Sin redención. Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar

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Название Sin redención
Автор произведения Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar
Жанр Книги для детей: прочее
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Издательство Книги для детей: прочее
Год выпуска 0
isbn 9789560013316



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que sus pezones y una docena de lunares negros e irregulares en forma y tamaño repartidos por su cuerpo. En su cuello colgaba un collar de plata. Su cara estaba tapada por mechones de pelo, algunos lisos y otros enmarañados que salían de la protuberancia que contenía uno de los puntos de impacto del arma. No se apreciaban restos de maquillaje, el agua de la ducha los hubiese esparcido. Su expresión era de lejanía y pasividad, muy diferente a la del sufrimiento, aunque esto no le resultaba extraño a Vargas, quien en muchos casos de muertes violentas había visto dibujadas expresiones discordantes en los rostros de las víctimas. Las mejillas y los labios habían adoptado una coloración grisácea que no desentonaba con su percudida hermosura. Describió en su mente: víctima fatal por acción de terceros, con dos contusiones craneanas, una en la nuca, aún con restos de sangre, y la otra en la frente; sin apreciarse otras marcas como señales de forcejeo en el resto de su cuerpo.

      Mientras la miraba, los flashes de la cámara volvían aún más nítida su piel, y su silueta, etérea y fantasmal, se quedaba retenida con cada parpadeo. Se cruzaron en su mente las fotografías en blanco y negro del sindicalista, imágenes de horror y culpa enquistadas en su memoria. Cerró los ojos por un instante y trató de volver a concentrarse en la mujer de la tina. Luego sacó su libreta y comenzó a anotar, pero le sudaban las manos; la habitación seguía húmeda. Se puso guantes.

      —Descríbeme lo que viste al llegar —le pidió a Cárdenas.

      —Básicamente, esto. No hay mucho que analizar la verdad, en el baño tenemos el cuerpo y, en la pieza, además de su ropa —«que desordenaron los pacos, si no, la hubiesemos encontrado doblada sobre la cama», pensó Vargas—, solo vi una colilla de cigarro en el cenicero, más no, la cama estaba hecha y ponerse a buscar manchas en el piso o en otro lugar… Tendrías como veinte mil sospechosos, ¿no? Oye —dirigiéndose al otro joven con delantal que esperaba parado en la pieza—, recoge la colilla y fíjate si hay alguna mancha fresca de sangre o cualquier cosa.

      El joven obedeció.

      —¿Universitarios?

      —Sí. Criminalistas. Futuros cesantes.

      —Mano de obra gratis.

      —Así es. Pero mala. Piensan que esta mierda es como en la tele, como esas series gringas. Cuando se dan cuenta de que en realidad es pura mierda se quedan así, como ahueonaos. ¿Tú con quién viniste?

      —Con Paredes, otro ahueonao pero con personalidad. ¿Había olor a pucho cuando entraron?

      —No que recuerde. Solo olor a cacha.

      —¿En verdad?

      —No.

      —Bueno, entonces puedo fumar.

      Vargas prendió un cigarro sin filtro, liado por él. Fumaba sin quitarse el cigarro de la boca ni siquiera para hablar, hasta que le quedaba una pequeña colilla de papel apagado entre los labios. Esa era su gracia, lo que haría en un concurso de talentos.

      —¿Tú no habías dejado el cigarro? —le preguntó Cárdenas.

      —No. Nunca lo dejé. Pero ahora me lavo los dientes. En fin, ¿a qué otra cosa se viene a un motel?

      —¿Drogas?

      —Mmm… No creo.

      —¿En qué estás pensando?

      —En nada, la verdad. ¿Le tomaste fotos a la cortina?

      —Sí. Varias tomas.

      —¿Abrimos entonces?

      —Dale.

      Vargas le tomó la cabeza a la víctima con una mano y con la otra fue corriendo la cortina. Un vaho cálido llenó la habitación. El cuerpo aún no emanaba mal olor, por el contrario, el aroma en el baño era dulce, de jabón o shampoo traídos por ella. Le pidió a Cárdenas que fotografiara la nuca contra el canto de la tina; por altura y magnitud, era imposible que el golpe hubiese sido producto de la caída.

