Duque. José Diez-Canseco

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Название Duque
Автор произведения José Diez-Canseco
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786124831850



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los cartelones de colorines: Harold Lloyd, Priscilla Dean, Mary Pickford, troupe de Mack Sennet. Vitrolas que desmayan tangos y valses. A veces el fox de moda:

      ¡Adolorido, adolorido,

      Adolorido el corazón!

      Son ya las seis. Las gentes se escapan de oficinas y hogares para exhibirse en la hora vesperal y anodina. Espeso hormigueo opaco. Ociosidad ambiente. Los mozos agrupados en las esquinas, en las puertas de los bares, gritan que no tienen qué hacer, qué gozar, qué querer. De vez en cuando, un piropo subido. Displicentes y descocadas, busconas mal vestidas. Muy serias, busconas bien vestidas. Dentro el Napier, cae un «adiós, niño» femenino, redondo y proxeneta. Avanza hasta la Plaza de Armas. El reloj de la Basílica da, con un son cansino, las seis y cuarto.

      Cinco minutos después le invitaban a lustrarse los zapatos, en los que, como en unos espejos, se reproducía la carota lívida del lustrabotas alcohólico.

      —God dam! ¡Qué vaina!

      En la puerta del Palais —art nouveau del 904, espejos, retratos de unos toros y de Sussoni, ejemplares de la Piedad de los Fuertes, cajas de chocolate con marinas imposibles— exhibían muchachos «bien» trajes deplorables.

      Coro entusiasta de bienvenida. Dos «¿cómo has dejado el Garrón?»; tres «¿desde cuándo en Lima?»; un «¿sigue en París la Torre Eiffel?». Presentaciones.

      Un mozo, hinchado con caspa y lamparones, aulló deteniendo el tránsito:

      —¡El gran Teddy! ¡Yo, don Pedro, cultor del amor macho —la ciudad lo sabe— te saluda! ¡Un cocktail­champagne! ¡Inmediatamente! ¡Acudan salvajes!

      Era Rigoletto. Genial y bueno, con todos los vicios y ningún defecto. Ancho, cordial, magnánimo, cobarde. Pueril poseur de actitudes absurdas, y hombre hasta en eso: en sus caídas.

      —Calma, hombre, calma... ¿Qué pasa?

      —¡Casi nada! ¡El advenimiento de un justo! ¡Bello y bien vestido! ¡El domingo Lalanda te brinda un toro: he tomado mis medidas!

      Té de las seis y media. De los violines de las valetudinarias se desborda un vals melancólico, húngaro y gastado, que anega la plataforma e inunda las anchas copas del cocktail rastá. Ir y venir de caderas agresivas que soportan, heroicas, duras arremetidas ópticas. Rigoletto se exalta. Cruzan saludos inalámbricos. Del subsuelo —cine Imperio— asciende, una vez que todos se beben el vals en sus copas, un fox de treinta soles mensuales. Rigoletto sigue berreando:

      —Teddy, te conozco desde hoy, y somos amigos desde hace veinte años. No uso monóculo, pero uso cocaína, que es lo mismo: una cochinada. Me consuelo con Lissette de las perradas de Pipo, ¿no lo conoces? ¡Un confite! ¡Dieciocho años sin anteojos! Puedo mandar medio Lima a San Lorenzo, pero ciertas debilidades… ¡Creo en Dios y en Johnny Walker! ¡Por lealtad con el Supremo Gobierno declaro que Vilcahuaura ha dado los mejores toros del mundo! ¡Comulgo en Cuaresma, me emborracho, y afirmo que Chocano es un justo! ¡Gano más que un ministro y fumo Romeo y Julieta! ¡Te aseguro que si no tuvieras los millones que tienes no habría cocktail ni derroche de este genio que admiras!

      Una risotada rodeó toda la mesa.

      —¡Un instante: el hijo del Amo me llama!

      Y se marchó curvado, con una mirada fatal que hizo sonreír a Pepe Camacho que estaba atorándose con un choux-à-la-crème.

