Duque. José Diez-Canseco

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Название Duque
Автор произведения José Diez-Canseco
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786124831850



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antes. Comedor inglés: profusión de cristales y plata (para diario tenían un servicio de loza comprado a Ferrand), manteles bordados, porcelanas, flores, frutas y mucha luz, siempre más nutritiva que un chateaubriand o un mixed-grill. ¡Ah! Me olvidaba: borgoñas falsificados.

      No sé qué era más femenino: si el dormitorio-boudoir de Teddy o el de Doña Carmen. En ambos había exceso de encajes, vasos de noche de plata, lamparillas eléctricas de color rosa en las mesas de noche, almohadones, veladores de toilette llenos de escobillas, polvos, cremas, leche Innoxa, Tabac Blond, Cuir de Russie, anillos, pulseras, relojes con cupidos, manicura. Doña Carmen le llevaba ventaja a Teddy, en que este no usaba aretes ni toallas higiénicas.

      W.C. estupendo.

      Siete sirvientes cuyos nombres lamento no recordar. Antonio Tong, virtuoso de la cacerola. Apreciado por Teddy, que tenía el total convencimiento de que de un vientre venimos y en un vientre terminamos.

      ***

      Un bocinazo rompió todos los vidrios. Teddy encendió un cigarro y, tarareando Rose Marie, fue al encuentro de Carlos Astorga Rey, gerente de una compañía petrolera. Capital subscrito: catorce millones; erogado: siete y medio. Cuarenta y cuatro años. Sedimentos europeos. Auténticas aberraciones atribuidas por la maledicencia. Chauffeur bellísimo. Packard Eight. Anillo con escudo de armas de su invención. Pulcro, galante, correcto, exacto. Vaga mirada de ojos incoloros que a veces se hacía dura y recta como chorros de esperma.

      Decíase de Astorga que era padre de Beatriz Astorga. Imputación calumniosa, porque a pesar de que Bati era hija de la señora Astorga, era igualmente hija de Lucien Durant, rubio aventurero francés, sabio del baccarat, fotógrafo que murió en un lance de honor por cuestión de trampa.

      Melena de dieciocho quilates. Boca carnosa y procaz de dientes unánimes. En «San Pedro» tajaba los lápices con los dientes. El resto, formidable. Lectora de Maryan y de Répide. Ondulado permanente. Tenía un método de besos, y se dejaba acariciar lo indispensable para perder la virginidad sin derramamiento de sangre.

      —Chico, muy smart...

      —¿Te parece? Curtiss tiene más genio que Lloyd George.

      —Fijo, Teddy; jamás se le ha dado un voto de censura.

      —¿Fumas?

      —Acabo de largar el pucho. Vamos, Petronio…

      —¡Cómo!

      —No, es Juan Bautista, pero yo lo he cambiado por Petronio. Me parece...

      —…que debieras decirle Narciso. Es bello.

      —Bella...

      —¡Oh, shocking!

      —¿Te escandalizas? Es lo único que le faltaba a tu cachet de posguerra. De todos modos, es preferible la franqueza.

      —No, hombre. Cuando alguien comienza a hablarme, diciéndome «con franqueza, Teddy», o me va a pedir plata o a contar una grosería. ¿De quién es esta casa?

      —Del doctor Ladrón de Tejada. Algunos dicen que no es de Tejada, sino de la Testamentaría de Zegarra, ¿quién va a saber?

      —¿Lo repruebas?

      —No… Todo es cuestión de tiempo. Quien en veinte años, quien en una hora. El ladrón no es sino un financista sin paciencia.

      —¡Ja, ja! ¿Y si te roban a ti?

      —El que a hierro mata…

      Todas las cosas en veloz huida hacia Lima: casa y árboles. La colilla del cigarro de Teddy siguió, dos segundos, los noventa kilómetros del Packard. La mañana partida en dos, como una sandía, por el auto. De pronto, sin avisar a nadie, Petronio enderezó al Country. La avenida, rápida y airosa, se enrolló al cuello de Teddy como una bufanda.

      —Confusamente recuerdo carros de mulas, alumbrado de gas, calles empedradas. Esto ha progresado, ¿no es cierto, Carlos?

      —Notablemente. Y el progreso nos sirve ahora para constatar que alguna vez fuimos bestias.

