Envolturas. Mario Martín Fernández

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Название Envolturas
Автор произведения Mario Martín Fernández
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788419198280



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de nidos de procesionaria, que eran como tumores malignos que hacía que sus hojas, delgadas como agujas, amarillearan anunciando su muerte y no el otoño. Oyó el silencio blanco de los bosques, apenas alterado por sigilosos crujidos de andares de gineta sobre el pacífico manto de nieve. Bebió el agua del cielo y aprendió a distinguir los matices de sus sabores, dependiendo de la hora del día, del color de las nubes, de la dirección del viento o del tamaño de sus gotas. Olió el dulzor de las flores y los efluvios de los animales en celo. Perro Malo, que siempre le acompañaba, vigilaba con oficio el rebaño cuando Leandro, animado por la calor, se metía en el rio de aguas cristalinas, que al bajar desbravadas, se arremansaban en charcos poco profundos, donde chapoteaba o se tumbaba para hacerse el muerto, mimetizándose con las truchas, buscando la plena libertad que implica la inconsciencia.

      Y así iban pasando los días, las semanas, los meses, y tal vez algún año: es difícil saberlo cuando todos los días son lunes.

      Una mañana de lunes, mientras Leandro escardaba cebollinos, salió Servando de la casa como si a esta le hubiera dado una arcada. Venía rojo de ira, con una vara de mimbre en la mano. Leandro pudo oír un lamento apagado tras los cristales atemorizados y avergonzados de las ventanas. Cuando lo tuvo delante, Leandro se incorporó y miró a los ojos de Servando. Este se incomodó con la naturalidad del muchacho.

      —“¡Date la vuelta, zagal, y empingorota el culo!- Le ordenó con voz zalamera, augurio de poco mimo.

      Leandro obedeció. El mimbrazo a sobaquillo comenzó a dolerle con la primera corchea que se dibujó sibilante en el pentagrama del aire tembloroso, antes de que la vara le grabara en el culo un agudo y prolongado escozor en si bemol.

      —“Tiene que tener como poco esta ligazón”. ¿Te has enterao o te lo repito?-Le dijo el director de orquesta zumbando la batuta en el aire.

      Leandro asentía convencido con la cabeza, mientras su mano reconocía la textura de su culo y le daba consuelo. Descendió corriendo el prado, animado por las risotadas de Servando.

      —“¡Tráete un buen brazao…y no tardes!”- Le gritó Servando, cuando el recadero ya tomaba la vereda que seguía el curso del rio serpenteando embuchado entre el prado y el pinar. Sus pulmones se expandían a cada paso, oxigenándose con los amplios y heterogéneos olores de la creación incalculable, purificándose del ambiente denso de la granja y del hedor de las risas de Servando.

      El afluente se encontraba por fin con el principal, y un poco más abajo los dos se abrían sin cautela a un mirador desde donde el mundo se percibía eterno, llenando de vértigo los sentidos de Leandro. El rio se precipitaba por el barranco con grande a alboroto, abofeteando a arcaicas e inmutables pedruscos de granito que toleraban firmes e insensibles a las jóvenes aguas, siempre nuevas y vigorosas, curiosas y desvergonzadas, jugando a veces con ramas secas que se dejaban llevar indolentes hasta algún remanso, donde se apretujaban con hojas y otros palos muertos.

      Leandro se quedó embelesado con el sonido de las aguas. De su bullicio aisló tranquilos parloteos, alteradas algarabías o rítmicos gorgoteos, y en el fondo un “rum-rum” uniforme y poderoso. Se acercó a la orilla y metió sus pies de esparto en el torrente del río, a pocos pasos de la cascada. Cerró los ojos y supo quién era. Era solo un espermatozoide que nunca debió llegar a su destino, una miaja de rocío que debió evaporarse con el primer rayo de sol; era una minúscula gota de lluvia que se dejaría llevar por la corriente de este imparable caudal, formado por insignificantes y determinantes gotas como él. Sus sentidos se unificaron en esa revelación y se fueron diluyendo en un fluir manso e indolente. Estaba en paz.

      Cuando empezaba a dejarse caer sobre el torrente, una pedrada en la cabeza le devolvió de nuevo la naturaleza de sus genes primitivos; un ser dubitativo y temeroso. Miró conmocionado la cascada vertiginosa, que se desprendía con un jadeo alborozado en el profundo barranco al encuentro del origen, de la nada, y se alejó tembloroso hacia la orilla. Se tumbó exhausto sobre la hierba fresca: le dolía la cabeza. Entonces oyó su voz voluptuosa:

      —“¿Estás pasmao o qué?”.

