Название | Juana la enterradora |
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Автор произведения | John Saldarriaga |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789585495821 |
Co863
S162
Juana la enterradora / John Saldarriaga. Medellín, Colombia : Ediciones UNAULA, 2021.
239 páginas (Tierra Baldía)
ISBN: 978-958-5495-81-4
I. 1. Novela colombiana
2. Literatura colombiana
II. 1. Saldarriaga, John
Juana la enterradora
JOHN SALDARRIAGA
Serie: Tierra Baldía
Ediciones UNAULA
Marca registrada del Fondo Editorial UNAULA
© Universidad Autónoma Latinoamericana
Primera edición: octubre de 2021
ISBN: 978-958-5495-81-4
ISBN-e: 978-958-5495-82-1
Hechos todos los depósitos legales
Derechos de autor reservados
Edición general:
Jairo Osorio
Diagramación e impresión
Taller Artes y Letras S. A. S.
Universidad Autónoma Latinoamericana UNAULA
Cra. 55 No. 49-51 Medellín - Colombia
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Advertencia
Esta es una novela de ficción.
Personajes, hechos, circunstancias y escenarios tienen origen o, más bien, datos inspiradores en sus similares reales, pero no se puede decir que los resultados sean históricos. Lo anterior también puede explicarse así:
Tomé puntos de partida reales y acudí a la imaginación para construir la obra. Entonces, el resultado es una fusión de realidad y ficción, y resulta imposible determinar dónde comienza una y termina otra.
La novela es un conjunto de cuentos. Esta es una de las primeras definiciones que aprendí, cuando aún cursaba la primaria en la escuela Fernando González. Y en esta obra he intentado que cada uno de los capítulos tenga vida propia, mediante el relato de una historia redonda y completa, al tiempo que se dejan unir mansamente para contar entre todos la historia de Juana la enterradora.
Esta obra es también un acercamiento al cementerio de Envigado, del que no se ha escrito tanto como debiera.
¡Ahí lo van a enterrar!... A las dieciocho y media… Oscurece ya… No vino gente rica, poca gente…
Apenas siete personas: los dos hijos y cinco parientes obligados… El enterrador Urquijo está afanado… Se alumbra con lámpara Cóleman… Levántala para alumbrar el interior de la bóveda… Cargan al muerto y lo empujan… sonido de arrastrar madera sobre granitos de cemento y cal…
“¡Enderécelo!” dice alguien a Urquijo, “pues quedó atravesado en la bóveda”… “Está muy tarde”, responde Urquijo… Colocan la tapa del hueco… Urquijo cuña los resquicios con cantos de ladrillo…
Coge una mano de cemento y la pega a los cantos… La extiende luego en círculo, de una manotada… “Ya está”, dice. “No está aún”, responde uno de los hijos… “Está muy tarde, contesta Urquijo, mañana acabaremos”…
Fernando González, en Revista Antioquia
Y yo voy a su tumba a soñar… Guy de Maupassant, en Las sepulcrales
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Hoy, revisando cosas viejas, botando lo inservible, sacando el diablo como se dice, encontré algunos de mis Diarios. Mejor dicho, mis memorias, ya que no los escribía tan pronto iban sucediendo los hechos, es decir, mis vivencias, sino después, cuando habían pasado. Los había perdido de vista entre tantos trebejos que tienen todos los de esta casa de locos, casi veinte personas entre tíos y sobrinos, una manada de dinosaurios, no solo porque la mayoría estamos viejos, sino porque ya olvidamos o no nos importa cuáles son hijos de quién: los de Luz Elena, los de Alfonso, y el mío; cuáles somos los hijos de Víctor Molina y María Evangelina Medina —siete, si mal no estoy— ni cuáles los vástagos de mi papá con otra mujer con quien estuvo antes; cuáles de los hermanos míos no tuvieron ni uno. Lo cierto del cuento es que todos —padres, tíos, hijos, hermanos, nietos, sobrinos; todos— nos hemos tratado como iguales. Parecemos hermanos que deambulan por la casa como fantasmas y como auténticos desconocidos.
Cuando digo “la casa”, no me refiero a una construcción con paredes y techo, donde metemos nuestras miserias para protegerlas de la intemperie y esconderlas de los ojos del mundo. Bueno, también, pero no solo a eso, a una vivienda semejante a la de cualquier familia; la nuestra incluye el cementerio, la cantina y todo.
Al recuperar estos cuadernos empastados en terciopelo negro —les ponía esmero, nadie puede dudarlo—, eché de ver que comencé a escribirlos de manera tardía. No a los quince años, como las mujeres afanadas por apuntar sus modestas hazañas, sus incipientes experiencias, sus idilios etéreos y sus sueños bobos, sino después de los cuarenta y cinco, cuando ya había vivido; había pasado por tantas estupideces que, una tras otra, van haciendo la vida.
La idea la tomé de El diario de Ana Frank, que leí a medias. Un volumen raro que le regalaron a mi papá no sé cuándo; ah, no, que se encontró entre las flores de la tumba sin identidad y sin fechas del ala occidental, un día de esos cuando en el cementerio hay más vivos que muertos… No, no fue así; ahora lo tengo claro… No lo de la tumba antigua y olvidada, la cual es otra historia… tal vez… Me refiero al libro: se lo dio a mi papá una mujer judía, una tal Molka Eidelman, quien, al tiempo de llegar a estas tierras, cambió el nombre por Marta. Con la señorita Débora Arango, fue la primera mujer que manejó carro en Envigado y todo… Ella alcanzó a contarnos su historia a mi papá y a mí un día, no el mismo en que le regaló el libro, sino otro, pues estaba triste. Mi padre dejó el azadón; yo abandoné la regadera. Nos quedamos como hipnotizados oyendo a esa mujer. La observé con detenimiento, demorándome en apreciar ese rostro suyo dueño de una belleza exenta de delicadeza, gobernado por unos ojos oscuros, profundos y brillantes, sus mejillas pobladas a medias por pecas rojas que recordaban el mapa de un territorio insular, su frente amplia sin ninguna arruga que la surcara. No pude dilucidar ese aire suyo de mujer desparpajada que lo ha vivido todo. Me resultó imposible calcularle la edad… Y, modestia aparte, he sido buena para eso.
Vino huyendo del odio. Estudió en La Presentación. La llamaban la Niña Judía… Se le veía orgullosa de ser paisana de Nuestro Señor Jesucristo y repitió varias veces esta circunstancia en los contados minutos de la conversación. Sus padres, de origen rumano y religión judía, la concibieron en altamar, a finales de 1929, a bordo del barco carguero que los trajo hasta Buenaventura, en un recorrido de cuatro meses, huyendo de los rigores del antisemitismo rumano. “No había empezado la guerra —decía y las palabras resonaban en mi mente infantil como un trueno a medianoche, y siguen retumbando ahora cuando vuelven a mi memoria— y la situación para nuestro pueblo era difícil”. Nació en el año treinta y la nombraron Molka. Molka Eidelman. Ella, para evitar confusiones “y peligros, con ese antisemitismo que había”,