Название | Santiago: cuerpo a cuerpo |
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Автор произведения | Lucía Guerra |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561236295 |
Cuando ve la mano de Malena que parece estar diciéndole adiós antes de desaparecer totalmente, Marta siente una oleada de rabia y rebeldía por no haber podido ser como ella quien, por su cuerpo esbelto y bien torneado, había sido deseada por tantos hombres. Ella, en cambio, jamás ha tenido un pretendiente ni mucho menos un pololo. Pese a su éxito profesional y al hecho de que gana bastante dinero, desde la adolescencia se ha sentido una mujer fracasada.
Ya cumplidos los cuarenta, sabe muy bien que nunca va a poder entregarse por amor ni tampoco elegir al hombre que la desvirgará, que la desflorará, como se decía en el pasado implicando que la virginidad era un tesoro y una delicada flor que debía cuidarse con esmero. Entonces, qué importa que su himen vaya a ser rasgado en un motel cualquiera y no sobre las sábanas sacrosantas de un lecho nupcial. Además, no le importa que ese hombre sea un vulgar taxista que se hará humo en las calles de Santiago en busca de pasajeros desconocidos. Es por eso que está aquí con él. Como no pudo hacer partir el motor de su automóvil, salió a la esquina de su casa y le hizo una breve seña para que se detuviera. Nada sabe de él, apenas su primer nombre, y nada sabrá de él, después de este encuentro, tan parecido al de ese bolero que ahora se le viene a la memoria mientras le echa una última mirada a los techos de las casas interrumpidos por altos y modernos edificios. (“Yo sé que soy una aventura más para ti / que después de esta noche, te olvidarás de mí”).
El inicio de esta aventura fugaz ha sido muy breve y realmente inesperado.
–¡Por Dios que hace calor! –le había comentado mirándola por el espejo retrovisor.
–Demasiado. Tanto que me dan ganas de pasear por el cerro San Cristóbal en vez de ir a la oficina.
–Si quiere, la llevo un rato por allá...
Había vuelto a mirarla, pero no como los otros hombres. En su mirada había un brillo especial que, por primera vez, la hacía sentirse atractiva. En un impulso hasta entonces desconocido, la entusiasmó la idea de no llegar a la oficina y disfrutar el frescor de esos árboles tan frondosos. Cuando aceptó sujetarse de su mano para subir las gradas que conducían a la estatua de la Virgen en la cima del cerro, sintió un pequeño vuelco en el corazón. Él le apretaba la mano con cierta ternura y fue justo cuando, bastante cerca uno del otro, contemplaban el pie de la Virgen pisando a la serpiente, que él, después de hacer una broma, le pasó el brazo por los hombros y ya no la soltó más. La miraba con ojos de enamorado, le decía frases que nunca nadie le había dicho, y de su cuerpo emanaba un calor que ella sentía como un oleaje cálido que le producía un cosquilleo desconocido en la vagina y en los pezones de sus senos insólitamente erguidos.
–¡Qué ganas de comérmela a besos! Pero en medio de tantos niños que parece que vinieron en una excursión de la escuela es imposible... Absolutamente imposible –agregó bajando la cabeza en un gesto un tanto melodramático.
Volvió a mirarla a los ojos y acariciándole la espalda, dijo en un tono cauteloso:
–Tal vez, podríamos ir a otra parte para que podamos estar solos.
Fue en ese momento cuando vio a Malena, comprendió su mensaje y aceptó la proposición.
–Sí. Vamos –respondió decidida, y sintió que su cuerpo obeso se despojaba de todo repliegue grasoso para permitirle dar el salto intrépido de una gimnasta.
Todas las otras mujeres podían darse el lujo de adornar el acto sexual con los resplandores del amor, pero no ella y su gordura que la había hecho vivir el martirio de que ningún hombre la amara o la deseara. En la escuela no había sido más que una gorda simpática y buena gente a la que se le acercaban los muchachos cuando necesitaban completar los apuntes de alguna clase, y después se había transformado en la guatoncita cordial y risueña de la compañía de seguros quien siempre lograba vender el mayor número de pólizas cada año. Y al caminar hasta el maestro de ceremonias para recibir el premio que le entregaban durante el banquete de Navidad, ella avanzaba consciente de los ojos de sus colegas clavados en sus senos descomunales, en los rollos de grasa que se le acumulaban alrededor de la cintura y en sus nalgas que subían y bajaban al son de su carne fofa y abundante.
