Название | Envolturas |
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Автор произведения | Mario Martín Fernández |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788419198280 |
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La madre de Venancia tejía al lado del umbral, sentada en un poyo de granito que sobresalía a propósito de la sólida pared de la casa, para acomodo de las posaderas y para la contemplación reposada del telón de los montes de enfrente, detrás del cual se representaban otras comedias; aquellas que había imaginado muchas veces Venancia, en cientos de crepúsculos de su fugaz juventud. Un telón que nunca se abrió para ella, pues se quedó atrapada entre bastidores, con el guion ya olvidado, en este pequeño mundo…que la apretaba.
Ya hacía un buen rato que estaban allí parados, enfrente de ella, exactamente doscientas tres punzadas de ganchillo, cuando por fin Venancia se decidió a hablar a su madre, con un hilillo de voz que gorgoteó en su boca encharcada de lágrimas.
—“Hola madre”.
La mujer interrumpió su milimétrico y rutinario movimiento de agujas, levantó la cabeza, que brotaba mustia de un cascarón renegrido, y miró con ojos deslucidos a un mundo inexistente. Se murió el tiempo un minuto y por fin reposó su mirada vacía sobre los ojos llenos de moscas del burro, que no entendía tanto protagonismo y por qué, ya de paso, nadie le espantaba esos molestos bichos. El asno pestañeó pero las moscas apenas se movieron.
“-Es para mi hija la del praticante“- dijo con un hilillo de voz la madre de Venancia, agachando de nuevo la cabeza y metiéndola casi entera dentro de su enjuto cuerpo enlutado. Siguió enseguida, teje que te teje, con la colcha de lana que caía hasta el suelo y se perdía bajo el umbral de la puerta; cruzaba luego la mortecina oscuridad de la sala grande y continuaba por el pasillo, se metía en el dormitorio de las niñas y allí se amontonaba echa un gurruño casi hasta el techo.
Venancia se inclinó sobre su madre llorando con los ojos secos y le dio un beso húmedo en la frente.
—“Es para mi hija la del praticante”- dijo su madre, pero ya nadie la escuchaba, pues hacía rato que los endomingados habían traspuesto por el recodo del camino.
La vereda aun guardaba la memoria de las huellas de ida, sobre todo las pisadas del burro, que en las zonas barrizas habían formado herraduras de agua. Ahora, ya de vuelta, la que dejaba una profunda huella en el barro era la pierna tullida de Venancia, que se arrastraba como si llevara una carga pesada e invisible sobre sus hombros. Otra. Leandro temió que en un mal paso se le tragara la tierra, así es que la animó a que se montara en el burro. Este se derrengó por un momento cuando Venancia dejó caer su peso muerto sobre el viejo animal que, tras un pataleo indeciso y un pedo enorme, se enderezó y comenzó a andar resignado.
Un poco después, la vereda serpenteaba entre bancales. En uno de ellos, allí abajo, vieron al padre de Venancia, vinando un tablero de cepas con una azada de la teja, la cual pudiera ser el cordón umbilical que le uniera con la tierra. Venancia lo sintió así y creyó ver como la piel de su padre, embarrada de sudor y polvo, se endurecía con el sol de la tarde y se confundía con el terruño pretérito. Y allí lo dejaron, con el perdón de Venancia y convertido en un fósil inofensivo sepultado para siempre en la tierra que le dio el sustento, el pan amargo.
Los quesos olvidados sudaban suero, exhalando unos vahos densos que olían a leche podrida y que se enroscaban en el aire suave que acariciaba sus espaldas.
—“Venía oliendo el queso desde el paso del rio”-. Dijo de pronto el Hacendado, surgiendo majestuoso de la vuelta del camino. Montaba un caballo árabe que brillaba como si le hubieran embadurnado con betún negro.
Don Rodrigo y Venancia se miraron en silencio. Los dos se apearon a la vez de sus monturas y se encontraron a medio camino, lejos de los oídos de Leandro, y también de su mirada, pues el muchacho no podía apartar los ojos del caballo, el animal más hermoso que había visto nunca. Solo cuando el burro bufó intentando decir algo que nadie entendió, Leandro se fijó en los que hablaban quedamente, el uno enfrente de la otra. Si no fuera por las vestimentas se diría que se miraban en un espejo.
