Название | Sin redención |
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Автор произведения | Miguel Ignacio Del Campo Zaldívar |
Жанр | Книги для детей: прочее |
Серия | |
Издательство | Книги для детей: прочее |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789560013316 |
—¿Puterío, esto? Señorita, ¿qué es esto?, ¿un puterío? —le preguntó Vargas, quitándose los guantes de látex.
—El dueño viene en camino y él les…
—Le estamos preguntando a usted.
—Yo preferiría esperarlo.
—Vamos, contesta ¿qué es esto? —le dijo Paredes.
—No es una casa de putas. Es un motel —respondió ella, en voz baja, con la cabeza gacha.
—Escuchaste a la dama, Paredes, esto es un motel —le dijo Vargas.
«Pero no para este tipo de mujeres», pensó, salvo que le hubiese gustado jugar sucio. Al igual que un baño público, aquel lugar parecía estar hecho más para cubrir una urgencia que para atraer clientes por sus comodidades. En lugares así no era común encontrarse con personas bien vestidas, como había visto en el primer piso, ni a una mujer con un collar de plata colgándole del cuello. Las ventanas estaban tapadas con papel de roneo y diarios. El baño tenía cerámicas verdes sin terminar, además de un pequeño espejo, el wáter, el lavamanos y la ducha. El piso estaba cubierto por una alfombra con motas de pelos y polvo, y las sábanas en la cama estaban dobladas como si fuesen de cartón. Quizá es precisamente la podredumbre y precariedad lo que les aumenta la libido a estas personas, pensó Vargas, tal vez por eso viajan hasta un barrio industrial lejos de sus casas, para encontrar solo lo necesario para llegar, encamarse y partir.
—De la central me informaron que la víctima estaba casada con Andrés Toro Navarro. Tengo su dirección, donde trabaja. Parece que era una mujer de bien, lo que no impide que fuese toda una puta —dijo Paredes.
—¿Usted encontró a la víctima? —le preguntó Vargas a la mucha-cha.
—Sí.
—¿La escuchó gritar?
—No. No escuché nada.
—¿Cómo se enteró entonces?
—Subí con las sábanas nuevas y ahí la vi y llamé al tiro a Carabineros.
—Entonces es usted la recepcionista y la mucama. Harto trabajo, ¿no? —dijo Paredes.
—No… hoy fue una excepción. No vino la otra niña.
—¿Está segura?
—Sí. Además no había mucho trabajo como para llamar a otra.
—¿Cuál es su trabajo aquí?
—Yo me quedó en la recepción. Abajo.
—¿Entonces usted ve a la gente cuando entra y cuando sale?
—Sí.
—Venga, acérquese entonces. Mire bien a esta mujer —la muchacha obedeció—. ¿Recuerda cuándo entró?
—Sí, la vi —la muchacha tuvo que correrse algunas mechas rubias de la chasquilla que le tapaban parte del rostro.
—¿Estaba acompañada?
—No, creo que no.
—¿Entró sola, entonces?
—Creo que sí.
—¿Cree o está segura?
—No la vi acompañada.
—¿Y cuando pidió la pieza?
—Aquí no es necesario pedir pieza, señor. O sea, no me la piden a mí —la voz de la muchacha disminuía a cada respuesta. Estaba aterrada.
—¿Cómo no es necesario? Explíquese.
—No lo es.
—¿Y cómo es entonces?
—Cuando llegue el dueño…
No la interrumpieron, la muchacha no terminó la frase.
—No nos haga perder más tiempo, ¿quiere?
—Responde: ¿cómo se hace aquí para pegarse un polvo? —le ordenó Paredes.
—Esto funciona diferente.
—¿Cómo diferente?
—Diferente. No es un motel cualquiera.
—Eso está claro, no se ven hueaítas de luces, jacuzzi ni carruseles dorados —le dijo Paredes.
—La gente que viene aquí no busca luces ni carruseles. Buscan sexo. No hueaítas —le respondió la muchacha.
Vargas soltó una especie de risa, dándole un par de palmadas al criminalista que movió la cámara y le sacó una foto a Paredes, apuntándole el flash a la cara.
—¿Cómo funciona esto entonces, señorita? —volvió a preguntarle Vargas.
—La gente que viene para acá se inscribe en piezas. Algunos vienen solos. Otros vienen con pareja.
—¿Les contratan acompañantes?
—Si alguien lo pide, sí. Pero hoy no pidió nadie.
—¿Era cliente frecuente? ¿Recuerda haberla visto antes?
—Me parece que sí.
—¿Siempre sola?
—No recuerdo.
—¿Esperaba a alguien?
—No lo sé.
—¿Vino a ducharse no más? —le dijo Paredes.
—Hay gente que busca sexo, así, casual, ¿me entienden?
—No —le contestó Vargas.
—Buscan sexo con gente que no conocen. Con cualquiera. La gente se inscribe en piezas, pone si es mujer u hombre y lo que le gusta hacer. Otra persona se inscribe también en esa pieza y pasa lo que tiene que pasar. Así es a veces. Pero también pasa de forma… normal.
—Y ella, ¿era de las normales o no?
—No lo sé, no la recuerdo. Creo haberla visto antes, pero puedo equivocarme. Aquí entra mucha gente.
—Como una pesca milagrosa —dijo Paredes, y soltó una risa—. Qué mierda.
—¿A qué hora encontró el cuerpo?
—Hace como una hora, quizá.
—Una hora. ¿Cuánto tiempo tienen los clientes?
—Dos horas más o menos, depende de cuánto tiempo inscribieron.
—¿Inscribieron dónde? Eso no le estoy entendiendo —insistió Vargas.
—Por Internet, se inscriben por Internet. Reservan y ponen lo que quieren, si vienen solos, con alguien, si quieren compañía. Eso es lo que no sé de ella. Yo solo me di cuenta de que ya había pasado el tiempo de la pieza y vine a cambiar las sábanas y ahí la vi, así como está ahora y llamé a Carabineros, al tiro, apenas la encontré.
Dos horas, más una desde el llamado. Mucho tiempo, el asesino ya debe estar lejos, pensó Vargas. No lo encontraría entre los otros clientes retenidos abajo. Pero quizá si en los datos de la reserva. Aunque no lo creía.
—¿Cómo piden una pieza?
—En la página. Yo no entiendo mucho de eso. Yo solo miro como un tablero en la pantalla.
—¿Y las reservan con nombre?
—No. O sea sí. Con nombres inventados.
—¿Y cómo pagan?
—En efectivo. A mí o a otra chica. En la caseta de metal de abajo. No se les pregunta nada. Todo está hecho así como privado, discreto.
«Hecho para joderme», pensó Vargas. No sería fácil encontrar la hebra. Supo que no se iría a casa temprano, que