Название | Esther, una mujer chilena |
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Автор произведения | Michel Bonnefoy |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014702 |
Yo no conocí esas penurias. La clientela de mi padre creció proporcionalmente a la fama que fue adquiriendo. Era considerado un buen mueblista, de restauración y de fabricación. Hacía su trabajo con gusto y eso se notaba en las terminaciones. Disfrutaba todo el proceso, desde la conversación inicial con el cliente para determinar el tipo de madera, el color del barniz, la cantidad de cajones y el tamaño del espejo en un vestidor. Hasta pedía conocer el espacio donde el cliente tenía proyectado colocar el mueble, para evitar contratiempos a la hora de instalarlo. Y cuando el armario era muy grande, les sugería que midiesen la puerta de acceso al recinto. Todo era importante, desde la ubicación de las ventanas hasta la altura del techo. Hacía cómodas, paragüeros, peinadoras, bibliotecas, todo a la medida del cliente y sujeto a su presupuesto.
Hasta las sillas más simples le tomaban tiempo por esa meticulosidad que ponía en las terminaciones. Pero su verdadero placer eran las cajas y los cofres, que tallaba con un juego de cinceles, buriles y punzones que fue comprando poco a poco. Para los joyeros prefería el nogal, que según él acogía mejor las bisagras y el picaporte. Le encantaba repujar las maderas nativas, el raulí, el coigüe, y por supuesto el roble. Los cierres de metal también eran grabados, y en la tapa nunca faltaba un colibrí o una rama de olivo.
Alicia y María Eugenia, mis dos mejores amigas, todavía conservan la caja de madera que José (así le decían a mi padre) les regaló cuando terminamos la secundaria, cada una con su nombre. Esa semana también talló una que le encargamos un grupo de alumnas para la profesora de historia. ¿Cómo es ella?, me acuerdo que nos preguntó pensando en una pieza elegante, quizás en castaño con incrustaciones de nogal. Comunista, le respondió tajante Julia, una de las integrantes de la delegación. ¿Joven?, precisó él sin inmutarse. No, más de treinta años, le contestamos instantáneamente. No sé por qué decoró la caja con un nudo celta en lugar del rosetón que solía usar para esos pedidos.
¿Por qué esculpiste un símbolo celta en la caja de la profe de historia?, le pregunté un día. Porque esos diseños son enigmáticos, se acomodan a cualquier personalidad. ¿O querías que le tallara la hoz y el martillo?.
Pese al cariño que muchas sentíamos por ella, no la invitamos a la fiesta de fin de año para evitar fricciones con las compañeras que no comulgaban con su «bolchevismo» y su «ateísmo», no estamos en Rusia ni tampoco en Francia; estamos en Chile, donde se respetan la familia y los valores cristianos. Hicimos un tímido intento de defender la libertad de expresión y los tiempos modernos, pero calculamos que nos podía salir el tiro por la culata y acabar festejando con los profesores más conservadores y misóginos, como el de Castellano, que contestaba no la conozco cada vez que una alumna le preguntaba por una escritora mujer, María Luisa Bombal, Marta Brunet; o bien, «su poesía es irrelevante» cuando le pedíamos su opinión sobre Gabriela Mistral.
La fiesta se hizo donde Mireya, que vivía en una casa espaciosa en la avenida República. Era verano y pudimos reunirnos en el jardín, donde instalaron mesones con ramos de flores entre las jarras de chicha fresca, borgoña, ponche y jugo de chirimoya. Había bandejas con todo tipo de manjares, dulces y salados. Decidimos no invitar a los novios, pretendientes, amigos, primos, hermanos o cualquier acompañante masculino, para evitar fricciones, dijo con una sonrisa pícara Alicia y también para estar más libres, completó otra alumna que tenía tres hermanos mayores que habían asumido la responsabilidad de su vida previa al matrimonio.
El padre de Mireya fue por lo tanto el único varón de la fiesta. Su presencia era la garantía para los otros padres de que nada sucedería durante el festejo. De no haber estado, probablemente más de una no habría obtenido la autorización de asistir. Bailamos, bebimos y comimos en exceso. Hubo expresiones de amistad eterna, promesas de reencuentro y de no perdernos nunca de vista. También hubo declaraciones sobre la vida de las mujeres y la misión de mejorar el país.
