Название | Duque |
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Автор произведения | José Diez-Canseco |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786124831850 |
Chartreuse.
Ascienden al hall.
¡Esta noche me emborracho bien
me mamo bien mamao
pa’ no pensar!
Música, qué dije, de lágrimas y mocos. Estridencia de gramófono zonzo con pañuelo en el pescuezo. Ritmo acanallado de barrio sin agua ni desagüe. Cursilería de compadrito con lloriqueos que siempre terminan sonándose. Sentimentalidad de bar Cristini.
—¿Quiere, Bati?
Se abandona con perversidad de cine. La mandíbula de Teddy se alarga agresiva. La abraza. Siente sus pechos, su vientre blando, sus muslos fríos y prietos como embutidos alemanes. La seda del traje de Bati se pliega sobre el busto que hace quejarse al sostén. Teddy aprieta más el brazo, y sudan agitados. Aprobación general.
—Muy bien, muy bien...
En el pantalón de Teddy, el bolsillo izquierdo se hace duro. Bati se esguinza, rápida y prudente, sin hacerse la desentendida. Repite con enojo agrado su insolencia incitante.
—¡Bah! Esto y eso acercan más que una amistad desde la infancia con «escondidos» y todo...
Sonrisa.
Astorga invita:
—Es tarde... ¿vamos?
¡Oh, las tres! Se despiden. ¿Hasta el viernes, Teddy? Hasta el viernes.
—Y ustedes no me falten, ¿ah? Hay crème de camarones.
—¡Oh, Grimanesa…!
Desfilan. Se acerca Petronio, Rosita, Teddy, Bati. En el asiento adicional, Jorge Ráez, Carlos y Petronio.
—¡Hasta el viernes! ¡Adiós!
—¡Adiós!
El carro acomoda su esfuerzo en tres tentativas de marcha. Se achican los gringos que pastan en el link de golf. Un palomilla mea contra un sauce. Sol espeso de siesta apacible que interrumpe el viento corriendo contra el auto. Silencio de haber comido bien.
—En la próxima esquina...
Teddy se despide brevemente. Carlos le suplica no olvide la cita de la señora Ladrón de Tejada. Rosita Ráez estrecha la mano de Teddy con un shake-hands tremendo. Teddy invita:
—Jorge, si quiere, búsqueme después de comida...
—Encantado hombre, encantado.
—Adiós…
—Hasta luego…
Larga mirada cernida por las pestañas densas. Mirada lustrosa, esmaltada. Teddy siente una sensación en el plexo, como si un ascensor le arrancase de pronto.
—Adiós, adiós...
—Adiós, Bati.
CAPÍTULO II
Duque ladró acogedor a cambio de un tironcito de orejas. Silencioso y de jebe, precedió a Teddy que llegó al escritorio donde doña Carmen escribía —letra pequeña, muy junta, con oes cerradas a la inversa y mayúsculas enormes— unas cuentas que no le salían bien.
—¿Qué hay, Teddy?
—Nothing, mami. En el Country no tienen noción de la salade chambord. Voy por...
—Oye, dos cartas. Esta tarjeta de Carlos Suárez Valle invitándote a toros. Este muestrario de telas...
—Bueno, señora, voy por citrato y luego a dormir largo. Que me tengan el baño a las cinco. Luego veré eso.
Beso sonoro, y Teddy comienza a desnudarse desde el hall; luego por la escalerilla de seis escalones, muestra por la camisa abierta su pecho sin vellos.
—¡Niño!
Arroja sobre la cama guantes y sombrero: ingiere la pócima, y se tiende, desnudo y claro, sobre los almohadones de seda del diván que le acarician con un susurro blando. Prende un cigarrillo, y comienza a fumar y pensar, operaciones idénticas que consisten en arrojar nubecillas de humo.
Beatriz. ¿Qué era? Una muchacha bien de una sociedad específicamente cursi. Tibia y fresca como un tazón lleno de leche. Dulzura y malicia criollas dentro de un cuerpo gringo mate que el sport ha hecho más fuerte, más esbelto, más gentil. Durante el almuerzo había charlado con ingenio y gracia, cosa tan difícil de hallar ahora. En sus ojos claros había una llamita pálida que se agrandaba y empequeñecía denotando alzas y bajas de su temperamento, como en un mercado de valores. Lengüecilla filuda y de un rojo subido que certificaba la marcha normal de su estómago. Aquellos lejanos días de «San Pedro» habían dejado, en su boca carnosa, rezagos de un querer con «candideces». Bailando con ella, había sentido la crispatura de su mano cuando sus muslos rozaban, bajo el claro vestido verde, con los muslos de Bati que piafaba con urgencias chúcaras de potranca. Supo —la sociedad es más rápida que la Associated Press— de unos flirts furiosos en los que Bati había desarrollado una táctica marina de oleaje y resaca. Eran veintidós años estremecidos, gritones, tropicales. A los quince —esto no lo sabía Teddy— sintió malestares que la obligaron a excusarse: «estoy constipada»…
—¡Guapa chica!
Guapa chica, de veras. Había de tratarla, obstinado y cotidiano, por ver hasta dónde le dejaba llegar. No precisaba con ella audacias ni astucias. Suavemente —ya lo había iniciado con la rodilla— iría ahondando en su temperamento, pero sin posturas de galán. Dos camaradas, dos amigos. El buen muchacho entretenido con el que se juega tenis y se toma el gin con gin matinal. ¿Para qué más? Ya había olvidado, y para siempre, las torpes actitudes de las pasiones eternas. Este sería un flirt complicado y efímero, y por eso lleno de sorpresa; del encanto de las sorpresas que no son esperadas, como no sucede en otros terrenos en los que se jura, «hasta la muerte», sabiéndose de antemano que media siempre un tercero en discordia.
La ceniza del cigarro le cayó sobre el pecho, despertándole de sus vagares. Largó el pucho, y se durmió apacible diciéndose «hasta el viernes».
***
—Toribio, sáqueme el traje azul. ¡Sí hombre, el azul!
—Es que…
—¡El azul le he dicho, hombre, el azul!
—Yo no me llamo Toribio...
—¡Ah! ¿No? ¿Y cómo se llama?
—Paulino.
—Pues desde hoy en adelante se llamará usted Toribio. ¡El azul! Y dígale a Román que aliste el coche: voy al centro.
—Está bien, niño.
Por las ventanas, planos y fríos, entraban unos rayitos de amarillo sol, bostezante. Crepúsculo cursi de tarjeta postal. Martínez Sierra habría dicho que una brisa perfumada mecía las glosianas. Yo también lo digo, pero en el jardín de Teddy no había glosianas. El Napier no arrancaba bien. Estaba frío y estornudaba a veces. Cogió una malaca —recuerdo de Jules Dupré— y calzándose los guantes, bajó hasta el coche en que esperaba Román, as indiscutido e indiscutible de chauffeurs alcahuetes.
—Al Palais.
En el cruce del Paseo Colón le detuvieron un rato. Cruzaron bocinazos y gentes precipitadas. Al fondo, Bolognesi, en su actitud de borracho, resaltaba sobre el crepúsculo blando. El paseo se encontraba desierto de gentes. Nadie paseaba por allí todavía, sin saber que conduce siempre al heroísmo del coronel bruto y bizarro.
Jirón de la Unión. Plaza Zela con ciertas reminiscencias europeas. Sobre la derecha, San Martín contempla, a las patas