Название | Esther, una mujer chilena |
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Автор произведения | Michel Bonnefoy |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560014702 |
Mi padre, que era ebanista, dejaba de cepillar y de esmerilar cuando escuchaba el anuncio del Repórter Esso en Radio Nacional de Agricultura. El noticiero era sagrado para él. Después comentaba las noticias con nosotros. De esa manera me enteré, por ejemplo, de las iniciativas del flamante ministro de Salud, el doctor Salvador Allende Gossens, de la inauguración del dispensario de Quirihue que se construyó para reforzar al Hospital de Chillán, que colapsó con el terremoto del 39; y también que en Chillán, al año siguiente, también a raíz del terremoto, México donó una escuela con murales que el mismo Alfaro Siqueiros fue a pintar. Mi papá, que no conocía Chillán, me describía con lujo de detalles los murales sobre la historia de Chile y de México gracias al locutor del Repórter Esso, y aprovechaba para recordarme que Siqueiros no era solamente un pintor, sino también un agente de Stalin y que había intentado asesinar a Trotsky, rusos ambos, y judío Trotsky. Esto último los conectaba a ambos con nuestro pasado de judíos ucranianos y estrechaba así el vínculo entre Chile y Ucrania por intermedio de Trotsky y el terremoto de Chillán, haciéndolos, además, partícipes de la realidad nacional. ¡Cómo no iba a estudiar medicina!
Entretanto, Pedro Aguirre Cerda impulsaba la cultura como una forma novedosa de aprovechar las horas libres, que no eran muchas para las mujeres pobres y que los hombres preferían consagrar al descanso, una actividad directamente relacionada con la chicha o el navegado, precisamente lo que pretendía combatir el Presidente con la creación de los Centros de Esparcimiento y Moralización, destinados a exhibir películas y organizar actividades deportivas y de lectura.
Yo prefería las fondas y las kermeses. Tenía dos amigas en el colegio con quienes asistía a las kermeses, a menudo con el uniforme escolar, porque íbamos directamente al salir de clases. Solo los sábados o domingos nos presentábamos con faldas de colores y zapatos de tacón grueso. Comíamos mote con huesillos y mirábamos de reojo a los muchachos que cruzaban entre los puestos de comida, los juegos de destreza, el tiro al blanco, el lanzamiento de herraduras, los sorteos y otras diversiones de la época. Las fondas eran al aire libre, entre los árboles, generalmente en los parques, pero a veces en las plazas o en una calle que cerraba al paso de los carretones. El ambiente era familiar: se comían ricas empanadas, torta de milhojas y de lúcuma, dulces chilenos, berlines, empolvados y en invierno calzones rotos y sopaipillas.
Cuando niña solía ir con mi mamá y mi hermano, a veces también con mi papá. Yo me pegaba a mi mamá mientras los varones probaban las escopetas a corcho o sacaban pecho en el callejón central con las manos en los bolsillos, siempre unos metros adelante, con la zancada dominguera, más corta que el paso del lunes, marcando siempre la dirección del recorrido. Mi mamá esperaba que voltearan hacia atrás para proponer una parada en los helados. Entonces Samuel miraba a mi papá con aire complaciente y pedíamos cuatro sabores diferentes para probarlos todos.
Cuando Ana se enfermó, solo íbamos los días con sol. No hace frío, le decían, pero ella, estoy un poco decaída; el próximo domingo sin falta. Y el próximo domingo se le había acumulado el planchado o la Quinta Normal estaba muy lejos o su tía había prometido visita y tenía que preparar sus famosos babka. La tuberculosis es una enfermedad fatigosa, para quien la padece y para quienes rodean al paciente. Por la noche, desde mi cama escuchaba la tos de mi madre; también por la mañana, cuando se encerraba en el baño a toser, y en la tarde mientras preparaba el queque para las once. Le encantaba combinar los sabores de sus raíces con el aroma de esa rama exótica donde había aprendido a cocinar charquicán y cochayuyos. Mezclaba los guisos con el mismo placer que en la literatura saltaba continentes con los autores rusos, franceses, chilenos.