En el verano siempre usaba túnicas con mangas de murciélago que solo lograba conseguir en la tienda del hindú, allá en el barrio Patronato. Pero, a pesar de ser tan anchas, le quedaban ajustadas a la altura del pecho, igual que el sostén cuyos bordes creaban otros rollos odiosos. Y para qué hablar de la ropa de invierno con sus pantalones negros, siempre negros para disimular la gordura, sabiendo que no hay manera de disimularla, y esas chalecas tan amplias y de todos colores para poder verse un poco distinta cada día. Envidia le han producido siempre las otras mujeres con sus suéteres y blusas que acentúan los senos y esas calzas ajustadas que les modelan los muslos, mientras que en sus piernas protuberantes la grasa nunca ha dejado de hacer un rollo al llegar a la rodilla y, cuando se sienta, la barriga se le desparrama como si fuera jalea.
–Vamos –vuelve a repetir, porque no quiere morirse sin llegar a saber qué se siente al vivir eso que el diccionario llama “coito”, aunque la gente prefiere darle otros nombres, como hacer el amor, consumarlo, unirse en un encuentro sexual, entrelazarse en cuerpo y alma... Así dicen las novelas, más docenas de eufemismos y groserías que se oyen a diario.
¡Cuándo iba a imaginar que le saldría al paso esta oportunidad! Pensar que ya estaba por irse a la casa porque había estado manejando desde las siete de la mañana y apenas había hecho tres carreras cortas. Con ese día tan bochornoso, la gente prefería quedarse en la casa y capaz que en la tarde se pusiera a llover. Pero, de pronto, había llegado este golpe de suerte y buena fortuna, algo bastante raro en su vida después de que Valentina lo abandonó.
Justo en Manuel Montt, y a tres cuadras de Providencia, lo había hecho parar esta mujer que ahora tiene a su lado. Parecía una pasajera cualquiera y, como era gordita, le había costado subirse al auto.
–Buenas tardes. Por favor, lléveme a Providencia con Antonio Varas –le había dicho, y a él le había llamado la atención el tono cordial de su voz y esos ojos tan bonitos.
Por eso, la había vuelto a mirar por el espejo retrovisor y había comentado que hacía tanto calor.
¡Si alguien le hubiera dicho lo que vendría después, simplemente no lo habría creído! Cuando aceptó que la llevara al San Cristóbal y no a su oficina, volvió a sentir ese entusiasmo que le producían las mujeres cuando era joven. En cuanto pudo, dio una vuelta en u sintiéndose contento porque ella respondía a sus miradas e incluso sonreía mostrando una dentadura de dientes muy blancos. Esta iba a ser una carrera más larga, y por fin se rompería la rutina de su trabajo tan ingrato. Santiago estaba lleno de autos negros con techo amarillo que le daban a las calles un aire festivo de carnaval, aunque ocurría exactamente lo contrario. Algunos choferes, haciéndose los machos osados, se cruzaban por delante, los buses tan largos del Transantiago se quedaban parados como imbéciles, aunque ya hubieran subido todos los pasajeros y nunca faltaba un camión lento y destartalado acarreando chatarra. Y para qué hablar de los insultos y los gestos agresivos: “¡Aquí no podís doblar, saco e güevas!”, “¡muévete de una vez, concha e tu madre!”. Y no faltaba el que se bajaba de su vehículo para ir a pegarle a otro.
Lo que más le desagradaba era dejar de ser una persona. Los pasajeros se subían y bajaban sin prestarle mayor atención, como si él fuera nada más que el auto mismo, una cosa que se toma y se deja. Una cosa que se paga y pa colmo, súper mal. Algunos tenían la deferencia de conversar un poco, pero después de tantos años como taxista, se ha dado cuenta de que a los que hablan les gusta solo hablar de ellos mismos. ¡Todos metidos en su propio mundo! Como ratones en una cueva, y muchas veces cuando está a punto de quedarse dormido vuelve a oír las voces de los pasajeros hablando puras huevadas entre bocinas, ruido de neumáticos y algún frenar abrupto.
¡Trabajo de mierda! Pero es lo único que puede hacer en este país lleno de cesantes, y él sin profesión y con dos dedos chuecos. En cambio, le gustaba tanto trabajar de albañil, igual que su padre. Era lindo poner un ladrillo tras otro hasta construir una muralla que, seguramente, se quedaría allí por muchísimos años y, por eso, cuando se tenía