Название | Campo de los almendros |
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Автор произведения | Max Aub |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788491347804 |
–¿Tú lo has leído? –pregunta al médico–. ¿Qué te pareció?
–Bien.
Solo le echó la vista por encima, pero no quiere discutir sino comer.
–Tú no te muevas –le dice Clemencia a Vicente–. Ahora te traigo más agua caliente.
–¿Y ese muchacho que estaba contigo ahí afuera? –pregunta Vicente.
–Volvió a Valencia. Viene todos los días. Bueno, venía. Le traía las pruebas del periódico al coronel de la Iglesia, que era, hasta la semana pasada, jefe del Estado Mayor.
–A lo mejor conoce a Asunción.
–Pues sí –dice Clemencia–. No se me ocurrió. A veces parece una tonta...
–¿Cómo se llama?
–Rafael, no sé qué.
–Rafael Saavedra.
–Es un chico estupendo.
–Me ha estado contando cómo se libró de ir a filas.
–¿No está?
–Sí, y no. Le dieron por inútil total. Por eso trabaja en el periódico.
Templado hace una pausa, no solo para masticar:
–Trabajaba.
–Entonces, ¿a qué viene?
–A ver a los amigos.
–¿No hace nada?
–Oír la radio de Burgos, a la hora de los partes, por encargo del Partido –dice Clemencia–. Es la única manera de enterarse de lo que pasa.
–¿Y qué pasa?
–Nada.
(El 19 de Julio de 1936, Rafael Saavedra cumplió dieciochoa años. En la Central de Milicias, bastó su carnet de la FUE. Le dieron un brazalete, un fusil, sin municiones, y le mandaron vigilar el paso a nivel del camino del Grao.
Vivía en casa de su tía, en la calle de Caballeros. Era una costumbre: pasar la Feria en Valencia, antes de ir a reunirse con sus padres, en Zarauz, en agosto. Quiso volver a Madrid la noche misma de la sublevación, pero no hubo trenes: la guarnición de Albacete se había sublevado. Solo pudo hacerlo los primeros días de agosto. Madrid, ardido, le dejó estupefacto y entusiasmado.
Cuando llamaron a su quinta se presentó en la Caja de Recluta correspondiente; a su sorpresa, le dieron por inútil total: «por tracoma.»34 Su tía Manuela, hermana de su padre, se asustó; fueron a ver a un oculista:
–No, nada en absoluto. ¡Qué barbaridad! ¿Quién le ha dicho eso?
–Pues, mire.
–Muchacho, ¡menuda suerte!, hay quien pagaría montones de dinero por tener uno igual.
Rafael no supo qué hacer.
–No seas tonto, aprovéchate –le dijo su tía.
Lo hizo solo a medias, más por la novia que por otra cosa. Se puso a corregir pruebas de El Mono Azul,35 que todo lo que fuera letra le interesaba. Hacía versos, que no enseñaba a nadie, con bastante sentido común para saber que eran malos. Sin embargo, publicó algún que otro romancillo, escondido en la cuarta plana.
–Inútil total...
–¡Bah! –dijo el médico–. Entre mis compañeros, bueno, eso de compañeros es un decir, hubo, había, hay muchos saboteadores. Nunca salieron tantos inútiles como entonces.
–¡Pero, tracoma!
–Ve a saber. Lo más probable es que te confundieran con otro.
–¿Usted cree?
–Claro. Al fin y al cabo, Rafael Saavedra no es llamarse Margarita Nelken.36 ¿Saavedra? A lo mejor te creyeron hijo de un ortopedista de la calle de la Montera, que conozco. No que fuera carca del todo, pero tiene un hijo de tu edad.
–¿Y se llama Rafael?
–No lo sé. Pero puede ser. Andará por el frente y su padre cagando puñetas acerca de lo informales que pudieron ser algunos amigos suyos, médicos de la Caja en la que te presentaste.)37
Madrileño –por equivocación– de un mes; hace veinticinco años, doña Mariana Rodríguez de Ferrís se empeñó en acompañar a su legítimo, fabricante de calzado, de Almansa, en busca del arreglo de un asunto bancario de cierta importancia. Ninguno de sus partos anteriores –seis– había fallado en cuanto a la fecha, aunque sí al sexo, que todas fueron hembras. Sea por lo que fuera – alumbramiento tal vez prematuro– la criatura nació escuálida, calidad, si lo es, que no perdió en todos los años de su vida enfermiza sin que los médicos acertaran nunca a definir las razones de su evidente debilidad. Paco –por su padrino, alcalde de la ciudad– trajo siempre mal color, haciendo temer algún asalto repentino a su quebrada salud que todas las mujeres de su familia reputaban, por adelantado, mortal de necesidad. Mariana, Ángela, María, Carmen, Julia y Adriana, sus hermanas, formaban una valla infranqueable para las posibles corrientes de aire, los microbios, el frío y el calor. Paco Ferrís no tuvo, hasta los diez años, más horizontes que faldas. Su educación fue –como puede suponerse– casera; ¿quién iba a atreverse a sugerir que se le enviara a un colegio? Confiado a doña Josefa Angulo, ancha «maestra nacional» que cuidó mucho, ante las instancias de los progenitores de no «cargarle las meninges» lo que hubiera sido difícil dadas las limitadas dotes de la profesora en quien lo más visible era una dentadura postiza, casi toda de oro, en la que invirtió el caudal de la menguada herencia de sus progenitores, merceros de poco. Así le llegó al jovenzuelo la edad del bachillerato, con sus consiguientes problemas.
–Que estudie «libre». (Es decir, en casa.)
–Y que se examine en Murcia. (Que tenía la reputación de manga ancha.)
–Sí, «libre», pero en los Salesianos, como externo.
–¡Estás loco, Julio! ¿Cómo vamos a dejar que salga el chico de casa? Se perdería. No tienes corazón. Quieres matarme.
Don Julio Ferrís tenía corazón, y grande, aunque no le sirviera para gran cosa.
La única que estaba de acuerdo en que su hermano saliera de la casa era Adriana, que se las prometía felices de benjamina.
Don Claudio Moreno, el médico de la familia –alto, calvo, bigotón, cuello de celuloide, tan gran fumador como chamelista–, no daba opinión, partidario como lo era de que «la naturaleza es la mejor medicina». Don Santiago Abascal, competidor comercial y amigo, fue tajante:
–Dejen al chico; que vea mundo. Si no, el día de mañana, ¿cómo va a manejar la fábrica?
El padrino había muerto, de apoplejía; la madrina había sido doña Mariana. A su director espiritual, don José López Becerra, no muy bien visto de la familia por su abolengo liberal, le tenía sin cuidado:
–Todo tiene su lado bueno y su lado malo –dictaminaba.
–¿Tú qué prefieres? –se le ocurrió preguntarle la hermana mayor, que era práctica y ya empezaba a llevar el peso de la casa.
–¿Yo? –respondió estupefacto el niño, al que nunca pedían parecer–. ¿Yo? No sé.
Con tal que le dejaran jugar con las muñecas de sus hermanas, sus soldados de plomo y libros de estampas lo demás no contaba. Le gustaba quedarse quieto.
–Este va a salir romancero –decía Feli, la criada de más edad–. Déjenlo que vea algo más que las enaguas de todas vosotras, pobrecito mío.
Aunque parezca mentira, el criterio criaderil se impuso y el niño fue a los Salesianos. Abrió los ojos y no entendió nada. Fue pésimo estudiante. Nadie le pidió cuenta de sus suspensos,