Esther, una mujer chilena. Michel Bonnefoy

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Название Esther, una mujer chilena
Автор произведения Michel Bonnefoy
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9789560014702



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Allende Gossens, que recorría el país en sus cruzadas contra el tifus y las enfermedades venéreas. Hablaba de ese ministro de Salud que «bajaba» al pueblo con más entusiasmo que de las campañas militares de Alejandro Magno. Entonces yo opinaba, porque de ese personaje algo ya sabía por mi padre.

      Javiera Zamora; así se llamaba la profesora de Historia. Qué será de ella. Ya debe estar muerta. Tenía por lo menos veinte años más que nosotras. La acusaron de hacer proselitismo a favor del Frente Popular. Sí era partidaria de Pedro Aguirre Cerda, pero lo criticaba con la misma vehemencia que aplaudía algunas de sus políticas; en particular cuando se refería a las medidas represivas con que enfrentaba las protestas sociales. Siento respeto por el presidente Aguirre Cerda, pero no ha derogado la Ley de Seguridad Interior del Estado, y los campesinos todavía no tienen derecho a sindicalizarse. ¿Saben ustedes que la ley prevé la evicción de sus hogares y de las tierras concesionadas a los inquilinos que se declaren en huelga?

      La directora del liceo amenazó con expulsarla si persistía en esas prácticas inapropiadas para niñas menores de edad. Juntamos firmas en apoyo a su permanencia en el liceo. Fue mi primera experiencia de activismo político. Con Alicia y María Eugenia estuvimos todo un fin de semana redactando la carta, corrigiéndola a partir de los comentarios de algunos adultos, como mi padre y la madre de Alicia; luego recorrimos el barrio tocando a la puerta de las compañeras que nos parecían más proclives a apoyar la causa. Lo primero que nos llamó la atención fue que las mujeres no se atrevían a firmar sin el consentimiento de sus maridos. Vuelvan más tarde que está durmiendo siesta. Esas cosas más políticas las ve él. Otros nos sermoneaban antes de firmar o rechazar la petición, como si el problema no fuese la permanencia de la profesora en el liceo, sino la acción política que estábamos realizando tres muchachas adolescentes. Finalmente conseguimos tan pocas firmas que no entregamos la carta.

      Le perdí la pista cuando entré a estudiar Medicina. Me pregunto qué le habrá pasado durante la dictadura. Conociéndola como era, seguro que la pasó mal. No podía quedarse callada. Para ese entonces ya era presidente Juan Antonio Ríos, radical como Pedro Aguirre Cerda pero más conservador. Yo seguía viviendo en el barrio, pero nos habíamos mudado a una pensión. Pocos meses después de la muerte de Ana, abandonamos la casa. Ninguno de los tres quería permanecer en ella. Sin Ana, ese cascarón dejó de ser hogar; sin sus lecturas en voz alta, sin su risa, sin el aroma inconfundible de sus sopas exóticas y la fragancia tibia de los queques. Lloré mucho esos meses, pero rara vez delante de Samuel y de mi papá: los veía demasiado frágiles. Apenas tenía catorce años, pero me sentía más fuerte que ellos.

      En la pensión, tratábamos de coincidir todos los días en el desayuno y en la cena para estar juntos. Había otros pensionistas, pero los tres nos sentábamos en una punta de la mesa para conversar entre nosotros. Samuel contaba peripecias de su colegio, yo trasmitía las últimas lecciones de mi profe de historia y mi papá nos describía una cómoda o un armario que estaba fabricando para un cliente de Recoleta o de Quillota. Cada uno a su manera trataba de inyectarle luz al espíritu de familia. El esfuerzo era generoso, pero no suficiente para recobrar la alegría que se nos había esfumado. Los gestos cotidianos y la rutina familiar contribuían a mantener cierta estabilidad en cada uno de nosotros, pero solo el transcurso del tiempo permite encontrar el punto de equilibrio entre la ausencia y la memoria.

      Me acuerdo que tenía miedo porque sentía que mi papá no lograría salir solo del hueco: no sabía ni estar triste solo. Cuando terminaba un mueble, lo primero que hacía era invitar a Ana al taller para mostrárselo. Los vendía, pero los hacía para enseñárselos a ella.

      Con los años asumí esa función de darles razón de ser a sus muebles. Cuando quedaba satisfecho del resultado, no se lo entregaba al cliente antes de que yo lo viese. No necesitaba mi aprobación, pero el mueble no cobraba vida mientras yo no lo mirara.

