Campo de los almendros. Max Aub

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Название Campo de los almendros
Автор произведения Max Aub
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788491347804



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interesó en seguida por Paco Ferrís. Lo citaba en cafés apartados donde podía darse el gusto de pontificar. Quiso formar al almanseño. Dejábale este, más curioso que convencido. Sin embargo, lo marcó indeleblemente, propicias la edad y la ocasión.

      –Intentar ayudar no tiene sentido. A nadie. Cada quién va a lo suyo, aunque no quiera. Así, ¿quién puede remediar a quién? Como no sea económicamente... Es decir, con algo que no tiene que ver con la vida, dar algo que sirva al prójimo para que este haga lo que le parezca mejor. Cualquier otro apoyo carece de sentido. Dios inventó el dinero para eso. Es lo único que sirve para salvar almas ajenas. No protestes: nadie colabora. ¿O conoces alguien que haya agradecido un favor? La filantropía es una mierda; la caridad, un insulto; dar lo superfluo –veinte céntimos o un libro repetido– es deshacerse de lo que sobra, de un lastre, de lo que no vale. O por el placer de dar –el propio gusto–, de regalar, de gozar entregando, una copulita barata. Todos los plazos están vencidos. Entiende: «No hay plazo que no se cumpla»,41 tontería: todo es después, todo fue ya antes, no se hace nada gratuitamente. Nada. ¿Me comprendes? Todo lo rige el interés propio, así sea el ajeno. Siempre se obra por algo. No se suicida uno por nada. Uno manda; siempre se es dueño –poseedor– de algo; la miseria absoluta no existe. Siempre se puede matar, por ejemplo, que es otra manera de dar. ¿Qué diferencia hay entre dar y quitar? ¿Quién agradece de veras un favor? Solo los que pueden devolvértelo con creces. El agradecimiento, de quien da, nunca de quien recibe. Las dádivas solo engendran la envidia. No hablo de las palabras, máscaras que plagan nuestro laberinto. Las sacamos y las agitamos en la punta de unos palos, moviéndolas a distancia. El hombre si no es esclavo es desagradecido. Al fin y al cabo, la libertad es ingratitud o no es libertad. La libertad consiste en hablar y obrar mal para con quien se portó bien contigo. Lo contrario no tiene sentido. Libre, el que se desgaja de sus padres, de sus maestros, de su familia. El agradecimiento es esclavitud. Por eso inventó Dios el dinero, fuente la más corriente de la libertad. Por eso existe tan gran admiración por lo que llaman «espíritus independientes», es decir, los más desagradecidos. La gratitud, la lealtad, son obligaciones tan pesadas que hunden al hombre al fondo de lo vulgar. Vuélvelo: la ingratitud, el desagradecimiento, el olvido, la deslealtad son las bases de la grandeza humana, lo firme de la historia, lo que queda; y no hay progreso. El hombre solo va hacia adelante despreciando lo que antecede, entre otras cosas porque, de todos modos, ahí queda. Para subir hay que pisotear lo anterior, alzarse a costa de lo que sea. No es fácil, porque, además, si lo haces conscientemente, sabes que los que te siguen –a quienes aun sin querer haces favores por el solo hecho de vivir–, a su vez te han de machacar. El mundo es una enorme montaña de fino polvo en la que los que no se ahogan por impotencia, desde que tienen uso de razón, no tienen sino un leve respiro antes de hundirse en lo que hundieron. El interés del mundo reside en la superposición de una maquinaria desconocida –que no sabes si funciona o si lo hace bien o mal– hecha de nuestros pensamientos heteróclitos, arbitrarios, extravagantes, desproporcionados, generalmente monstruosos, muchas veces ridículos, siempre mágicos. La idea de progreso –que envenena al mundo desde hace siglos– es la imagen misma del desagradecer: querer más a costa de los demás, aunque estos, a su vez, «progresen». Todos quieren ganar –lo que sea–. ¿Quién no se naturaliza desnaturalizándose?

      Solían reunirse los jóvenes en el estudio de Dionisio, tendido de seda negra, atravesado por un biombo filipino, dos camas turcas, alfombras persas, mesas bajas, dizque chinas y un piano en el que Blas tocaba, como Dios le daba a entender, algunas piezas de Debussy y Ravel. Ferrís, que era negado para la música, mostró entusiasmo por la Pavana y La catedral sumergida. Dionisio solía vestirse con un precioso kimono negro bordado con flores brillantes, doradas, rosas y verdes, que había sustraído a su madre. Contra lo que pudiera suponerse eran sobrios, dejando aparte el sudamericano que solía emborracharse, a solas, en su casa, cada noche con tal de no oír a su mujer, por no hablar de su gusto natural por el whisky.

