Envolturas. Mario Martín Fernández

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Название Envolturas
Автор произведения Mario Martín Fernández
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788419198280



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gorgorito….Ellos, que contaminaban nuestro aire con su pestilencia, se tapaban la boca y la nariz con las manos como si allí hubiera virus transmisores de la soledad y el abandono.

      Alcahuetes de otro mundo eran también los ventanucos que había en una de las paredes, mirándonos desde fuera con cristales de una cuarta y legañas de polvo remoto, donde repicaba la lluvia de Abril mil veces y aires destemplados hacían tiritar los cansados vidrios con ráfagas de cuentos de miedo, y por donde algún rayo de sol se filtraba mortecino, dibujando deslucidos arcoíris en los pises del suelo. Hacia esos ventanucos alzaba yo a mis camaradas, a la caza de vitamina D, escasa en nuestro organismo, pues nadie salía nunca de allí a no ser que fuera señalado por el dedo del padrinazgo. A los elegidos les veía marchar sin más emoción que la que pueda sentir un poyo de granito, asiento de culos anónimos, dejándome tan solo efímeros olores de su casual presencia. Ni una lágrima temblorosa en la despedida, ni una mirada de agradecimiento. Así debía ser y así era. Los que no eran seleccionados por la ventura y se les ponía el culo demasiado gordo para tan pequeño asiento, eran trasladados a otro edificio donde mohínos mancebos se atusaban los incipientes bigotes, anuncio de un futuro borroso, y que se vislumbraba ya sombrío para otros zagales de pelo en pecho. Yo con el tiempo anduve a la zaga de los bigotones, aunque no tenía ni un pelo en la cara. La centinela de la pubertad y del mínimo esfuerzo valoró con gran acierto el que yo me quedara donde estaba.

      En fin, así realizaba yo mis labores, con eficacia y aplicación, sin que se manifestara en mi conciencia ningún apego, de modo que mi espíritu no se perturbaba ante cualquier lamentable suceso. Como el que acaeció a un niñito que había nacido, creo yo, con el don del equilibrio entre cuerpo y alma. Ejercitaba esa virtud con oscilaciones adelante y atrás de cintura para arriba y siempre sentado en el camastro, del que no se había bajado nunca. El vaivén era suave y armonioso, solo al alcance de mentes en expansión, más allá de las limitaciones que los científicos exponen en conferencias con láminas a todo color de nuestro laberíntico cerebro. Un mediodía, mientras le daba de comer unas puches verdes (plato estrella del menú), cesó de pronto en su balanceo emitiendo un gemido burbujeante, mientras su cuerpo convulsionaba y su cara se ponía del color de la comida. Finalmente un silbido sordo salió de su boca retorcida y cayó muerto hacia atrás. Nuestra abnegada cuidadora se puso contenta al recuperar, de la garganta del pequeño místico, el anillo que había perdido la cocinera el día anterior.

      Y así fueron pasando los días, agrupándose cada vez más deprisa en años. Es el tiempo, que parece que está quieto de lo deprisa que anda, animado por la perspectiva que conceden los días mellizos y llanos. Pues andaba yo por esas latitudes, una noche cualquiera, soñando que se me abría una puerta de par en par, por la que entraba una luz tan limpia y repleta de anuncios de amplitud y diversidad que se me envenenó el despertar. Mi tranquilo discurrir se atenazó con la sospecha de que algún día tuviera que salir de aquella habitación, en cuya medida me sentía como un pez en una pecera: libre de libertad.

      La pesadilla se hizo realidad aquella misma tarde, cuando nuestra emprendedora veladora me invitó a salir al patio, porque según ella me lo merecía. Yo no sabía lo que era un “patio”, pero sí que estaba más allá de la puerta y eso ya le quitaba mucho atractivo. Ella intentó animarme diciéndome que fuera me esperaba alguien, y eso hizo que ni siquiera sintiera curiosidad. Ante mi aturullada negativa la pobre mujer no tuvo más remedio que cogerme amablemente del brazo y arrastrarme por el suelo al que yo intentaba agarrarme con uñas y dientes. Un paleto se me quedó acuñando una baldosa. Al trasponer el umbral me deslumbró un claror que creí celestial, pero enseguida sentí la tierra dura y desamparada, hastiada de pasos que no iban a ninguna parte, metiéndose entre mis uñas. Me quedé tumbado boca abajo, resoplando babas de impotencia. Mi guía espiritual se marchó y me dejó a la intemperie. Levanté tímidamente la cabeza y eché un vistazo somero. Una figura turbia avanzaba hacia mí entre volutas de polvo; tras ella, unos altos muros de hormigón oxidado apenas dejaban imaginar otra existencia. Entonces lo reconocí: era mi hermano, el tuerto. Se quedó parado delante de mí echando humo por las narices. Me animó a incorporarme. Primero con palabras de aliento:

      “¡O te levantas o te reviento!”

