Название | Santiago: cuerpo a cuerpo |
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Автор произведения | Lucía Guerra |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561236295 |
–Ustedes nacieron con suerte, chiquillas, porque somos los hombres los que hacemos la pega y si fallamos, o nos vamos cortaos demasiado rápido, quedamos como la mona. En cambio ustedes hasta pueden fingir que lo están pasando bien.
Sí. José hará todo y a ella solo le corresponderá recibir sus caricias y disfrutarlas. ¿Cómo será esto de disfrutar el sexo? El placer debe ser muy intenso puesto que en las escenas que ha visto en la pantalla, los personajes cierran los ojos, como en un trance, y gimen y gritan en una exaltación que nada tiene que ver con una conducta habitual.
Ya están por llegar al cementerio y, aunque Recoleta es una calle rasca con sus casas que ya están por caerse y sitios donde acaban de demoler para construir uno de tantos edificios de departamentos baratos, ella se siente como una amazona que avanza triunfante hacia un templo de cúpulas doradas. Así siempre ha sido su imaginación, y hasta cuando está tratando de venderle una póliza a un cliente, empieza a imaginar quién realmente es a partir de cualquier detalle que le da una pista: la corbata demasiado chillona, el modo de hablar, la manera de mover las manos o las reacciones frente a lo que ella está explicando. Sí, se está imaginando a sí misma como una bella amazona que cruzará el umbral de aquel motel desconocido y José explorará cada uno de los resquicios de su cuerpo, la cubrirá, como ha visto en tantas películas, la penetrará y, convertido en un jinete desnudo, la hará gemir y gritar en medio del caudal del placer. Se le agita el corazón de emoción y curiosidad, palpitan allá abajo sus labios vaginales y se da cuenta de que está deseando a ese hombre que, por fin, acabará con su maldita virginidad.
No quiere ni acordarse cuánto sufrió con la muerte de Pedro. ¡Eso sí que fue un verdadero tormento! Como tenía los brazos enyesados ni siquiera pudo llevar en sus hombros el ataúd de su mejor amigo para depositarlo frente a su tumba. El velorio había sido en su casa llena de llantos y él se había quedado a su lado durante toda la noche. Ya empezaba a amanecer y todos se habían ido a dormir un rato antes del entierro que sería a las once de la mañana. Se le caía la cabeza de sueño y empezó a dormitar sentado en la silla. De pronto, despertó inquieto y con ganas de volver a besarlo en la frente, algo o alguien parecía estarle diciendo que lo hiciera lo más rápido posible, y ya inclinado sobre el ataúd, vio que los ojos de Pedro se abrían por un leve segundo y sus labios esbozaban una sonrisa.
Ya en el cementerio, recordó aquella vez en que juntos habían asistido a los funerales de los hermanos Vergara. Los dos apenas tenían doce años y nunca habían visto tanta gente reunida. Todos cantaban, rezaban y lloraban en la Iglesia de Jesús Obrero, y después habían caminado en una procesión por Avenida La Paz. Como los otros tres mártires de la Villa Francia, los carabineros los habían matado a tiros cumpliendo alguna orden del servicio de inteligencia de la dictadura. Rafael apenas tenía dieciocho años y Eduardo, veinte. Ambos eran estudiantes y un par de veces habían ido a su casa para conversar con su mamá. En medio de la multitud, él y Pedro habían sentido oleadas de dolor, de rabia y de heroísmo, porque en esa época había que ser muy valiente para rendirle homenaje público a las víctimas de la resistencia. Cuando con la mano izquierda que no tenía enyesada, arrojó un puñado de tierra en un último adiós, volvió a ver a Pedro con los ojos abiertos y esa sonrisa que parecía dirigida únicamente a él.
¡Y cómo no, si habían sido verdaderos hermanos! Siempre juntos y hasta ahora, a pesar de la muerte. Y había sido Pedro quien lo había ayudado a superar tanto sufrimiento. Justo un mes después de su muerte, él estaba llorando en la cama y sin poder quedarse dormido. De repente, sintió algo extraño en el aire, una especie de quietud, como si se hubiera detenido el tiempo y oyó la voz de Pedro que venía desde lejos.
–¡José! ¡José! –lo llamaba, hasta llegar tan cerca de él que sintió su aliento en la mejilla izquierda.
Todo era tan vívido que se sentó en la cama y le preguntó qué quería, como si estuviera vivo.
–Déjate de sufrir por mí. Yo estoy bien, así es que duérmete no más y sigue con tu vida.
