения Nina Rose
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789561709249



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      —Cuál exactamente.

      —Me iré.

      —¿Qué quieres decir con que te irás?

      —Que me voy, Rylee. Me voy de la ciudad. Ya no puedo quedarme aquí.

      —Ah. Nada de lo que diga te hará cambiar de opinión, ¿verdad?

      —No.

      —Te mataré si no regresas.

      —Lo sé —sonrió el muchacho.

      Para cuando Anwir se fue, sus sentimientos por ella habían cambiado y Rylee lo sabía. Ella ya no era una niñita y tampoco era tonta: notaba el cambio en las actitudes de su amigo, las inusuales atenciones, los halagos menos inocentes, incluso los celos. Pero ella ya había olvidado ese enamoramiento por él y le dolía no poder volver a sentir ese cariño especial. En su interior, tenía la sospecha de que Anwir se había ido en parte para alejarse de ella.

      —No es nada, Ánuk. Solo estoy cansada. Quiero llegar pronto a casa y darme un buen baño caliente.

      Rylee se acomodó en un tronco y con cuidado movió las aves para que se asaran parejo. El movimiento hizo que un pequeño colgante que llevaba al cuello se asomara por los pliegues de su camisa medio abierta.

      —¿Qué es eso? —Ánuk se acercó y olfateó el objeto.

      —Ah, esto. Estaba enganchado en el libro de magia que robé. Es lindo, ¿no?

      —Sí, lo es. Parece una especie de hoja, tal vez una ramita de inusual forma

      —olfateó—, no huele como plata ni como ningún metal valioso que haya olido antes. Me extraña que te lo hayas quedado.

      —Pensé que me lo merecía, por las molestias —sonrió con suficiencia—, después de todo el tipo me pidió el libro, no el separador de páginas del dueño anterior. Probablemente ni siquiera sabe que este objeto era parte del libro. Además —continuó—, no parecía ser de suficiente valor para venderlo y me gustó, así que decidí dejármelo. Si Ábbaro pregunta, lo compré en un puesto en el pueblo, aunque no creo que le dé más de una mirada teniendo en cuenta que es una baratija cualquiera.

      —Bueno —dijo estirándose la loba—, allá tú. Será mejor que te comas pronto esas aves. Tenemos un largo camino por delante.

      2

orn

      Villethund era una ciudad relativamente grande. Con una población que fluctuaba constantemente, era un centro de intercambio muy importante para las comunidades aledañas y los reinos más allá del Mar de las Tormentas. Su posición privilegiada, justo en el centro de tres importantes rutas comerciales, “los Tres Caminos”, la marcaba como una visita obligatoria no solo por los mercaderes, sino también por todos quienes buscan disfrutar de los placeres de buena calidad que la metrópoli le ofrecía a sus visitantes.

      Los bares y tabernas servían solo los mejores licores y alimentos; los burdeles exhibían a las mejores prostitutas. Las camas en cada posada eran suaves y cómodas y los puestos en las ferias y mercados ofrecían lo mejor de los Tres Caminos. Los jóvenes de pueblos pequeños llegaban a Villethund buscando aventuras que muchas veces hallaban, aunque más seguido se topaban con problemas por el exceso de euforia y cerveza que les embotaba el juicio.

      La casa de Ábbaro Stinge era una de las más llamativas de la ciudad. Las fiestas, el licor y las mujeres estaban a la orden del día; sus celebraciones de cumpleaños eran legendarias tanto en Villethund como en el exterior. Llegaban siempre los mercaderes más ricos, los aristócratas más estirados; todos querían besarle el trasero a Stinge a cambio de los beneficios que esto podría traerles en el futuro.

      Todos menos Rylee.

      Palpó la bolsita con el dinero que debía pagarle al maldito que le hacía la vida imposible. A pesar de todo su trabajo, era demasiado ligera, vacía en comparación a la cantidad de dinero que aún debía. Su padre había pedido un préstamo grande, tanto como para pagar sus deudas, mantener el nuevo terreno de cultivo y darle a Rylee una buena vida por un puñado de años. Sin embargo, luego del ataque, todo el esfuerzo se había ido a la basura. Obligada a pagar, comenzó a trabajar bajo las órdenes, y los deseos, de Stinge.