      —¡Uy, qué frases! Lo del ladrón, lo del progreso... vas a tener que darme un reconstituyente.

      Los frenos se quejaron. Cuartel de artillería convertido en Country Club. Postrer esfuerzo de la sociedad elegante por hacer su último baluarte. Imposible: el ministro de Fomento concurre a veces. Un groom caqui abrió la portezuela. Enormes girasoles listados —rojo y verde, azul y amarillo, blanco y celeste— servían de sombrillas. Academia de idiomas en la que todos repetían, a un mismo tiempo, distinta lección. Sol de chicha de jora y ají. Inmenso panorama de piernas procaces. La gente ha venido a jugar golf para tomar cocktails. Autos en anfiteatro presenciando con los faros absortos el barullo multánime. Boys discutiendo propinas. Los mozos, telegramas blancos, cruzan raudos con bandejas floridas de copas. Risas de rondín palomilla. Sweaters, como polícromos lomos de insectos. Alegría de whisky and soda.

      Carlos presentó:

      —Teddy Crownchield

      —Señora Grimanesa de Ladrón de Tejada

      —Señora Zoilá del Campo

      —Rosita Ráez

      —Jorge Ráez

      —Señor José María del Campo

      —Señora Lucila de Matos Silva

      —Leonor Matos Silva

      Mme. Ladrón de Tejada lucía, a más de una adiposidad blanda, una nariz prócer y una inocencia de colegiala. Tenía, cotorrona y coloreada, traza de guacamayo que aprendiera a hablar en Francia. Zoila del Campo, seca y apergaminada, lucía dos ojazos negros, últimos restos en esta ruina de belleza que usufructuaron todos los ministros de Estado en el tiempo en que fue joven. Su marido, don José María, siempre regañón y fosco, no sabía agradecer la posición en que, exclusivamente por ella, se veía ahora: presidente de un directorio de un banco y de una compañía de algo raro. Rosita Ráez, todavía con dejos de un Puno primitivo y lejano. Su hermano Jorge, procurando disimular la furiosa soltería de ella tratándola con diminutivos. En los dos, el mismo olor agraz de sierra que Coty no lograba disimular. Lucila de Matos Silva, señorial y discreta, atrayéndose a todos los improvisados que podían invitarla a tal cena o cual almuerzo, que le ahorrasen gasto de cocinera. Leonorcita, linda y morena, con una fría mirada de financista, a caza de un marido, sea cual fuere, pero rico.

      Trajes de golf. Guantes abrochados por el dorso. Impertinentes, cigarrillos, gin-fizz general. Charla efímera con reglas de bridge. Dos invitaciones a tomar el té. Un almuerzo que no puede ser jueves seis, porque es Pascua de Reyes y la tradición manda dar regalos a los huerfanitos. La señora del Campo ordena otro cocktail. Teddy tiene el honor de aceptar la comida para el viernes. Almuerzo, imposible: se levanta a la una. Todos sonríen de escándalo. No tiene quién le eche de la cama a una hora razonable. El señor del Campo palidece de envidia. Jorge Ráez, pidiendo disculpas, suplica a Teddy que, si lo tiene a bien y «si el señor Crownchield no hace de ello un secreto», le diga quién es el genio que le viste.

      —¡Oh, querido Jorge!

      La señora de Tejada (suprimamos al Ladrón) apuntó, asustándose sin motivo, que era la una y media.

      —¿Vamos al Grill?

      Grill-room. Taberna del siglo XVII. Sorprende no encontrar allí a Shakespeare ante un jarro de cerveza y unas salchichas de Oxford. Por una coincidencia completamente cinematográfica, Teddy se encontró sentado junto a Beatriz. Ella le observa al sesgo, encontrándole airoso y frágil. En la mirada de Bati hay un destello de sugerencias sospechosas. Anécdotas de viaje. Negras rezumantes y lustrosas de Jamaica.

      Delfines domésticos sobre las olas pandas. Dioses de ébano que saltan entre tiburones por un penny. Rugby, sport favorito. Admiración general: juego tan burdo, tan tosco, tan...

      —¿Qué quiere Bati? Así soy; un poco rudo y un poco frágil. Mis sesenta kilos me permiten cierta dualidad amena. Bebo poco. A veces me emborracho totalmente. Creo