No vuelvas. Leonardo Tarifeño

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Название No vuelvas
Автор произведения Leonardo Tarifeño
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764365



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y preguntas que aún no sé si sabré responder. Por entonces, el muro de Trump aparecía en todas las noticias que hablaban de la frontera, pero mi interés no apuntaba a su viabilidad ni a sus implicaciones políticas, sociales y culturales. Yo quería saber qué había sido de los deportados que llegué a tratar en el desayunador del padre Chava, esos bad hombres que el magnate puso en la mira del mundo durante su campaña electoral. Y a medida que los conocía mejor, entre uno y otro viaje, noté que la onda expansiva de sus penurias me proponía un reto. Aunque me costara admitirlo, sentía que había visto en primer plano las cicatrices de un México invisible, y que mi deuda con el país que me había acogido como uno de los suyos comenzaría a saldarse si era capaz de narrar esa experiencia donde la crueldad y la esperanza, la vileza y la supervivencia mostraban mucho de lo que somos y podríamos ser.

      Con y sin documentos, viví más de 25 años fuera de mi Argentina natal. La distancia me ha marcado y hoy admito sin dolor alguno que me cuesta mucho identificarme con los gustos, modos e ilusiones del lugar donde nací, en definitiva lo que buscaba cuando en 1992 me fui sin ninguna intención de regresar. Allá quedó mi origen, pero no mucho más. Si mi país lo sintiera mío, es probable que aún viviera allí. Pero, por distintos motivos, desde muy chico me pareció que mi crecimiento y plenitud me esperaban lejos, afuera. Claro que ese camino nunca fue fácil y estuvo repleto de fracasos de todos los tamaños, enormes incluidos. De hecho, en todo ese tiempo que residí en España, Hungría, Brasil y México, hubo al menos dos ocasiones en las que me sentí arrastrado hacia un abismo de soledad y desesperación que recordaría para siempre.

      La primera fue en Viladecans, un gris suburbio de Barcelona, a principios de los 90. No conseguía trabajo, el dueño de la ruinosa pensión donde vivía me amenazaba con correrme si no saldaba parte de mi deuda, por necesidad había traicionado a los pocos amigos que todavía me aguantaban y acababa de gastar mis últimas monedas en una sardina que freía con una cebolla robada. No era el primer día que me quedaba sin dinero; era, sí, el primero que me dejaba claro que el futuro se había evaporado. Sabía que en unas horas no podría calmar la siguiente oleada de hambre, ya sin tener a dónde ir ni a quién recurrir. No veía ninguna solución y no tenía fuerzas para enfrentar el desastre inminente. Lo único que quería era aturdirme, olvidarme de todo, dejarme llevar. Desolado y perdido, recuerdo ahora, en un momento bajé las escaleras que daban a mi cuarto y me senté en un banco de la plaza de enfrente de la pensión, ido y abrumado por los problemas de una vida que se alejaba de mí. Y en ese estado de indefensión y abandono, triste al extremo de no sentir dolor, al banco donde estaba sentado se acercó un hombre que no había visto jamás. Mi mala memoria no conserva sus palabras, que hablaban de Dios, el amor y la fe. Antes de irse, me dejó una edición muy pequeña, con tapas azules, del Nuevo Testamento. El hombre era parte de un grupo de evangelizadores, se fue con el resto de los suyos y desapareció para siempre. Yo nunca fui una persona religiosa, no lo era entonces y no lo soy ahora. Pero, por alguna razón, durante años conservé ese ejemplar del Nuevo Testamento. Y esa tarde algo debió pasar conmigo, porque aquel encuentro me conmovió de tal manera que exorcizó la desgracia y me impulsó a salvar lo que quedaba de mí mismo.

      A quienes no somos creyentes nos resulta muy sencillo negar la importancia del trabajo social de las instituciones religiosas. O no lo vemos o no lo queremos ver. Yo no sé qué tan eficaces sean en general, pero me consta que a veces cumplen con su función de ayudar a quien lo necesita. Como prueba, ahí está la historia de la sonorense Rosa Robles Loreto, detenida en 2010 en Tucson por derribar con su coche uno de los conos naranjas que la policía coloca en la calle cuando hay un desvío provisional. Casada, con más de 10 años de vida en Estados Unidos y madre de dos hijos, Rosa pagó su falta con una detención de dos meses y una orden de deportación que, tras sucesivas apelaciones, debía hacerse efectiva el 8 de agosto de 2014. Ese mismo día, mientras los agentes de ICE avanzaban hacia su casa para iniciar el proceso que la mandaría a México, Rosa se refugió en la Iglesia Presbiteriana del Sur, en Tucson, decidida a no salir de allí hasta que alguien escuchara su reclamo de no dividir a su familia. Y en la iglesia la recibieron, la alimentaron y le dieron cobijo, y se negaron a entregarla a las autoridades.

