Sin redención. Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar

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Название Sin redención
Автор произведения Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar
Жанр Книги для детей: прочее
Серия
Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789560013316



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los precios variaban según qué cosas quisieran hacer y cuáles que les hicieran. «La vida en pareja siempre es más conveniente, claro, económicamente hablando», acotó el dueño del motel. Vargas ni siquiera sonrió, aunque el comentario le pareció gracioso. Terminado el tiempo, alguna de las recepcionistas recibía el pago; los clientes solo veían sus manos, pero ella podía verlos de cuerpo entero cuando pagaban, cuando se iban y también cuando llegaban. Todas las instrucciones estaban estipuladas en la página web y la gente las cumplía.

      —¿Tienen cámaras de seguridad?

      —No, por supuesto que no. Las cámaras espantan. Trabajo solo con una recepcionista porque no he resuelto otra forma de recibir el pago. He pensado que esto podría funcionar sin nadie, con un buzón o algo así; es utópico, lo sé, pero aquí no vienen pendejos que nos quieran engañar. La gente se va satisfecha y paga por lo que vale.

      Paredes tenía razón, un puterío, un puterío de mierda, pensó Vargas. Sacó su cigarrera. Estaba vacía. El dueño del motel sacó una cajetilla y le ofreció un cigarro. Son fuertes, le dijo, tabaco negro. Vargas no lo aceptó. Sacó su libreta, pero no supo qué anotar. Solo le preguntó la dirección de la página web.

      —www.sexoclandestino.cl.

      Su celular sonó. Era Paredes. No le contestó.

      —Bien, quédese aquí. Yo ya terminé por hoy, pero algunos colegas míos con gusto lo vendrán a visitar.

      —Con gusto los recibo, quizá son gente conocida. Tal vez a usted también lo tengamos pronto por acá.

      Vargas no le contestó y salió a la calle a esperar al auto. Le dolía la cabeza. Afuera todo estaba tranquilo. Solo un par de periodistas quedaban en el lugar. Los conocía. Riquelme y Bravo. Se le acercaron.

      —Nada muchachos. Aquí no hay nada.

      —Pero da para seguir esperando. Un asesinato, ¿no? ¿Una mujer?

      —Nada que les pueda interesar. Una «no noticia», muchachos. Váyanse para la casa, que hoy no sale nada.

      Los periodistas obedecieron. Ya eran las doce de la noche.

      En la esquina vio aparecer al auto de la brigada. Llevaba la baliza apagada. Se estacionó junto a él. En el asiento de atrás venía el marido. «Este imbécil de Paredes», pensó Vargas. Traía al hombre como si estuviese detenido. Vargas le abrió la puerta y el tipo bajó del auto, despacio, tambaleándose.

      —Buenas noches —lo saludó Vargas. Pero Andrés Toro no le contestó—. Lamento mucho lo sucedido.

      —¿Está preparado para verla? —le preguntó Paredes.

      —Sí —respondió Andrés, de forma casi inaudible.

      —Acompáñenos, por favor.

      Vargas se puso a su lado y caminaron juntos. Se veía ausente, con la cara pálida y la postura encorvada, caminando casi por inercia, dando pasos cortos, sin separar los muslos. Hedía a alcohol, pero su aspecto no era diferente al de cualquier persona en un estado de desgracia. Le tiritaban la barbilla y las manos. Estaba vestido con pantalones de tela azules, polera blanca y un montgomery negro que, por la postura, le cubría hasta los zapatos.

      —Estaba tomando cuando me avisaron —le dijo a Vargas—. Es casi lo único que hago por las tardes desde hace un tiempo. De todas formas, hubiese preferido no estar así.

      —Lo entiendo. No se preocupe. Nunca se está preparado cuando pasan estas cosas.

      No quería anticiparse a los hechos ni formarse ninguna idea antes de llegar arriba. La recepcionista estaba junto al dueño del motel al fondo del pasillo. Vargas la vio y maldijo. Ella se quedó paralizada. Paredes fue a buscarla, mientras Vargas y Andrés comenzaban a subir la escalera. Arriba, en la puerta de la habitación, esperaba Cárdenas con sus dos asistentes.

      —Es el esposo, ha venido a reconocerla —le dijo Vargas.

      —Sí, sí, pase.

      Entraron solo ellos dos. Avanzaron hasta la puerta del baño. An-drés clavó su mirada sobre el cuerpo de su mujer. Sus ojos vibraban, incapaces de contenerse. Sus piernas perdieron fuerza y Vargas tuvo que sostenerlo con firmeza. Comenzó a estremecerse. Sin decir nada.

      —¿Puede confirmarnos que se trata de su esposa? —le preguntó Vargas.

      —Sí, es ella.

      —¿Sospecha de alguien que pudo hacerle esto?

      —No.

      —Trate de…

      —Yo sabía que me engañaba, que tenía un amante. Yo la seguí hasta acá una vez. Pero… ahora no.

      La recepcionista se asomó por la puerta de la sala. Vargas la miró inquisitivo. Y ella, al borde del espasmo, hizo un movimiento de negación con la cabeza.

      —Yo entiendo por qué me hicieron venir —dijo Andrés para sorpresa de Vargas—. Y preferiría decirlo ahora y no tener que repetirlo nunca más. Yo no la maté. No la maté, pero eso no quita que le guarde un rencor infinito.

      En la puerta de la sala estaban los de Criminalística, el dueño, la recepcionista, un par de carabineros y Paredes, que los miraban, lejanos, como espectadores de un acto macabro.

      —Yo la amé con todas mis fuerzas, nadie puede pensar lo contrario. Pero, al verla así, no puedo dejar de odiarla... no puedo...

      De improviso, cayó al suelo de rodillas, como si sus fuerzas lo hubiesen abandonado por completo. Vargas trató de levantarlo de nuevo, pero se contuvo. Andrés comenzó a vomitar, con la frente pegada al suelo, mientras un grito gutural y desgarrador salía de sus entrañas.

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