      Y luego pasando de las palabras a los hechos. Lo que más me dolió no fue la patada en el estómago, ni siquiera la patada en la cara, sino que se alejara de mí sin cumplir su palabra. Le hice saber de mi descontento lanzándole un escupitajo a la nuca, un batiburrillo de saliva, tierra y sangre. Le vi darse la vuelta envuelto en un ciclón de furia. Su único ojo brillaba como cruzado por un rayo; en la cuenca donde tuviera el otro palpitaban pellejos colgantes. Empezó a cumplir su palabra. Quizás porque hubiera sido un trofeo ganado sin esfuerzo, más parecido a una donación, la muerte se fue otra vez de vacío, pues la entrometida cuidadora hizo volar por los aires, contaminados con olor a sangre y silbidos de tendones descompuestos, a mi hermano, que se fue a dar de bruces contra el muro; luego se arrastró hasta el barracón de los de pelo en pecho, farfullando maldiciones entrecortadas por toses de dolor.

      Mi protectora improcedente recogió el escombro de mi cuerpo con sus manazas, con la misma delicadeza que una pala excavadora. Mi organismo crujió con un acorde desafinado de huesos rotos al caer desordenado en el camastro, no más confortable que una lancha de granito, con enormes chichones apelmazados de pises y sudores añejos.

      En mi convalecencia estuve bastante quejica y no supe estar a la altura de las circunstancias. Mis tremendos dolores y mi centrifugada fiebre no eran excusa para mi desánimo y mi mal humor. No le regalé ni media sonrisa a mi enfermera, mi polivalente cuidadora, que no sé cómo se las arreglaba para dedicarme un par de minutos al día, como si no tuviera otra cosa que hacer. Con mis compañeros tampoco fui muy amable, pues cuando empezaron a hurgar en mis heridas y a arrancarme las costras para comérselas, no se me ocurrió otra cosa que, henchido del egoísmo de los Dioses, pedirles, con un susurro suplicante, que pararan. El veneno de mi voz. El come-come de las seseras.

      Hasta los que no sabían ni siquiera gatear se las apañaron para apretujarse junto a los demás en el rincón más alejado de mí, y desde allí me regalaron un espectacular llanto de orfeón, tan sobrecogedor que la cuidadora, sin haber puesto los dos pies dentro del auditorio, se fue espantada en busca de ayuda.

      Los últimos días de mi reinado los pasé exiliado en un cuartucho donde no cabían más que mi camastro y un cubo de latón que no sabía para lo que era. No sé cuánto tiempo estuve convaleciente. Teniendo en cuenta que la enfermera, la cuidadora heterogénea, vino a verme de refilón veintitrés veces, podrían ser veintitrés días. Aunque yo creo que esta cadencia a veces se alargaba o es que a mí se me hacía eterna, desorientado por mi malestar. En cualquier caso, aprendí a convivir con mi sufrimiento en un estado de silencio y quietud tal, que muchas veces la cuidadora me dio por felizmente muerto. Un día, por fin, pude levantarme del lodazal en el que se había convertido mi cama y darle uso al cubo de latón: me alegró el hacer mis evacuaciones lejos de mi cuerpo. Aunque me dolía bastante el pecho, ya que la última patada que me dio mi hermano estuvo muy acertada y puede que me rompiera alguna costilla, en general estaba bastante aceptable: era hora de recuperar mi reino.

      No era un cetro lo que empuñaba la cuidadora en su manaza, sino una enorme jeringuilla que me clavó en el brazo sin mediar palabra y sin subirme la manga.

      Cuando recobré el sentido, mi pecho aplastado se llenó de aire suelto, de olores desconocidos que me distrajeron del dolor. Un suelo de tierra y piedras se zarandeaba bajo mis ojos recién abiertos. Sentí náuseas, y conocí a Perro Malo.”

      ***

      Leandro se despertó salivando jugos que no procedían de sus glándulas. El burro le lamía la cara, mostrando especial predilección por su boca entreabierta y por sus labios aun sabrosamente costrosos. Se incorporó sintiendo un agudo dolor en el pecho. Estaba tumbado sobre un saco de esparto relleno de paja, compartiendo alcoba con el burro que le miraba relamiéndose el hocico. Un poco más allá gruñían dos cerdos tras un cerramiento de mugrientos palos. A su lado, una escalera de madera de castaño con siete escalones ascendía, casi vertical, a un pajar, bajo el cual, un rebaño de una docena de ovejas se apretujaban en silencio tras un cercado de palos y hojalatas oxidadas atados con cuerdas. Leandro se limpió los lametones con el envés de una mano