Название | Esther, una mujer chilena |
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Автор произведения | Michel Bonnefoy |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014702 |
Alicia decía que a Chile le había sucedido eso cuando falleció Aguirre Cerda: el país quedó a la deriva. El maestro se fue cuando la gente empezaba a entender eso de la educación gratuita, única, obligatoria y laica. Gobernar es educar, decía el «Presidente profesor», lo que no era una alegoría ni una parábola, sino una realidad. Aguirre Cerda fue profesor de castellano y filosofía en varios liceos públicos. Chile se había convertido en un aula de clases que súbitamente se quedó sin el profesor que le daba sentido al trabajo y al estudio. Nos quedamos sin el mentor, el forjador de la Corfo y su política de industrialización. Así también quedamos nosotros, Samuel, José y yo, cuando murió mi mamá: abandonados en la incertidumbre, más frágiles y más desprotegidos, como Chile sin su Presidente.
Mis amigas y yo éramos aún muy jóvenes y teníamos poca o nula experiencia política, pero sentíamos, o intuíamos que estábamos viviendo un período histórico en la evolución de nuestro país, que había crecido aislado del resto del mundo por una de las cordilleras más altas y escarpadas, por el desierto más árido y extendido, por un océano infinito y un sur congelado.
Pedro Aguirre Cerda había abierto el país a las ideas modernas que otros pueblos ya habían conquistado, y nuestro reto era estar a la altura de ese desafío. Cuando a Kugler se le desataba el alemán eurocentrista y menospreciaba los adelantos que estábamos presenciando en el área de la educación, yo le recordaba que en Chile hubo mujeres médicas cuando en Alemania todavía ni soñaban con darles acceso a la universidad a las mujeres: Eloísa Díaz se graduó de médica en 1886.
–Dorothea Erxleben obtuvo su doctorado en Medicina en la Universidad de Halle en 1754.
–Estás haciendo trampa. Eso fue un paréntesis.
–Lo de Eloísa también.
La discusión no subía de tono porque yo no era ni nunca he sido nacionalista. Kugler sí lo era. Le gustaba comparar a los países y destacar las áreas en que Alemania superaba a los demás, que según su criterio eran todas las importantes. Le concedía a Francia cierta superioridad en la variedad de quesos, a España el sol y a Chile las cumbres nevadas de la cordillera de Los Andes, que solía escalar. Era su deporte favorito. Disponía de un equipo para pasar la noche a tres mil metros de altura. Le gustaba subir a la Laguna Negra y acampar al borde del río Yeso. En una ocasión me invitó a un paseo al Cajón del Maipo, a una cascada. Hicimos un picnic al borde del río. Acepté sin pensarlo dos veces: no me perdía una excursión. En eso no he cambiado: me encantan las excursiones a la montaña, también al mar y también al campo, y también al borde de los ríos, y también me gustan los lagos. Todo lo que tenga que ver con la naturaleza me encanta, y mientras más salvaje, mejor.
Pero todo eso fue después, cuando ya estudiaba en la universidad. De niña me gustaba quedarme en la casa con mi mamá. Ella se sentaba en la mecedora junto a la estufa y me enseñaba recetas de sopas y platos consistentes. Así aprendí a preparar la cazuela de ave y el borsht, los porotos granados y el goulasch. Mi mamá se reía de los porotos con riendas, granos con fideos, y yo le decía que entonces con longaniza. También leíamos mucho: Ana en la mecedora y yo en el sillón junto a la ventana, cada una con su frazada para no entumirnos. Intercambiábamos los libros. Me acuerdo cuando leyó Las doce sillas, de Ilia y Petrov. Se moría de la risa pasando las páginas.
Conservaba muchos recuerdos de su región de origen, en la ladera de los montes Cárpatos; no así de la ciudad donde había nacido, Vinnitsia, al sureste de Kiev, donde su madre había tenido que viajar para dar a luz. Unos años más tarde, todavía muy niña, había vuelto a Vinnitsia camino a Odessa, donde embarcaron para migrar a América. Pero tampoco tenía memoria de esa segunda visita. Ana era incapaz de fabular sobre su pasado. Yo quería escuchar anécdotas de ese viaje extraordinario, pero ella encogía los hombros y me sonreía en silencio desde la mecedora.