Leandro se encontró de pronto con la mirada penetrante y escudriñadora del hacendado, mientras Venancia miraba a su sobrino de reojo.
“Como dos gotas de agua”, quizás pensó Leandro. Ella más mineral. El más oxigenado.
—“¡Tráete la cesta con los quesos”-.Le ordenó de repente a su sobrino.
Leandro le entregó los quesos a Don Rodrigo y este le dio unos generosos dineros a Venancia que, sin decir “adiós”, enfiló camino adelante intentando disimular su cojera. Su sobrino volvió a por el burro para seguirla y cuando pasó al lado del hacendado, que le miraba con curiosidad, sus ojos se reflejaron en los del caballo y sintió un escalofrío, como si hubiera visto lo invisible.
Venancia caminaba delante con la cabeza gacha, empujando su cuerpo con la energía que da los pensamientos impetuosos. Leandro la seguía tirando del ramal, casi sin sentir las ampollas reventadas de los pies, pues sus pensamientos eran terapéuticos, sumergidos como estaban en el ojo del árabe.
Cruzando el paso de la chorrera Venancia, montada de nuevo en el burro, estiró el cuello y leyó mensajes en el cielo aparentemente despejado. Los pelillos del bigote se le erizaron de pronto y en su cara se fue dibujando una expresión desconocida. Su semblante se contrajo buscando acomodo en ese gesto novedoso, trazando pliegues inéditos que crujían al definirse: estaba preocupada por Servando.
—“¡Arre!”-. Le ordenó al asno dándole un manotazo en el lomo.- “¡Deprisa”!-.Le dijo luego a Leandro, que ya corría tras los pedos del burro, el cual se desinflaba con un valeroso esfuerzo.
Hasta que no llegaron a la orilla del prado no oyeron con claridad los aullidos de Perro Malo, que se desgañitaba en la puerta del cobertizo, con el cuerpo erizado, estirado hasta los límites de la rotura de tendones; la cabeza levantada buscando los vientos más favorables para su llamada de socorro. Parecía primitivo, salvaje y peligroso, pero también asustado. Venancia se apeó del burro y este se fue ligero al abrevadero donde recuperó un poco de autoestima. Leandro entró en el establo detrás de su tía acompañado del perro, que ya se había destensado y solo jadeaba agotado.
En la atmósfera densa de la cuadra se escurrían hilillos de sol por rendijas de podredumbre, dibujando cortinas de luz y, flotando en ellas, partículas de polvo de heno, telarañas, escamas de pieles, migajas de exoesqueletos, alas rotas de insectos, y un lamento profundo que oxidaba los clavos de las vigas de la techumbre, y los de la escalera del pajar por los que ascendía Venáncia. Cuando llegó arriba se inclinó sobre la paja metastásica, donde se retorcía Servando agarrándose la tripa con las manos inútiles, buscando el dolor que ya se desprendía por su ano en borbotones de sangre negra.
Venancia lo cogió con cuidado, como si fuera un bebé. Solo cuando pasaron delante de Leandro este pudo percibir el gemido esquelético y angustioso que brotaba de las entrañas de Servando, agotadas de tumores.
“-Quema el heno en el bancal baldío…todo…que no coma nada el burro…y ponte guantes.”- Le dijo la tía al sobrino con un hilillo de voz. Servando la abrazaba por el cuello con la cabeza acurrucada entre sus pechos.
Al poco, la paja ya chasqueaba liberada y el humo, plomizo y enfermo, se arrastraba por la tierra desolada y luego subía calmoso al cielo insondable, donde se mezclaba con las nubes sanguíneas del último crepúsculo.
Desde el tablero, Leandro miraba de vez en cuando hacia la casa. Tras los cristales de la ventana del dormitorio del matrimonio, Venancia iba y venía con un candil en la mano, cuya luz amarillenta a duras penas lograba deshacer más de paso y medio la oscuridad que se apretujaba casi impenetrable en la noche más negra.
Ya en su colchón de paja, Leandro inició su ritual onanístico, que consistía básicamente en fantasear con la ninfa del río; pero no había lugar para la imaginación en esa atmósfera tan irreal: los cerdos, las ovejas y el burro parecía que habían hecho una visita al taxidermista; en los escondrijos los ratones se hacían un ovillo de silenciosos pelos temblorosos, y las maderas del cobertizo no crujían como cada noche