Y en parte fue así, porque muchas fuimos profesionales que contribuimos a mejorar este país, que era un desastre en esa época, una calamidad de injusticia, de pobreza, de ignorancia y de maltrato a las mujeres. De ese curso salieron varias luchadoras que no andaban con cuentos, mujeres aguerridas que no les tenían miedo a los hombres.
Samuel me fue a buscar a las dos de la mañana. Acababa de cumplir quince años y consideró que su deber era escoltarme de regreso a casa. Yo estaba achispada y algo mareada. Primera vez que te veo así, me dijo entre risas. Caminamos hasta la pensión. Era verano, pero la noche estaba fría. Samuel había traído para mí un poncho café, liviano, con flecos, que a veces usaba el abuelo cuando se enojaba con los rusos comunistas y se volvía únicamente chileno, lo que sucedía regularmente. Nunca eran buenas las noticias de la madre patria. Afortunadamente llegaban con cuentagotas, porque se metía en una nube gris. Pasaba horas en un sillón de mimbre debajo del parrón, con el poncho café y una chupalla. A tiempo nos vinimos a esta tierra sin odios, era lo único que repetía cuando su mujer le pedía explicaciones, allá se volvieron locos.
La Alameda estaba vacía. Parece día de huelga, sin tranvías, sin autos ni peatones, recuerdo que comenté en voz alta. ¿Y cuándo has visto tú la ciudad en huelga?, me preguntó Samuel en ese tono que no espera respuesta. Así describe la ciudad en huelga Javiera Zamora, así que así debe ser. Nos reímos de la ocurrencia y seguimos caminando.Mejor piensa en qué vas a estudiar en la universidad en lugar de estar pendiente de huelgas y de política, me recriminó mi hermano menor aprovechando el efecto del alcohol, que le confería cierta supremacía. Voy a estudiar medicina, sentencié, y de inmediato lo repetí en voz más alta: VOY A ESTUDIAR MEDICINA. Samuel me miró; no me abrazó ni me tocó, pero se le humedecieron los ojos, qué buena idea, vas a ser la mejor doctora de Chile. Mamá se habría puesto contenta. Entonces me puse a llorar y mi hermano me abrazó.
Estuvimos unos minutos abrazados porque no se me pasaba el llanto. La chomba de Samuel quedó empapada por las lágrimas que seguí derramando sin poder despegarme de él. Era poco usual que nos abrazáramos. Ayudó el alcohol y la soledad de la noche. Dejar la condición de colegiala es un salto importante en la vida, pero hacerlo sin la mamá me daba la sensación de que estaba saltando al vacío.
Retomamos la marcha en silencio. La muerte de Ana no era tema de conversación entre nosotros. Yo hablaba a veces de ella con mi papá; Samuel probablemente no. A los hombres les cuesta hablar temas íntimos entre ellos. Prefieren conversar sobre otras personas o sobre asuntos ajenos a su mundo interior. A veces pasaba en la tarde por «el taller de José», como le decían en el barrio, me sentaba en un taburete, porque las sillas estaban ocupadas con herramientas, tarugos y potes de cola, y nos acompañábamos hasta la hora de cierre. Comentábamos las noticias, hacíamos planes para el futuro o hablábamos de Samuel que parecía estar resistiendo bien la partida de su madre. Mi padre no acostumbraba referirse a Ana por su nombre.
Subimos por Esperanza hasta Erasmo Escala, donde doblamos hacia la avenida Brasil, que nos recibió con la sombra de las palmeras que proyectaba la luna como una película en blanco y negro. Era la época en que estaba llegando el technicolor a Chile y la gente discutía sobre las ventajas y desventajas del color. Mi abuelo aseguraba que esa técnica mataría el cine y la fotografía. Como no había viento, las ramas de las palmeras eran filigranas inmóviles en los adoquines.
¿La mayoría de tus compañeras de curso van a entrar en la universidad? Samuel estudiaba en el Liceo de Aplicación, que por supuesto no era mixto. Prácticamente no conocía muchachas, excepto a sus primas. Lo poco que sabía del sexo femenino eran las fábulas y embustes que contaban sus amigos experimentados en la materia. Los más farsantes contaban sus hazañas en primera persona; otros más cautelosos se las atribuían a sus hermanos mayores. El cine y la literatura eran sus otras fuentes de información sobre el misterioso cerebro de las mujeres. Había leído Anna Karenina y Adiós a las armas, y había visto Lo que el viento se llevó. El amor verdadero, por