Название | Santiago: cuerpo a cuerpo |
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Автор произведения | Lucía Guerra |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789561236295 |
Santiago. Cuerpo de intersticios y yuxtaposiciones. En él, se destacan monumentos, edificios gubernamentales e íconos que reafirman la identidad nacional; plazas, parques y otras áreas verdes para entretención y salud de los ciudadanos, aunque también sirven para las transacciones ilícitas; barrios elegantes, viviendas de una amplia clase media, poblaciones marginales y lugares clandestinos. Por todos estos espacios, transitan ciudadanos intachables, mendigos y delincuentes, mientras los tiempos se entrecruzan y se funden en la imagen de la catedral reflejada en los ventanales de un moderno edificio y durante una de las tantas demostraciones políticas, un encapuchado se subió a la estatua de Andrés Bello para cubrirle la cara y hacerlo uno de los suyos.
Santiago.
Cuerpo desarticulado pese a la exactitud geométrica de sus calles.
Cantata de voces múltiples girando fuera de toda armonía.
Mapocho. Palabra enigmática para quienes se proponen establecer su etimología. Para algunos, proviene de la contracción “mapu-ch(e-c)o” que significa “río de los mapuche”. Lo único cierto es que fueron ellos quienes le dieron este nombre, tal vez, uno de tantos en su milenaria trayectoria.
Río Mapocho: único testigo sin lenguaje de la historia de Santiago.
Su recorrido que nace en las alturas del cerro Plomo con sus nieves eternas y desemboca en el río Maipo ha sido siempre caprichoso. Durante siglos, sus brazos secos eran la amenaza de lo impredecible y sus intempestivas crecidas aún hoy día inundan los lugares aledaños burlando la fortaleza de sus tajamares.
Su presencia de siglos ha marcado un hito importante en la urbanización de Santiago y, sin dar orden alguna, indicó la dirección de su avenida principal. Aquel antiguo brazo que se extendía desde la Plaza Baquedano hasta la Plaza Constitución, creando un islote donde se construyó el centro de la ciudad, fue rellenado con tierra y lo que era La Cañada de San Francisco se convirtió en la Alameda de las Delicias. En 1820, Bernardo O’Higgins transformó aquel basural en un paseo y, desde Mendoza, un fraile trajo los álamos que la adornarían. Por allí paseaba la aristocracia santiaguina mientras al otro lado del río Mapocho –depositario de los desechos de la ciudad– La Chimba era el espacio de los crecientes sectores que los burgueses llaman “populares”.
Paralela al río, la Alameda se extiende hasta el límite poniente de Santiago y, hacia el oriente, una plaza con dos nombres (Italia, Baquedano) marca su fin. Pero no es su fin, esta avenida continúa siendo la misma aunque con un nombre distinto: Providencia, en homenaje a aquel asilo de huérfanos a cargo de las Hermanas de la Providencia y construido entre 1881 y 1890 por el arquitecto italiano Eduardo Provasoli. Gran parte de este edificio fue demolido en 1941, quedando en pie la capilla y el claustro lateral que ahora constituyen la Parroquia de la Divina Providencia.
Esta fractura solo creada a nivel denominativo responde a la escisión entre ricos y pobres y la estatua de aquel ángel caminando con un león en el rincón de la plaza que da hacia la orilla del río y la Escuela de Leyes, bien podría ser un símbolo de los dualismos sencillos que ocultan una situación social por siempre problemática. No obstante los diseños urbanos que acentúan las divisiones sociales, Santiago es también un espacio de flujos y entrelazamientos inesperados de los cuerpos.
Mientras contempla Santiago desde el cerro San Cristóbal, vuelve a ver a Malena, ahora de pie sobre la capa de esmog y haciendo los pasos del charlestón en un flirteo de artista de cine. Sus piernas cubiertas por medias de seda transparente, su falda que le llega más arriba de las rodillas y ese collar que cae hasta la cintura pasando por el pronunciado escote están confirmando los dos mensajes que le envió a la hora de almuerzo. Malena había sido una mujer valiente y sin inhibiciones, capaz, según le contaba su abuela, de tener romances apasionados que escandalizaban a la sociedad santiaguina de los años veinte.