      Al principio, la habían puesto a ayudar en uno de sus burdeles, el más grande de los dos que poseía Ábbaro, donde eventualmente se quedó a vivir. En ese tiempo, era una niña pequeña y debilucha, medio torpe y bastante insegura, por lo que dejaba una estela de platos rotos y momentos incómodos por donde quiera que iba. Intentaba pasar desapercibida; ganaba su dinero, que no era mucho, e intentaba disfrutar los pocos momentos agradables y sus ratos libres en la antigua biblioteca, paseando con Ánuk o leyendo con Anwir, quien se había trasladado con ella y trabajaba en el mercado de Villethund como ayudante de herrero.

      Durante esos años, se había hecho amiga de una de las prostitutas, Ruby. Ruby era decente y agradable; la trataba bien y se había encariñado mucho con ella. Un día sufrió un contratiempo con un cliente; Rylee, a sus cortos quince años, la protegió con su poco conocimiento de defensa personal y su recientemente adquirida agilidad, luego de pasarse cuatro años intentando no botar las copas de cristal, de escabullirse de las palizas de su jefe y de aprender a pelear con los pillos de la ciudad. La joven estaba tan agradecida, que le pidió al administrador de ese entonces que le permitiese tener a Rylee como dama de compañía.

      Por ese entonces, había comenzado a darse cuenta que su deuda no bajaba demasiado. Frustrada, había comenzado a practicar robando cosas pequeñas en el burdel; se dio cuenta entonces que era bastante buena en el rubro y decidió probar suerte. De vez en cuando usaba sus nuevas habilidades en el centro o en el mercado; con su cara de inocente, nadie la culpaba de nada. Finalmente su talento comenzó a ser notado y Rylee se dio cuenta que podía sacar provecho. Robar era sencillo y ganaba más dinero.

      A pesar de esto, no podía usar el dinero que robaba para pagar su deuda. Ábbaro la había hecho firmar un contrato mágico —que los prestamistas usaban bastante y era uno de los pocos hechizos que los civiles podían utilizar— en el cual se estipulaba que todo dinero que entregase debía provenir de su propio trabajo, lo que le impedía no solo el uso de dinero robado, sino de cualquier tipo de caridad. Ella no se había quedado tranquila, sin embargo, y encontró la única laguna legal del pacto: en ningún lado decía que no podía obtener dinero de lo que robaba, por lo que si vendía lo que hurtaba o si recibía un pago por escabullirse, técnicamente estaba ganando su dinero en base a su trabajo. Aprovechándose de eso, inició su carrera delictual.

      Muchos comenzaron a llamarla la Chica Sombra; era ágil, silenciosa e imperceptible. Eventualmente comenzaron a solicitarla para robos mayores y se convirtió en algo similar a una mercenaria; al principio, Ábbaro se había opuesto a su nueva rama laboral, enojado además por haber sido burlado por la niña, pero terminó aceptándolo luego de darse cuenta de que la chica lo haría de igual forma, con o sin su permiso. Le puso algunas reglas (moverse dentro de los pueblos cercanos, no pasar demasiado tiempo fuera, reportarle con anticipación en caso de tomar algún trabajo) y la dejó ser.

      —¡Rylee! Mi preciosa y escurridiza niña, que alegría me da verte —le sonrió Ábbaro en cuanto la vio entrar a su oficina

      —Buenas tardes, señor. Vine a realizar un pago —respondió la muchacha, escueta.

      —Así veo, así veo. Ven, siéntate por favor.

      Rylee se sentó en el escritorio lleno de papeles y bolsas de dinero, frente a la enorme figura que era su interlocutor. Ábbaro era alto y fornido, todo músculo. Su largo cabello negro, atado con una cinta del mismo color, caía por su ancha espalda; su piel canela oscurecida por la sombra de una barba rala, sus ojos oscuros, inteligentes, fijos en ella y en la bolsa que tenía en las manos.

      Las mujeres morían por él. Había algo exótico y peligroso en ese hombre, algo medio salvaje que lo hacía una fuente de fantasías para las que lo contemplaran. Varias chicas de los burdeles se le habían ofrecido, pero no muchas podían