Название | Campo de los almendros |
---|---|
Автор произведения | Max Aub |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788491347804 |
En lo que fuera comedor, quedan dos retratos de los dueños de la casa, o de sus padres, cuando se casaron, hace muchos años; él, con bigote y barba; ella, con moño alto y mangas de jamón; la cintura muy encorsetada, estrechísima. Los marcos son de ébano, anchos y sencillos. En medio, una mesa hecha de un tablero y unos burros improvisados. En otra pared, una vieja litografía de Los fusilamientos del dos de mayo, de Goya,3 con anchos bordes amarillentos, encuadrada de media caña negra.
–Sí, es mucho más fácil vivir durante la guerra; porque uno –miles– saben lo que quieren. Despiertas y te duermes con un interés (aunque solo sea el del parte oficial). Todo tiene otro color y las horas un sentido. Antes, ¿qué eras tú? Cualquier cosa, perdona o no perdona. ¿La Universidad? ¿Y qué? No. Un fin, y tampoco un fin remoto, ni la salvación del alma. Ahora algo se juega por ti, cada día en que andas metido, algo que te empuja, que te levanta: la posibilidad de perder, ¿comprendes? Ahí está el quid. Te has metido en algo y puedes despeñarte en la pérdida. Todo el gusto del juego está en la ruina, en la amenaza. Si hubiésemos tenido la certeza de ganar, entiéndeme, la certeza absoluta de ganar, ¿qué ganaríamos? Nada. Y de perdidos, al río. Uno se muere, y ya. Los políticos no pueden pensar así, ni los generales en jefe, supongo; aunque un general en jefe que pensara así sería algo serio. ¿Qué hacías tú cuando no había guerra? Ni siquiera te acuerdas. Era el limbo. Si ganamos, seguirá la guerra. Y si perdemos, también. Por lo menos así lo pensamos y eso nos empuja y mantiene. ¿O no? Esto es vivir, lo otro era vegetar. A menos de tomar la paz como la guerra. Y el amor. La santa paz del matrimonio. ¡Al demonio! ¿Qué se gana con eso? Quedan las queridas, pero son recursos idiotas porque los casados que tienen queridas, dos veces casados; y los que tienen una querida, como si estuviesen casados. ¿Tú no estás enamorado?
–Sí –le contesta Rafael Saavedra.
–¿Novia?
No contesta, se le contraen los rasgos de su cara niña.
–¿Pero te la has tirado?
–No –responde con rencor, y no solo porque Templado es de mediana edad.
–¿Cuántos años tienes?
–Veinte. Veintiuno –rectifica.
–Claro.
–¿Por qué claro?
–No sé. Supongo que muchos de tu edad creen haber vivido más que tú. La guerra da mujeres y las mujeres son la edad del hombre.
Rafael calla, le duele horriblemente lo que le dice aquel hombre. Tal vez es verdad; pero para él, no, y tenía a Alicia, sobre todo sus ojos, continuamente presentes, a todas horas; sus ojos azules estriados de verde. Además, aquel hombre mentía. Mentía a sabiendas (a sabiendas de él, Rafael). Porque, ¿dónde estaban todas esas mujeres?: ni siquiera las había visto desde que llegó al frente. Eso sería en las ciudades. Pero tampoco. Cuenca no es Madrid ni Barcelona, pero sí una ciudad bastante grande y a él, ¿qué mujeres se le habían ofrecido? Posiblemente en las capitales, pero debían de ser mujeres de la calle. Y se había jurado no acostarse nunca con una de esas. Le da asco. Pensar que otro hombre la abrazaría después que él...
–¿Qué estudiabas?
–Derecho.
–¿Qué te falta o te faltaba?
–Dos años.
–¿Y tienes ganas de acabar la carrera?
Ve que se lo pregunta en guasa; no contesta. Tiene la orden, como todos, del general Menéndez, de no moverse. Va y viene porque buscan a los comunistas para meterlos en la cárcel. ¿Quién sabe que lo es? Ni siquiera aparenta su edad. El gobierno de Negrín ha desaparecido. El general Miaja manda ahora en Madrid, a las órdenes del coronel Casado.4
–¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado en Madrid?
–¿Usted lo sabe?
–Hasta cierto punto, como se sabe todo.
–¿Y qué?
–Nada; que ganaron los moros, porque eran más.
Julián Templado no tiene ganas de contarle nada a aquel chiquilicuatre. Llegado a Valencia, de Madrid, hace cuatro días,5 ha venido a Náquera porque es amigo de Federico de la Iglesia6 y allí no puede pasarle nada ni faltará condumio.
Evacuados los heridos del contraataque del 9 de marzo, en Rosales, fue González el que le dijo que se fuera.
–Esto no tiene solución.
–¿Y dónde voy?
–Vete a Cuenca, habla con Monzón, el gobernador. (Si es que lo sigue siendo, piensa.) Un tipo estupendo.
No sabe el jefe de la VII división que Monzón ya está en Orán, camino de Marsella, acompañando a Pasionaria, siguiendo los consejos de Ercoli.7
Cuando Templado llegó a Cuenca encontró la ciudad en manos de los casadistas y, en medio de un barullo espantoso, ya algunos fascistas por la calle. La provincia siempre había sido reaccionaria y durante la guerra pueblos serranos enteros se pasaron al enemigo. Hasta que el gobernador, comunista, le puso término provocándoles a irse, facilitándoles camiones, que los llevaron a las cárceles de Valencia. Ahora los «nacionales» van y vienen por la ciudad, muy quitados de la pena, susurrando:
–Es cuestión de horas.
Lo fue de días. Ahora Templado habla con ese jovenzuelo. Desde la galería posterior de la casa mira el esplendor del paisaje, a la medida del hombre. Montañas, cerros, colinas que no pasan de lo fácilmente escalable y el color malva de todos los matices en la tarde todavía en carne viva. Allí Serra, allí Portaceli (¿dónde los cartujos de antaño? –piensa el médico cojuelo), larga sierra mediana, suave; hacia abajo la huerta, más allá de Bétera. (¿Qué sabe la naturaleza de la Historia? Mañana –o pasado– mandarán aquí los fascistas; las líneas ligeramente quebradas del horizonte, los colores, serán idénticos, Perogrullo de mi corazón.) ¿Cómo de ello saca quietud? No lo sabe; así es.
Rodales de pinos por las cumbres, allá atrás serpentea la carretera de Teruel. Higueras, algarrobos, vides, olivos, tierras labrantías en las hoyadas. El bosque de pinos de Portaceli. El olor. Los olores seguirán siendo los mismos, más el suyo, carcavinando.8
Sentados en el poyo, de espaldas a la maravilla del atardecer, con su fusil ametrallador en las rodillas, un centinela y un comisario lían medio cigarrillo cada uno hablando sin tapujos de lo que preocupa a todos.
–¿Qué crees tú que va a pasar?
–La recaraba.
–¿Qué vamos a hacer?
–Ya nos lo dirán.
–Tú, claro...
–Yo, claro...
–No te contesto, de tan idiota: los comunistas tenemos una sola línea, un solo fin, una sola voluntad y como se trata de una línea científica, no nos equivocamos nunca; eso es lo que no podéis comprender, por lo que se mueren todos de envidia. La URSS dirige el mundo hacia un camino nuevo...
–Y Stalin es su profeta.
–Aunque te rías.
–No me río.
Quintín