Название | Envolturas |
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Автор произведения | Mario Martín Fernández |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788419198280 |
Venancia miraba ahora a su marido a los ojos. Lo hacía con compasión. Servando agachaba a ras de suelo la mirada y se le llenaban los ojos de hormigas, que acarreaban en sus mandíbulas cobardía y culpa, malas consejeras de la rabia, pudriéndose esta sin salida en sus asaduras.
Venancia, en contra de su costumbre, decía ahora “adiós” con la mano, y quizás alguna palabra de aliento con su boca agostada y fugazmente rebrotada por el riego del orujo, viendo alejarse a Servando y al burro por el camino de la barranquera, en dirección al pueblo que la vio nacer y al que nunca había regresado desde su casamiento. Las gentes del pueblo, las que antes le miraban con recelo y antipatía, viendo a Servando tan cambiado y que no parecía a resultas de un extraño clima pasajero, le trataban ahora con un rencor afectuoso. Y ya viendo que el hombre no levantaba cabeza, pasaron pronto a la burla y al engaño y, mientras que con una mano le daban palmaditas en su lomo encorvado, con la otra le robaban algún queso o alguna cesta de mimbre de las que acarreaba en el burro para vender en el mercadillo.
“-Traes el serón vacío y la fratiquera poco llena. Se te habrá descosío. Anda que te la zurza, no vayas perdiendo los cuartos…- Le decía Venáncia, y Servando se la daba refunfuñando para dentro, llenando de toxinas cancerígenas sus entrañas. Venancia se lo decía con una voz y una pose de una humanidad invulnerable, en perfecta armonía con sus ojos siempre tristes, de un dolor inagotable, que formaba parte de su médula, y sin el cual se derrumbaría.
Leandro veía con indiferencia los cambios de aires, inconsciente de lo mucho que él había tenido que ver en ello, pero sí acogió con mucho agrado ese flujo ardiente que le embriaga el raciocinio a la altura de la bragueta. Cuando iba con las ovejas le gustaba aliviarse en el regajo de la chorrera, donde la viera aquel día. Espiaba la otra orilla del rio, imaginándola descalza sobre la hierba amarilla, atorando laberintos de topo que maldecían a la evolución natural por no poder contemplar tan fascinante belleza. Las fosas nasales de Leandro se abrían más allá de su perímetro respirando como un potro tras un galope sobrado; aspiraba incluso el canto de los grillos y los zumbidos de las avispas. Por fin, resoplaba y jadeaba hacía dentro, como él sabía hacerlo. Perro malo, perceptor de altas frecuencias, aullaba lobuno.
“-Mete las ovejas en el redil y apareja el burro”- le dijo Venancia a Leandro cuando este volvía del pastoreo. Su tía llevaba un vestido asalmonado con florecillas blancas. Le caía recto en el talle por la falta de cintura y las mangas se encogían hacia arriba obligadas por la corpulencia de sus hombros. Se había maquillado con tanta ilusión como torpeza, haciendo destacar aún más aquello que quería disimular. En los brochazos de sus mejillas, en el rímel disperso de sus ojos y en el carmín alborotado de sus labios, se adivinaba la melancolía. Sin embargo, en el pelo suelto y limpio, gozoso de verse liberado de un moño de diez años (¿Tanto tiempo hacía que se había casado?), se le figuraba a uno un anhelo de libertad.
“-Y prepara una cesta con un par de quesos…y cuando hayas acabao te vienes a casa que te voy a aviar”- Le apremió a su sobrino, con una sonrisa que parecía precedida de un puñetazo.
Al rato, ya andaba Leandro tirando del ramal y Venancia montada en el borrico por el camino de la barranca. En el paso del rio se toparon de frente con Servando, que venía sofocado con un haz de mimbres a los hombros.
“-¿Dónde vais los dos con esa pinta payasos?”- les preguntó Servando mirando las moscas de los ojos del burro y estando muy acertado en el epíteto referente a la hechura de los viajantes.
Venancia había vestido a Leandro con una camisa de cuadros verdes de Servando, y también con sus pantalones, que le dejaban al descubierto los tobillos insólitamente relucientes a base de jabón de sosa. Acostumbrado a calzar zapatillas de esparto, sus pies no encontraban el paso y ya se quejaban de rozaduras, prisioneros en esos zapatos de un solo uso, el que les diera Servando en su boda.
Venancia miró allí abajo, a su marido. Temblaba pero su voz sonó clara:
“-Vamos al pueblo”- le dijo.