      —¿Con qué crees que la mataron? —le preguntó el criminalista.

      —Con un arma contundente, no punzante. Mírale la frente, el hueso parece estar roto, pero no la piel. Aún está inflamado, quizá por masa encefálica retenida o producto de la contusión del golpe. Pero atrás, en la nuca, la herida quedó expuesta, con rajaduras de piel concéntricas a la zona de impacto. Ese debió ser el primer golpe, más fuerte que el de adelante, suficiente como para romperle el occipital y matarla. El golpe en la frente debieron dárselo al caer, para rematarla. La frente es más dura además. Lástima que no tenemos las gotas de sangre que debieron salpicarse a la pared y a la cortina. Pero no debieron ser muchas. Habrá que ver, un martillo deja mayores esquirlas de hueso roto que un bate de béisbol, por ejemplo, que tiende a desencajar más las placas. Yo no lo veo muy entero. En fin, la autopsia va a tener la última palabra.

      Mientras Vargas hablaba, las cenizas caían al piso.

      —Sí, concuerdo con lo del martillo.

      —Buscamos a un carpintero, entonces. Facilito.

      El martillo es una buena arma para matar, pensó Vargas, fácil de ocultar y maniobrar. Un solo golpe puede ser letal y, si no, es cómodo para volver a atacar, a diferencia de un arma contundente más larga, que le da la posibilidad a la víctima de defenderse, tratando de contenerla. Y este no era el caso.

      —Hablando de carpinteros. ¿Cómo va lo de tu juicio? —le pregun-tó Cárdenas.

      Vargas no le contestó de inmediato.

      —No es «mi» juicio —le dijo luego, con desgano.

      Sabía que Cárdenas no había formulado la pregunta con mala intención. Sabía que él no era como la mayoría de sus compañeros en la brigada, quienes desde que se había reabierto el caso del sindicalista, comenzaron a mirarlo con recelo.

      —Perdón, solo te preguntaba por… preguntar.

      —Sí, no te preocupes. Ahí va. Bien supongo. Tengo que ir a declarar dentro de un mes, más o menos.

      —Que atroz. Siguen y siguen y siguen escarbando.

      —Así es. Sigamos trabajando mejor. Sigamos con el cuerpo.

      El criminalista volvió a descorrer la cortina. Luego le movió las piernas.

      —¿Y? ¿La llevaron antes a ver las estrellas? —Le preguntó Vargas.

      —Mmm… yo diría que no. No tiene indicios de haber sido penetrada.

      —¿Seguro?

      —No en un cien por ciento. El agua pudo estrecharla, por decirlo de alguna manera. De todas formas voy a tomar una muestra por si hay algún pirigüín dando vueltas.

      —Se estaba duchando para esperarlo. Bien. Entonces, recreando —Vargas retrocedió hasta la puerta—, el carpintero esperó que la víctima entrara a la ducha, pudo haber estado mirándola desde la primera habitación. Cuando ella se pone de espaldas, él entra al baño, se acerca sin que ella se dé cuenta y la golpea en la nuca —simulando el movimiento mientras avanza su relato—, a esta altura —indicando con el dedo la cortina de baño, arrugada en ese punto—, luego la víctima se resbala, cae contra el canto de la tina y el tipo la remata, golpeándola en la frente, a esta altura, donde también se nota el golpe en la cortina. Si te fijas, no está rota en ninguna parte, por lo que el martillo no tiene que haber quedado con sangre. La mujer no alcanzó a reaccionar, y quizá nunca se dio cuenta de quien la mató —el cigarro ya se había consumido. Sopló al suelo la colilla y la pisó.

      —Sí, la mató por la espalda.

      —El asesino no quería que lo reconociera porque la víctima lo conocía —dijo el inspector Paredes, asomando su cabeza por la puerta—. Obvio, ¿no?

      —¿No te dije que te quedaras abajo con los testigos? —le dijo Vargas.

      —Nadie vio ni escuchó nada. Dejé al utilero a cargo. Yo tengo que estar en la escena del crimen. ¿Se