      Un año antes, otra falta de tránsito había puesto al borde de la deportación al sinaloense Daniel Neyoy, quien a mediados de 2000 llegó a Estados Unidos tras pasar ilegalmente por el desierto de Arizona. En mayo de 2013, Daniel rechazó la orden de ICE y pidió asilo en una iglesia presbiteriana de Harrington. Por su condición de padre de un niño estadunidense, Neyoy logró que un juez de Texas dictara una prórroga de un año a su residencia en el país, renovada a mediados de 2015. Pero los hijos de Robles son mexicanos. Al momento de la infracción de su madre, ellos podían ampararse bajo el programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA) para frenar su propia deportación, pero a Rosa no la protegía ninguna medida oficial. Tras 15 meses de autoexilio en la iglesia de Tucson, Rosa obtuvo un “acuerdo confidencial” con ICE y regresó a su casa.

      Mientras tanto, gracias al impacto de los casos de Robles y Nayoy, iglesias de Atlanta, Los Ángeles, Colorado, Phoenix, Chicago y Portland abrieron sus puertas a otros inmigrantes, mexicanos y centroamericanos, obligados a cumplir órdenes de deportación. De acuerdo a la organización Church World Service, hoy hay decenas de iglesias estadunidenses unidas en esa red, Santuario, de asistencia a indocumentados. La versión contemporánea del movimiento Santuario de los 80, que por entonces reunió a más de 500 congregaciones luteranas, católicas y metodistas en apoyo a migrantes latinos.

      En el desayunador, la fuerza moral de la religión se expresa en el saludo de la mayoría de los deportados al Cristo de dos metros de la entrada y a la imagen de la Virgen que los recibe a su derecha. Muchos de ellos, además, tienen el detalle de quitarse la gorra cuando se persignan.

      –Eso fue así siempre, desde el principio –me dijo, una mañana, la madre Margarita–. ¿Sabe cómo empezó todo aquí? Un día, al padre Salvador Chava Romo le diagnosticaron cáncer terminal. Fue muy duro para él, pensaba que había desperdiciado su vida sin haber hecho nada por los pobres. Así que, ganándole tiempo al tiempo, primero invitó a desayunar a los que dormían en la calle. Les dábamos taquitos, alguna tortita. Hasta que por decisión suya ampliamos más y más el servicio. El primer desayuno se lo servimos a 17 muchachos, el 30 de enero de 1999. Al padre le habían dado tres meses de vida, pero vivió hasta el 30 de enero de 2002, justo tres años después de aquel primer desayuno.

      Tras contarme esa historia, ella fue a la cocina, probó personalmente la limonada, recibió unas cajas de cereales y acomodó otras de té.

      –¿Ya tomó café? –me preguntó, mientras me servía uno– ¡Es la primera obligación del día!

      Con mi vaso lleno regresé a la Techumbre, a ver si alguien me esperaba. Y mientras pensaba en la coincidencia de que el día de la fundación del desayunador (y el de la muerte del padre Chava) también sea el de mi cumpleaños, vi que bajo los rústicos bloques de madera de mi nuevo lugar de trabajo estaba sentada una señora pálida y empequeñecida, encorvada, que pellizcaba nerviosa una bolsa de plástico negro.

      Cuando me senté a su lado, se presentó con una sonrisa tan grande que entrecerraba sus ojos color miel. Se llamaba, me dijo, María de la Luz Guajardo Castillo. Media hora después, antes de despedirse, me dijo que yo le daba confianza porque hablaba “como el papa”, mi célebre compatriota. Al levantarme para tirar el vaso de plástico en el que había tomado mi café, volví a verla, esta vez junto a otra mujer tan enclenque, desgarbada y triste como ella, a un lado de la puerta de entrada del desayunador.

      –Mira, ¿lo ves? –escuché que le decía, sin dejar de señalarme–. Ese es el joven que me va a encontrar a mi hija.

      Notas al pie

      1 www.youtube.com/watch?v=FUz-HjQLKjg (Anastasio) y www.youtube.com/watch?v=7wI2Q1XikLw (Sergio Adrián).

      2 El libro, aparecido en diciembre de 2016, es Nadie me sabe dar razón. Tijuana, migración y memoria (INBA, Secretaría de Cultura y Producciones El Salario del Miedo). Emiliano