—“¿Con qué razón?- preguntó Servando, que menguaba por momentos, cada vez más demacrado.
—“Quiero que mis padres conozcan a su nieto”- dijo Venancia con lagrimones negros de rímel que formaban surcos grumosos en sus melillas empolvadas.
Dejando un rastro de bilis se alejó renqueante un haz de mimbres sobre los lomos de una hormiga.
VENANCIA
“Mi padre me decía que no había nacido para llevar vestidos, con este cuerpo hombruno. Decía con desprecio que me parecía al padre de don Rodrigo, el Hacendado, que era como una ameal de grande y duro como el risco del Torozo, y que cuando le llegaban los detenidos al cuartelillo solo tenía que quitarse el tricornio, que era como un caldero de tres arrobas, y los pobres diablos le confesaban hasta las pillerías de los rusos. Pero mira tú que nunca he llevado otra cosa. Tengo el de andar por casa, de color ceniza y estampado con tréboles verdes, sobre el que siempre llevo puesto un mandil negro; para atender el ganao y las labores del campo tengo otro que antes era como mostaza y que ahora es de chocolate, de lo bregao que está. El que se conserva bien es el de las fiestas. Antes me lo ponía como poco una vez a la semana, para ir a misa de Domingo. Íbamos toda la familia: mi padre delante siempre, con un traje de maricastaña; luego mi madre, siempre de negro, de la mano de mi hermano pequeño, que siempre llevaba pantalones cortos aunque cayeran chuzos de punta, porque eran los menos rozaos; y detrás mi hermana la mediana que era muy guapa, como mí madre, y muy nerviosa, y yo, que era…como ahora, creo. De un día para otro dejamos de ir a los oficios, porque mi padre tuvo una pelotera en la puerta de la Iglesia con don Rodrigo, que le decía que le iba a matar porque le había robao la honra, y mi padre me señalaba a mí no sé por qué. El Hacendado, que parecía un cisne de lo blanco y lo creído que iba, se rio mucho. Así es que ya solo me ponía el vestido para arrodillarme junto a mi madre frente a la Virgen de Mayo, una estatuilla negra que mi bisabuelo se había traído del otro mundo cuando lo de las colonias, decían. Mi madre nunca se quitaba el luto porque decía que le iba a faltar tiempo para rezos y penitencias, porque decía que teníamos las alforjas llenas de pecaos, y decía que se conformaba con que su padre a lo poco fuera al purgatorio, porque lo mataron sin confesar y sin un entierro como Dios manda, en un hoyo con otros que también se habían dejado engañar por los rusos, y con un tiro en la cabeza que se lo pegaron los moros, según refería a veces mi abuela, engallada por la pitarra….”¡Los moros , los moros”, fueron sus últimas palabras, echándose nano a los bajos antes de destriparse en la barranca, a lomos del mulo, que se había desbocao por la mordida de una mosca perruna.
A mi hermana le quedaban mejor los vestidos, y un día el practicante se lo quitó para averiguarle una dolencia y la dejó preñada y se casaron un domingo de calima y más que una boda parecía un funeral porque mi madre iba de luto y no hacía más que llorar y santiguarse y mi padre tenía los labios apretaos como de rabia menos cuando bebía el vino que trajo el padre del novio en botellas con rótulo y todo y que decían que era muy bueno pero que a mi padre no le sentó muy bien y tuvieron que llevarle a dormir al cuartelillo porque se puso como loco a decir palabrotas e improperios y le dijo a mi madre mala puta y a mi hermana también puta y a mí hija de puta y de cabrón y se lio a romper platos que debía de ser muy caros porque luego mi padre tuvo que darle dos ovejas al del arriendo de la vajilla. Mi hermana se fue con el practicante a la ciudad, con la tripa palante y lloraba y lloraba y mi padre nunca más pronunció su nombre y mi madre nunca más volvió a reír y mi hermano se aficionó a la pitarra y mi padre se reía porque decía que ya era un hombre y resulta que nunca llegó a serlo porque un día que iba mu borracho se ahogó en el pilón de la fuente del camposanto. Mi madre entonces se volvió como loca y estaba todo el día santiguándose y rezando y llorando y mi padre la llamaba puta loca y mi madre decía todo el rato “que Dios nos perdone” y yo era como invisible, porque nadie me hacía caso, y un día mi padre me lo hizo y a partir de entonces me lo hacía todas las noches y a veces hasta por la mañana y mi madre me miró un día porque le dije que no me cabía el vestido y entonces llamó a la hermana de Servando,