      Miró al otro lado del rio y la vio. Una ninfa. Dos segundos inconmensurables. Salió corriendo perseguido por una emoción desconocida y turbadora. Por el camino se iba relamiendo con avidez la sangre que le escurría desde su cabeza a los labios, imaginando la blanca y preciosa mano acariciando la piedra que le desordenó el entendimiento.

      Servando se partió de risa cuando el muchacho llegó a casa sin las mimbres. Al poco rato, a Leandro se le olvidó la herida de la cabeza, pues otro dolor más agudo reclamó rápido su atención. Venancia le curó con jugos de sabila y con lágrimas de madre la piquera de la cabeza y los varduscazos del culo. Servando se tronchaba.

      El despertar a la sexualidad de Leandro fue repentino e implacable. Hasta ahora, sus empalmes matutinos se aflojaban con la primera meada, pero aquello era otra cosa, y no sabía por dónde meterle mano. Cuando lo supo, no podía parar.

      No juzguemos a Leandro si sus instintos le decían que aquella era la primera hembra que había visto en su vida. Para él, su madre, la cuidadora y Venancia eran solo mujeres. Ella era diferente. Leandro la sentía detrás de sus ojos, incrustada en su cerebro, un pensamiento único y constante, como una ninfa, caminando infalible e imperturbable sobre un prado verde, tocando levemente, con sus pálidas e higiénicas manos, temblorosas florecillas: asperillas amarillas, nazarenos violáceos, blancas margaritas…. Ella se detuvo un instante para mirarlo a los ojos, sonriendo con su boca de nieve, mientras acariciaba un capullo péndulo de amapola que se fue abriendo poco a poco con el alago de sus dedos; y con una gozosa convulsión, decenas de semillas jadeantes se acomodaron en el viento chismoso.

      Sin duda, aquella fue la más vívida de la docena de pajas que Leandro se hizo en poco menos de dos horas. Con esta no pudo evitar un gemido que emergió de la herrumbre de sus cuerdas vocales con grafía de dolor, (“¡aaayyyyy!”), pero que no era sino mensajero de placeres profundos. El jadeo, rasposo y afilado, enervó el aire viciado de la cuadra, amedrentando a los cerdos que hozaron enloquecidos en el estiércol como si quisieran enterrarse en su propia mierda. Aún vigoroso, el resuello se arrastró fuera del establo y se deslizó por las entretelas de Servando mientras éste cavaba en el tablero del patatal, avivando el tumor que crecía en sus intestinos; se metió luego por la ventana de la cocina, donde Venancia domaba el esparto para las pleitas y las alpargatas, y le susurró un recado al oído. Las ovejas y el burro, que pastaban aburridos en el prado, levantaron la cabeza y se quedaron inmóviles, siguiendo con el rabillo de sus ojos esa hilacha jadeante que ya se perdía en el bosque, enmudeciéndolo de ecos de vida durante tres eternos segundos. A Servando y a Venancia se les heló la sangre cuando ambos pasaron por delante de Perro Malo, apostado bajo el dintel de la puerta del cobertizo, aullando como nunca antes lo había hecho, salvaje, lobuno. Dentro, el panorama no era menos inquietante. Los cerdos, acurrucados en un rincón, con los hocicos ensangrentados de hozar buscando una salida bajo el estiércol, en el suelo de piedra, gruñían como si se les hubiera revelado su destino.

      Leandro, acostado boca arriba en su pesebre, con la picha fuera, colorada y tiesa, roncaba hacia dentro, en silencio, relajado. Servando se acercó a él titubeante, haciendo muecas sólo achacables a los locos. Levantó una mano temblorosa como si fuera a abofetear al pacífico durmiente, pero enseguida se la llevó a su cara torcida, ya surcada por grumosas lágrimas añejas: no recordaba la última vez que había llorado, ni tampoco la primera. Se dio media vuelta atropellando a su mujer en la huida, como una mosca sin alas chocando contra un monolito. Venancia se estremeció y comenzó a llorar con franqueza y gran fervor; y así lo siguió haciendo toda la tarde y la noche entera. Con el canto del gallo, cesó en su llanto, se fue prado abajo y se bebió medio arroyo de un solo trago. Cuando volvió a casa, Servando, que había estado corriendo por los pinares toda la noche, huyendo de su propia negrura, la encaró, y esta vez fue él quien bajó la cabeza y hurgó con la mirada hueca en el suelo podrido.

      Notó Leandro que el aire olía diferente a partir de aquel día. Había como una holgura en el respirar. Servando, sin embargo, resollaba como si siempre estuviera cansado y andaba más encorvado. Era notorio también su silencio, aunque no había sido costumbre en él la conversación, más inclinado al sermón y a la falta