Campo de los almendros. Max Aub

Читать онлайн.
Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



Скачать книгу

vas a hacer?

      –Organizar la evacuación de la mejor manera posible. Estos hijos de puta no han hecho nada, no han preparado nada, no han previsto nada.76

      –Que la organice Domínguez, que para eso lo han mandado.

      –Lo que tenemos que hacer es organizar la evacuación de los nuestros.

      –¿En qué quedamos?

      –Nunca has comprendido la diferencia entre táctica y estrategia.

      Es verdad.

      –Por de pronto hay que contar con los camiones necesarios para llevar la gente a Alicante.

      –No será muy difícil.

      –Hacer los itinerarios precisos, señalar las horas exactas, los lugares de reunión, avisar a la gente.

      –Bien.

      –No te lo pintes tan fácil, camarada, ninguno duerme en su casa, ninguno debe dormir en su casa, a menos de tener un escondite seguro, sino pasar las noches en sitios distintos. Y nada de fichas o de listas, ni de direcciones.

      –Como si volviéramos a la clandestinidad.

      –Ya hemos vuelto. Y tú me vas a ayudar.

      –Asunción me espera en Alicante.

      –Ya la encontrarás. Por ahora, te necesitamos aquí.

      –Está bien.

      –¿No la puedes avisar?

      –Si dan con ella, sí.

      –Haz lo posible.

      –Descuida.

      Se lo promete a él mismo. No esperaba el refuerzo que significa para él Vicente Dalmases; al verle entrar decidió aprovechar su probada efectividad.

      Calles, paseos, avenidas. Tiendas abiertas, con pocos géneros, otras –más– cerradas. Los bombardeos han deshecho a medias las casas cercanas al puerto: las del Parque de Canalejas, las del Paseo de los Mártires y del Postiguet, las del paseo de Gomís. Asunción va del Gobierno Civil al Militar; del local de la UGT al de algunas Federaciones.77 Busca, indaga y pregunta con precaución y en vano. Nadie sabe nada de Vicente; ni siquiera le conocen.

      –Este llega de Madrid.

      –Este acaba de llegar.

      –No sé.

      –No se sabe.

      Se entera, a retazos, de que el 22 cuerpo de Ejército sigue dominado por los comunistas, de que Checa y Vega están presos, de que el general Escobar acabó con los comunistas en Ciudad Real,78 de que nadie sabe lo que va a pasar. Se le acaba el poco dinero que ha traído, al comprar unas alpargatas. Le dan de comer en un Instituto para Obreros al saber su condición de maestra en otro similar.

      ¿Dónde dormir? Por el paseo de Méndez Núñez lee el letrero de un tranvía: «Muchamiel».79 Le vuelve un confuso recuerdo de su infancia: Muchamiel. Muchamiel. El nombre se le quedó grabado. Le gustaba –y le gusta– la miel, los caramelos de miel. Lo oyó en casa. Su padre. De boca de su padre. El pelo rubio, casi albino del cogote de su padre, su acento catalán. Muchamiel. Amparo, la asesina. Su padre, muerto. Luis Romero, asesino.80 ¿Dónde estará Vicente? Y si, de pronto, se le apareciera ahí, frente a ella, frente al banco del paseo en el que, cansada, indecisa, desesperada, se ha dejado caer. Su padre, tan dicharachero. Muchamiel. Rimaba además con algo. ¿Con qué? No podía ser más que con algo relacionado con su condición de tranviario. El tranvía de Muchamiel. Un compañero. Un compañero que estuvo en casa por motivos sindicales. De apellido que rimaba con Muchamiel. Guillermo Tell. Lo mejor, por si acaso, es preguntar dónde está el apartadero. La plaza de Santa Teresa. Cartel: a la Cruz de Piedra, 15 cts.; Condomina, 20 cts... Un «tranviero».

      –Perdone, compañero.

      –Dime.

      –Estoy buscando a un tranviario de la línea de Muchamiel, que era directivo del sindicato hace todavía tres o cuatro años y cuyo apellido acaba también en miel o algo así.

      –¿De dónde eres?

      –De Valencia. Mi padre era del gremio.

      –A quien buscas es a Héctor Buñuel.

      –Ese mismo. ¿Dónde vive?

      –Allá por San Juan.

      –¿Cómo voy?

      –En el tranvía de Muchamiel. Allí, frente a la parada de San Juan, preguntas. Vive al lado. Espera cerca de media hora. Por lo menos tiene algo a que agarrarse. Treinta céntimos hasta San Juan. El Hospital Militar; a lo lejos, la Plaza de Toros, la calle de Sevilla; allí arriba, el Castillo. Al llegar a la Santa Faz quiere bajar.81

      –No, todavía no.

      Un monte, la ladera, casas elegantes. Las calles de los ricos.

      –San Juan.

      Pregunta. Da. Lo reconoce en seguida. Él se acuerda.

      –¿Y tu padre? Hace mucho que no sé de él. ¿Y su mujer?

      ¿Qué contestar? Cualquier cosa, menos la verdad. No por su padre, por el engaño.

      –Murió.

      –¿Amparo?

      –Mi padre.

      –¿Y Amparo?

      –No sé.

      –¿Y cuándo murió?

      –Los primeros días de la guerra.

      –No sabes cuánto lo siento. Le tenía en mucho. Era un hombre, un hombre de verdad.

      Oyen: la mujer y seis hijos pequeños, atentos, de pronto, a la palabra muerte.

      –Todo son desgracias –dice la cónyuge.

      –¿Y tú qué haces en Alicante?

      –Buscar a mi marido.

      –¡Tan joven y ya casada!

      –No soy tan joven.

      –¿Cuándo te casaste?

      –Hace dos años.

      –¿Y tu marido?

      –Estaba en Madrid. Me llamó por teléfono, me dijo que nos reuniríamos aquí. No le encuentro.

      –¿Comunista?

      Asunción duda un momento, fía en la amistad.

      –Sí.

      –Pues, no sé. Vino Etelvino Vega a hacerse cargo de la provincia y le detuvieron.

      –Creo que ya lo han soltado.

      –No lo sé. No quiero enterarme de nada.

      –Si no molesto.

      –¡A qué santo! Y aunque no fuera así, basta que seas la hija de Meliá.

      La mujer añade: –Que en paz descanse.

      Asunción se quedó en San Juan. A la mañana siguiente, después de ayudar a Verónica en el barrido de la casa y en el lavado somero y vestido de los más pequeños, regresó a la ciudad.

      –Al fin y al cabo nadie me conoce.

      –¿Tú también eres comunista?

      –Sí.

      –¡Mare meua! No lo entiendo.

      –Su marido...

      –De la UGT y gracias. No hablamos nunca de esas cosas. Bastante tiene con conseguir comida para toda esta tropa.

      Las indicaciones que le dio Héctor Buñuel no le sirvieron de gran cosa. Nadie conocía a Vicente.

      –¿No podría