Se tapaba la boca cuando le venían los accesos de tos, y cuando la atacaba con esputos, se metía al baño. Perdía peso de mes en mes. Uno de los síntomas de la tuberculosis es la falta de apetito. Ana mantenía sin embargo el ánimo alto. En la mesa comentaba con entusiasmo el último libro que estaba leyendo y lo que había aprendido sobre la guerra de Crimea o la vida en las minas de carbón de Escocia. Su mayor tormento era lo altamente contagiosa que era su enfermedad. No se asusten, decía, que el pan lo amasé con un pañuelo en la boca, como los bandidos del lejano oeste. «¿Amasaban pan?», le preguntaba mi papá tratando de hacerla reír. No, asaltaban bancos, respondía ella, pero se ponían un pañuelo en la boca para no contagiar al cajero.
Cuando murió dejamos de asistir a las fiestas populares al aire libre. Unos años después volví, pero en compañía de Kugler, Adler Kugler, que no era partidario de esas expresiones culturales donde, según él, la gente perdía la compostura, pero me acompañaba porque yo le gustaba y a mí me gustaban los eventos culturales. Con su elegancia de alemán refinado, se destacaba entre los vecinos de Estación Central o del parque Portales, donde solían organizar las kermeses a las que concurríamos. Kugler no perdía su distinción, que no sé si era decoro, apariencia o refinamiento natural. La corbata era de rigor, también la chaqueta, y a menudo el sombrero con una pluma.
Esas salidas sucedieron durante el segundo año de Medicina, cuando compartíamos práctica en el hospital J.J. Aguirre. Los dos éramos buenos alumnos y competíamos por diagnosticar con mayor precisión los cuadros que presentaban los pacientes sin exámenes. También en esas sesiones Kugler cuidaba de mantenerse impecable. Escoge enfermos que no sangran ni vomitan, murmuraban nuestros compañeros, «para no mancharse el delantal».
A mí me gustaba almorzar en los boliches que rodeaban la Escuela de Medicina, sobre todo en invierno, porque pedía cazuela, que con solo olerla me entraba calor al cuerpo, o caldillo de congrio cuando había algo que festejar. Kugler llevaba su almuerzo, preparado por su madre, que no admitía que comiese en la calle. En todo éramos diferentes. Yo no tengo más sangre chilena que Kugler, pero soy chilena y me encanta mi país y la gente que vive en él. Me fascina la fuerza y la entereza de las mujeres chilenas. Son valientes. Son luchadoras. Son macanudas.
Así eran mis dos amigas del liceo. Todavía no eran tiempos de feminismo, así que no enfrentábamos a los hombres desde una posición política, exigiendo igualdad de género o la abolición de las leyes y comportamientos discriminatorios, pero no nos dejábamos pisotear. En los años cuarenta no se podía denunciar a un profesor por acoso sexual, pero se le podía exigir respeto. Había pocos hombres que no consideraban a las mujeres como seres inferiores, pero los había, y había suficientes para que encontrásemos de quién enamorarnos… porque aún más difícil era enamorarse de otra mujer.
Una estudió Leyes y la otra Pedagogía en Ciencias Naturales. Ambas viven aún, setenta años después del inicio de esa amistad. Las tres somos abuelas y seguimos considerando que sin la emancipación de la mujer, Chile nunca dejará de ser un pueblo feudal. Hoy nos cuesta reunirnos porque necesitamos que un hijo o un nieto nos traslade, pero hablamos por celular. Ni a Alicia ni a María Eugenia les gustaba mi amistad con Kugler. «Se cree alemán», decía Alicia. «Pero si es alemán», lo defendía yo. «Peor aún», sentenciaba María Eugenia, y las tres nos reíamos como las tres colegialas que habíamos sido.
Pedro Aguirre Cerda falleció en la primavera del 41; mi mamá, en pleno invierno, una tarde gris de llovizna. Y tanto que le gustaban los atardeceres en Santiago, cuando el cielo se pone rojo, a veces violeta con franjas de nubes verdes. Siempre que podía se encaramaba en una silla en el patio para mirar las montañas por encima de la tapia y esperaba que el sol terminase de bajar para que vaya a calentar los sembradíos de remolacha, allá al norte del Mar Negro, donde los parientes la habían despedido con bailes y algunas provisiones para el viaje envueltas en un paño verde que guardaba celosamente en el baúl de su pieza. El funeral del Presidente fue grandioso porque el pueblo lo adoraba. El de ella fue más modesto, pero desgarrador.
Esa noche lloré desconsoladamente, en la mesa primero, donde nadie quiso comer; luego en la almohada, más silenciosamente, sola con mi mamá.
Mi papá y mi hermano, José y Samuel, quedaron desamparados. Tristes como yo, pero también asustados. Los hombres no están preparados para enfrentar las dificultades