      Samuel también quedó totalmente desamparado. Tenía apenas trece años. En alguna parte de su cabeza de preadolescente confiaba en que yo encontraría la salida, probablemente porque era su hermana mayor, tal vez porque era mujer. Creo que me asignó la tarea de traer de vuelta la felicidad. Quizás es invento mío, pero creo que los dos esperaban eso de mí.

      La pensión era un caserón viejo de dos pisos, limpio y ordenado, fresco en verano, pero frío las otras tres estaciones. Había siete habitaciones y dos baños, uno para las mujeres y otro para los hombres. En la mañana había que hacer fila, cada quien con su toalla, su jabón y su cepillo de dientes en la mano. Los meses de junio, julio y agosto, la espera era congelante a pesar de las batas gruesas, los calcetines chilotes y los gorros de lana los días más helados. No había calefacción en los pasillos y no todos los pensionistas tenían la misma consideración del tiempo prudente que se debe ocupar en el aseo personal.

      Los propietarios del caserón eran una pareja de ancianos austríacos, aunque quizás no eran tan viejos, pero yo aún estaba en el colegio cuando nos mudamos. Además del mantenimiento de los espacios comunes y el lavado de las sábanas, los austríacos preparaban almuerzo y cena para los que se anotaban. Al principio solo admitían inscripciones mensuales, luego fueron flexibilizando el reglamento y los pensionistas podían inscribirse por semana. El desayuno estaba incluido en la mensualidad. No estaba previsto que alguien se fuese sin desayunar. Frau Berta se levantaba de madrugada y lo primero que hacía era poner la tetera al fuego por si algún albergado debía salir más temprano que de costumbre. Los fines de semana había pan amasado, que ella misma horneaba. También las mermeladas eran caseras.

      Tenían dos empleadas en la cocina, pero una de ellas perdió el derecho a servir la mesa después que partió un plato sopero de una vajilla alemana que frau Berta cuidaba como los hijos que no había tenido. No había imposiciones ni interdicciones religiosas. A nadie pareció molestarle que los ocupantes de las habitaciones que liberó una familia que se mudó al sur, fuésemos judíos. El tema de la guerra y los orígenes y afinidades de cada pensionista era tema prohibido en la mesa. Ahí éramos todos chilenos. Las referencias a las otras nacionalidades solo podían ser culinarias, climatológicas o relativas a la fauna y flora del país respectivo. Frau Berta preparaba dulce de membrillo o strudel de manzana con el mismo cariño.

      Los sábados se instalaba una feria en San Pablo, de Cumming hacia el poniente. Con lluvia o con 40 grados de calor, frau Berta partía temprano acompañada de Lina, que vivía en un cuartucho al fondo del caserón. A menudo yo las acompañaba para comprar cerezas, pepinos o brevas según la estación. Así regaloneaba a mi papá, que a veces se quedaba hasta tarde en el taller. Además de la fruta, siempre le tenía un pedazo de queso chanco, mortadela y una marraqueta, porque no le gustaban las hallullas.

      Un día, Adler Kugler vino a invitarme al teatro y conversó con frau Berta y su esposo mientras esperaba que yo terminase de arreglarme. Ese día subimos en consideración y respeto. Dejamos de ser migrantes judíos que merecían el mismo trato que cualquier extranjero decente, para pasar a ser una familia vinculada a un herr Kugler, joven compatriota de ideas contundentes y categóricas, buen conocedor del idioma predilecto de los filósofos y pensadores de Europa, vale decir del mundo.

      Kugler se entendía mejor con los adultos que con los muchachos de su edad. Se desenvolvía con mayor soltura disertando sobre Goethe que bailando swing. Prefería discutir de política o religión en un salón de té que beber cerveza en un bar. Yo era la única persona por quien estaba dispuesto a alterar sus costumbres, y fui la primera mujer que invitó a la casa de sus padres. Relájate Adler, los dos mil años del pueblo alemán no te están juzgando, le decía cuando había que despeinarse. Son muchos más de dos mil, Esther, muchos más, me contestaba corriendo para alcanzar un tranvía.

      Debo reconocer que era todo un caballero. Siempre me acompañó hasta la puerta de la pensión cuando salíamos tarde del cine. Según él, mi barrio era peligroso en la noche. Ha aumentado la delincuencia en Santiago, me decía, tú eres muy inocente.

      La violencia delincuencial no tiene parangón con la violencia política en este país, le contestaba yo recordando las célebres frases de mi profesora de Historia. En Chile es más peligroso ser un trabajador en huelga o un estudiante rebelde que un borracho