      Los primeros escarceos amorosos de Paco Ferrís fueron con una criada de sus tíos, sin mayores dificultades; debido al dinero no hubo favor que no tuviese, aunque bajo, su precio. No pasaron de roces, masturbaciones entre los pechos de la doméstica, que los tenía abundantes, y tentarrujeos repetidos. Así descubrió el hombrecillo cosas insospechadas. Por ejemplo: la menstruación de la que no tenía cabal idea y que le produjo auténtica repugnancia debido, entre otras cosas, al poco cuidado de la Rosario que se contentaba con llevar, esos días luneros, unas enaguas de tela de saco que lavaba con frecuencia. Ni qué decir tiene que de coito ni se hablaba ya que quedaba, para la moza, reservado para uno de su pueblo el día que coyundeara. Paco llegó a preguntarse, en serio, si le gustaban las mujeres. Dionisio le dio a leer algunos relatos eróticos que le produjeron mayor confusión.

      Publicó por entonces el doctor Marañón su Evolución de la sexualidad y los estados intersexuales que pasaron a ser la Biblia del pintor, que tenía nociones de Sade, Gide y algunos surrealistas.42

      –Si todos tenemos dos sexos, más o menos desarrollados, no veo por qué constreñirnos a uno solo. Es una aberración. De ahí la superioridad de los griegos. No seas tonto. Un hombre bien vale una mujer y el tacto, bien amaestrado, se satisface tanto con uno como con otro. La inversión – ¿qué tal sonaría esta palabrita a nuestros padres?– es absolutamente natural. No es vicio. Viciosos o viciosas, como quieras llamarlo, solo pueden serlo las mujeres. Es el único remedio que les queda aun a las más inteligentes, como lo ha visto muy bien Marañón: o se quedan bobas con la maternidad, o imbéciles e insatisfechas con la infecundidad. Que el homosexualismo está mal visto no es más que la prueba de que la humanidad es incapaz, desde hace siglos, de dar un paso adelante. Si no por la misma razón debieran perseguir a los calvos o a los zurdos.

      –Yo soy zurdo –dijo Paco, sonriendo.

      –Comprendes, lo que cambia es la forma, en el fondo todo sigue igual desde el principio de los principios. Siempre hubo hombres, mujeres, hombres-mujeres, mujeres-hombres: imbéciles, inteligentes, imbéciles-inteligentes, inteligentes-imbéciles. Tú y yo nos vamos a entender muy bien.

      –Nos entendemos muy bien: es decir, hasta cierto punto, del que no se puede pasar.

      –Ya veremos –dijo Dionisio.

      Lo intentó. A Paco Ferrís no le produjo ninguna impresión. Blas sintió unos celos feroces. Paco le miró con sorpresa:

      –Si le da gusto, ¿a mí que más me da?

      –Pero tú... –le gritó descompuesto el afeminado.

      –¿Yo? A mí no me interesa.

      Surgió Clemencia, ya en Madrid; que Paco decidió estudiar Filosofía y Letras, cosa que no podía hacer en Valencia. Dionisio le dio cartas para varios amigos suyos, pintores en su mayoría. A Paco Ferrís le hicieron poca gracia y ligó más a gusto con algunos escritores que se solían reunir en la Granja del Henar: Sénder, Sánchez Ventura, Díaz Fernández, Arderiús.43 Allí conoció a Clemencia Velasco. Grande, gorda, fea, joven, como es natural en total ruptura de bando con su familia palentina. Le gustaba montar a caballo, la esgrima, escribir versos al estilo popular de Gil Vicente según la forma –que en otros venía a fórmula– en que lo hacían García Lorca y Rafael Alberti. «No es mala del todo», decían sus mejores amigos. Publicaba aquí y allá sus cancioncillas. Diose cuenta rápidamente de la situación (Paco trajo a la reunión a un joven pintor, Santiago Marco, que todos sabían invertido) y decidió obrar con la prisa que las circunstancias reclamaban, por lo menos para ella.

      Tenía algún dinero que, a la fuerza de la ley, siendo medio huérfana, le enviaba su familia. Poco, pero suficiente para vivir en un pisillo de la calle de Velázquez –que había sido parte de la portería–, que no arreglaba de ninguna manera porque entre otras cosas no le importaba demasiado la limpieza ni la buena vida.

      –Sí, cómo no, engordo como una vaca.

      Se había acostumbrado a tomar solo cafés con leche; eso sí, a todas horas. Lo que le gustaba era Paco, por inteligente, chiquito, grácil.

      –Tamarrizquito, ven aquí –le decía.

      Un sofá, una mesa coja, dos sillas, un armario que nunca pudo cerrarse