Atónito, se había quedado mirando la cortina que estaba moviéndose, aunque la ventana estaba cerrada, hizo la señal de la cruz, dijo una oración y se acurrucó en la cama sintiéndose aliviado.
El auto de atrás toca la bocina y vuelve a esta otra realidad que está viviendo.
–Perdona, Martita, que nos ha tomado tanto tiempo llegar. Pero ya estamos por pasar por el cementerio y de ahí solo quedan dos cuadras.
Ella le sonríe amorosa. ¡Qué tiempo que una mujer no le sonreía así! Nadie le quita de la cabeza que Valentina le hizo un maleficio y lo dejó castrado. Bueno, no en el sentido corporal, porque todavía funciona muy bien, pero nunca más ha tenido suerte con las mujeres. Como que perdió el talento para seducirlas y se convirtió en un Don Juan fracasado, en un lacho en plena derrota. Las mujeres ya no caían tan fácilmente y, si alguna lo hacía y hasta empezaban a pololear, él sentía miedo de enamorarse y volver a sufrir. Bastaba un pequeño detalle para que sintiera desconfianza y, a los pocos meses, terminaba la relación. ¡Qué raro que en cuanto Martita entró al taxi, él empezó a desplegar las tácticas que usaba en su juventud!
Y también es un albañil fracasado: el cuerpo de Pedro que venía a gran velocidad, le pegó tan fuerte en los brazos que casi le hizo astillas los huesos, dejándolo incapacitado por el resto de sus días. Con yeso anduvo por más de seis meses y aunque los huesos y los tendones se recuperaron con el tiempo, ya nunca más lo contrataron como albañil, y aún recuerda con mucha nostalgia esas horas en que lo pasaba tan entretenido y contento haciendo murallas, lindos diseños de piedra o de ladrillo en el piso de algún patio o alguna terraza y esos adornos en roca caliza que le había pedido una señora mostrándole un libro que traía ilustraciones del arte de los aztecas. Cada vez que pasa por alguno de esos edificios, siente ganas de detener el taxi, bajarse y volver a palpar esos ladrillos que, con la mezcla de cemento que él dispuso, se quedaron allí para siempre.
En ese momento, siente que Martita le está acariciando la mano. Hasta ahora, lo ha dejado que le sobe el muslo debajo del vestido, incluso que avance y le introduzca la mano por el calzón cuando el taco se hizo demasiado largo, pero ahora que ha dejado la mano descansar sobre su rodilla, ella la acaricia, la toma entre sus dos manos y la besa de una manera tan tierna que lo emociona.
–Ya falta muy poco, mi amor, para llegar –le dice, desviando la vista por un segundo para mirarla a los ojos y siente que Pedro está allí, en el verdor de su mirada.
¿Será posible que Pedro, donde quiera que esté ahora, le haya enviado esta mujer tan llena de cariño?
Frena abruptamente porque, por estar distraído, casi atropella a una señora que está cruzando la calle con un niño. Desde los puestos de flores a la entrada del cementerio, rosas, claveles y crisantemos le están iluminando la vida con sus colores, y en el último puesto un vendedor le está pasando a un cliente un ramo de ilusiones, esas flores de pétalos tan frágiles y tan pequeños en una blancura que le hace evocar la inocencia.
Sí. Es Pedro quien le ha enviado a Martita y señaliza hacia la izquierda, porque ha decidido entrar al cementerio para llegar hasta su tumba y darle las gracias al mejor amigo que ha tenido en su vida. “¡No! Sigue, huevón. ¡Cómo se te ocurre que la vai a traer al cementerio! A la mina se le van a acabar las ganas, y te vai a quedar sin pan ni pedazo”. Le hace caso a Pedro y sigue por la Avenida Recoleta.
–¡Por fin llegamos! –exclama José al dar vuelta a la derecha y entrar a una especie de enorme patio rodeado de cabañas–. Quédate aquí, mijita, mientras voy donde el tipo ese para que me pase la llave. ¡No me demoro ni tres minutos! –añade dándole un beso en la mejilla.
Marta sonríe y mira a su alrededor. Hay ahí árboles centenarios cuyos troncos contrastan con la madera nueva de las cabañas. Seguramente en el pasado todo aquello era parte de una casa patronal, como la de su tía abuela en Villa Alegre. Este lugar no tiene nada que ver con el templo de cúpulas doradas, ni ella una pizca de semejanza con la intrépida amazona que, de pronto, se ha convertido en una imagen de pacotilla. Ahora se siente, más bien, como una paloma a punto de ser degollada. No, no es