Cuando Ana y su familia hicieron ese viaje a Odessa, todavía los bolcheviques no habían expulsado del Kremlin a Nicolás II, el «Zar de todas las Rusias», pero ya había estallado la Primera Guerra Mundial. Su padre decidió esperar el fin del invierno del año 1915 para emprender la travesía, a la vez éxodo y tránsito a la tierra prometida. No quiso apresurarse y correr el riesgo de quedar atascado por una nevazón en un pueblo desconocido. Ucrania no es Siberia, pero cuando hay pobreza, el frío es igual de insoportable, me explicaba Ana recordando el trabajo de atesorar leña. Tu abuelo era muy precavido. No aguantaba las ganas de conocer América, donde según los primos la riqueza estaba mejor distribuida y los judíos no vivían apartados. Pero aguantó las ganas de partir hasta el fin del invierno. Ucrania es muy linda en primavera. Algún día conocerás. Chile también es lindo en primavera, a pesar de que los aromos florecen en julio. El aromo era el árbol predilecto de mi madre.
Faltaban algunos años para que los sóviets irrumpieran en Ucrania. Todavía la capital del imperio era zarista, pero el aire ya empezaba a teñirse de rojo. Eso decía el abuelo, que le gustaba vincular su historia con la gran historia de la revolución rusa. También le gustaba sentir que provenía de un país avanzado y que pertenecía a un pueblo que había marcado la historia de la humanidad. En esa época, en Chile, todavía era impensable soñar con arrebatarles el poder a los señores de levita y sombrero de copa. Cuando llegaron a Santiago, acababa de ser elegido Presidente de la República el señor Pedro Montt, hijo de Manuel Montt, tristemente recordado por la matanza en la Escuela Santa María, en Iquique, el 21 de diciembre de 1907, donde asesinaron a miles de mineros y a sus familiares simplemente porque estaban en huelga.
En Rusia también habían matado a huelguistas en 1905, pero según el abuelo la situación no era comparable. En ambos lugares había sido una masacre salvaje, pero no era lo mismo. Nunca nada es lo mismo cuando sucede en Europa.
A pesar de la admiración que mi abuelo sentía por Europa, yo nunca establecí comparaciones ni medí la creación nacional con parámetros importados del viejo continente. Me acuerdo que tenía la ilusión de conocer Europa, como muchos, pero no consideraba ese hipotético viaje como algo indispensable para entender mejor a la humanidad. Por supuesto que Grecia, Italia, España representaban para mí buena parte de los fundamentos de Chile; también Francia, sobre todo cuando empecé a estudiar medicina; y Rusia, por la influencia de mis padres y abuelos; sin embargo nunca pensé que fuese indispensable visitar esos países para entender la idiosincrasia de los chilenos ni el orden social del país.
La profesora de Historia que tuve los dos últimos años del liceo ejerció una gran influencia sobre mí y mis amigas. Europa son las catedrales majestuosas, pero también la inquisición; nos decía, Francia es Marie Curie, Pasteur, Víctor Hugo; pero también los genocidios coloniales. El derecho y la filosofía, pero también las guerras. Europa nos obnubila, pero también nos puede quemar la retina. El abuelo no compartía su mirada crítica sobre la luz que irradiaba Europa sobre los otros continentes. Admiraba a Estados Unidos por su indiscutible capacidad de progreso, pero para él América del Norte nunca adquiriría la estatura cultural que Europa había alcanzado con tanto intercambio entre distintas civilizaciones en tantos siglos de historia.
Yo defendía la visión de mi profesora, que en lugar de alabar el Imperio Romano, admiraba Italia por el Renacimiento, por Cinecittá, por Dante Alighieri y Garibaldi, y no por las legiones y centurias de un imperio opresor. De Grecia hablaba, pero no del siglo de Pericles, sino de la resistencia a los nazis. Y a España no la mencionaba porque no es hora de hablar de Cristóbal Colón cuando en la Península Ibérica están asesinando a la gente en las cárceles franquistas, le respondió a una alumna que la interrogó sobre la nacionalidad del navegante, y tampoco es hora de hacer chistes, profirió cuando otra alumna preguntó si a Colón lo habían matado los franquistas.
Era mi profesora preferida. Nos hablaba de las luchas de las mujeres contra la opresión de los hombres en Europa y en Estados Unidos. En una ocasión en que mencionó a la Kollontái y explicó que era rusa,