A estas alturas de su vida, lo que su abuela llamaba “romances apasionados” implica muchísimas otras cosas, como se hace evidente en tantas novelas y películas: coqueteos insinuantes, miradas fervorosas, roces furtivos, el primer beso en la boca seguido de caricias cada vez más atrevidas hasta yacer en un lecho y unirse desnuda al cuerpo de un amante.
Es obvio que Malena le está diciendo que acepte la proposición que le acaba de hacer el taxista y desde la línea gris del esmog, esa especie de fino casco plateado que cubre su melena lanza destellos con sus mostacillas y lentejuelas, indicándole que le infunda brillo a su vida tan opaca y bajo el cielo nublado de este día que, desde muy temprano, amaneció abochornado.
Esta es la tercera vez que se le aparece. Cuando estaba terminando el almuerzo con la típica ensalada de lechuga, porque es la ensalada que contiene menos calorías, le pareció sentir un pequeño ruido en el patio, pero no le prestó mayor atención y siguió masticando esas hojas verdes y crujientes cuando, de pronto, vio pasar a Malena por el patio y desaparecer entre los rosales. Caminaba rápido con sus zapatos de medio tacón, sin dejar de cimbrear las caderas, y sus manos de dedos ágiles parecían colibríes coqueteando en el aire.
No la había visto desde la muerte de su abuela y al principio, pensó que, inconscientemente, mientras masticaba la lechuga sintiéndose un aburrido animal bovino, había venido el recuerdo de Malena, tal como se la describía su abuela.
–Imágenes de la infancia –se dijo– ¡Quién no las tiene alguna vez!
Después, siguiendo la rutina diaria, había subido al segundo piso para arreglarse un poco el peinado y repasar el maquillaje de la mañana. Cada vez que subía la escalera, le empezaba a fallar la respiración y la invadía ese terrible sentimiento de culpa. Esto le pasaba por ser demasiado gorda, por haber nacido con la desgracia de disfrutar tanto la comida y aunque desde los diez años sus padres la habían obligado a hacer dieta, el hambre la despertaba hacia la madrugada y no tenía otra alternativa que bajar sigilosamente a la cocina y robar deliciosas tajadas de jamón, salame y queso. Después, de la despensa sacaba pan, nueces y pasas que ponía en una bolsa plástica y comía en la cama mientras se adormecía con la agradable sensación de tener el estómago satisfecho.
Casi toda su vida había hecho dietas que, en un impulso irrefrenable, terminaba por transgredir. Y era por ser obesa que no aprovechaba la comodidad de almorzar en el casino de la compañía. ¡Cómo detestaba la mirada de los otros empleados y esas risitas irónicas mientras ella comía sintiendo vergüenza de su gordura!
Como siempre hacía antes de regresar a la oficina, se paró delante del espejo y, cuando acababa de alisarse la chasquilla que se había encrespado con el aire húmedo de ese día nublado y tan caluroso, a sus espaldas volvió a ver a Malena con aquel maquillaje que acentuaba sus ojos oscuros y su boca sensual. No atinó a darse vuelta, porque su abuela le había explicado que si uno mira de frente a los fantasmas, ellos se encolerizan y pueden enviar una maldición de por vida.
Entonces, desde el espejo, la había visto elevar los brazos y enlazarlos al cuello de alguien más alto y después, entornando los párpados, había estirado los labios en un largo y apasionado beso.
Las señales que le está enviando ahora ya son demasiado explícitas: balancea el cuerpo de manera seductora y se ha quitado la blusa y el sostén para lucir sus senos desnudos.
–Sí. Vamos –le dice Marta al taxista con la seguridad de que esta será la única oportunidad en su vida para acabar con la virginidad.
Piensa que de nada vale estar haciéndose de rogar, y si este es el mensaje de Malena también tiene que ser el de su abuelita que la había querido tanto. Y cómo no si ella era la única en toda la familia que la escuchaba y le creía todo lo que le contaba de los aparecidos. Incluso a veces se quedaban abrazadas en algún rincón de la casa, a la espera de uno de ellos, y la abuela echando un vistazo de reojo se lo describía como a un retrato viviente.
Marta vuelve a mirar la ciudad de Santiago allá abajo y ve que la figura de Malena empieza a desvanecerse entre las nubes. Ella nunca habría rechazado la posibilidad de hacer el amor, nunca tampoco