      CAPÍTULO III

      Todos, a excepción de don Pedro, habían estado en París. Encontrados al azar en un cabaret, en un teatro, cuando confesaban avergonzados, a la compañera de una noche «je suis peruvien». Compañeros de lejanas orgías de cien francos, de exquisiteces del Armenonville, del Claridge’s. La charla se inició en plan evocativo. Anécdotas sin gracia contadas graciosamente. Líos y baraúndas —orgullo peruano— en los que saltaba contuso un argentino, un cubano, un portorriqueño. De pasada, recordaron el Louvre. Pepe Camacho, desde su importancia de gordo, preguntó sobre sus lentes de concha literaria:

      —¿Y qué hace el bueno de Larbaud?

      —¡Oh! ¡Quién conoce a Larbaud!

      Rigoletto de vuelta. Había desairado a Gales que se quedó tibio, pero no podía: esa noche todos comían con él en honor de Teddy, para iniciarle en la vida arrastrada de Lima. ¿Dónde? Pero ¿a quién se le ocurre preguntar dónde, habiendo en el Callao el templo de Aranguren? ¡En el salón Blanco, claro, hombre! ¡No, aquí nadie no puede! ¡O al Salón Blanco o a la Intendencia! ¡No hay caso!

      —Teddy, te llaman…

      Era Román que avisaba que el coche estaba listo. No, no iba a casa. Que se llevase el bastón y dijera que comía fuera.

      —Pero niño, hoy van el señor y la señora Saavedra…

      —Razón de más Román, razón de más. Lléveme el coche al paradero del Bolívar. ¿Vamos al Morris?

      —¡Cómo! —interrumpió Ráez— ¿Conoces el Morris?

      —¡Bah! Eso es internacional como Josefina Baker o León Trotzki.

      Ocho y media. Gentes acaloradas saliendo del Excelsior. Horrendos martes de moda que es el mejor curso de sociología limeña. Todos los autos de Lima ante la puerta del teatro, inflando las calles de humo de gasolina. Saludos, sonrisas. Discretas miradas indiscretas de las muchachas al grupo tarambana. Ojos empujados hacia dentro por una envidia lógica a los trajes ingleses. Comentario procaz.

      —Debe ser algún marica que ha llegado de Europa. Va bien vestido…

      —¡Cocktail de old-tom para todos!

      Lo trajeron junto con unas salchichas y una salsa picante. Bebieron, comieron y charlaron.

      —Y, ¿cómo es Paris? —interrogó displicente Rigoletto.

      —¡Bah! Casi lo mismo que Lima —respondió Teddy—. Las calles, algunas, más anchas. Más gente, más cabarets, más burdeles, más rameras, más vividores, más monumentos, el río más grande, la gente más sórdida: ¡París!

      Camacho protestó. Rigoletto le hizo callar, pidiendo, por cuenta del protestante, otra tanda de tragos.

      —Así es que, ¿lo mismo?

      —Lo mismo, ilustre don Pedro. Usted entra a un restaurante: dispepsia segura. Pide usted vino: siempre es falsificado. Busca usted una mujer.

      —¡No, querido! Yo buscaría un doncel…

      Todos rieron. De las mesas vecinas corearon las carcajadas.

      —¡Salud! ¡Salud!

      —¡Salud! —respondía Teddy, sonriente.

      Bebieron. Luego Crownchield ordenó otra ronda. Los mozos empezaron a charlar, dos a dos. Se iba haciendo un barullo insoportable. De fuera, llegaba el ruido de las «cocktaileras» batiendo mixturas.

      Fueron cuatro cocktails más. El ambiente hervía. Rigoletto gritó, con la corbata deshecha, un «todo pagado» fascista. Cantando, riendo, con la euforia de una borrachera ligera, partieron a ochenta hacia el Callao. Al llegar a Belén, papeleta por exceso de velocidad.

      —¡No le hace! Tengo en mi presupuesto una partida para multas. ¡Adelante!

       ¡La donna e mobile

      cual piumma al vento!

      cantó, desafinado y atroz, Pepe Camacho. El faro posterior del Napier estaba rojo, congestionado de risa.

      Cuando