No vuelvas. Leonardo Tarifeño

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Название No vuelvas
Автор произведения Leonardo Tarifeño
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764365



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“extenso historial de violaciones a las leyes de inmigración o hayan cruzado la frontera en tiempos recientes”; luego, las personas con “cargos por violencia doméstica, explotación sexual, robo o cualquier delito que tenga más de 90 días como penalidad de cárcel”; y por último, “los inmigrantes con una orden final de deportación posterior al 1º de enero de 2014”.7

      Pocos días después de mi arribo a Tijuana, volví a leer los documentos de ICE y DHS para tratar de entender cuál había sido la justificación que arrancó a la señora María de la Luz de su casa en San Diego.

      –Mi esposo tomaba mucho, me cacheteaba –me había dicho ella–. En el refri había puras cervezas. Yo le puedo decir que conozco muy bien el maltrato del hombre. Y por molestar, por todo el ruido y los gritos, un día me mandaron a la policía.

      Cuando la volviera a ver en el desayunador, tendría que preguntarle qué le había pasado exactamente. Pero, al margen de lo que le hubiera ocurrido con su pareja, ¿ser madre de un estadunidense no la calificaba para pedir el amparo del programa Deferred Action for Parents of Americans (DAPA)? Y, además, ¿su deportación no transgredía lo establecido por el Rehab Act, que protege los derechos de la madre de un niño autista?

      La mañana de mi llegada al desayunador del Padre Chava, dejé que Armando me guiara y anuncié la buena nueva del taller por todos los rincones. Más tarde, ya en la Techumbre, vi que una señora muy delgada y un veinteañero con una gorra de Elektra que no paraba de hacer anotaciones en una libreta parecían esperarme, protegidos del sol por los gruesos bloques de madera del lugar. ¿Serían mis primeros alumnos? Iba a presentarme nuevamente cuando, detrás de mí, apareció un anciano de rostro curtido, con barba de varios días, sombrero negro y una guitarra llena de raspones. Antes de que me sentara, el hombre dijo que se llamaba Francisco Pérez Najar, y que tenía una historia para contar.

      –Yastamos, mijo –soltó–. ¿De cuánto va a ser la feria?

      –Uh, la verdad es que aquí no se paga…

      –¡Ah, pues yo de gratis no puedo!

      –No se preocupe, a ese ya lo conocemos. Y es muy conflictivo –me dice la señora que descansa en la Techumbre.

      Sin ninguna intención de contradecirla, asiento y trato de decidir rápido qué hago con Francisco. ¿Debería pagarle? No me costaría nada. Se supone que mi tarea aquí es una forma de retribución, aunque obviamente es demasiado simbólica y pensar así me suena a una imperdonable excusa de tacaño. Además, la suma que le urge yo la gasto en un minuto y sin siquiera darme cuenta. Para un homeless local, la diferencia entre dormir en la calle y pasar la noche abrigado y protegido es de apenas 20 pesos, lo que cuesta el hospedaje en cualquier albergue de la ciudad. Si no tienen trabajo ni quién los ayude, es lógico que pidan para sobrevivir o, al menos, pagar el precio de una cama. Lo que me pregunto es qué podría pasar si entre los demás indigentes se corre la voz que al desayunador llegó alguien dispuesto a darles dinero. Francisco vuelve a formarse en la fila para el salón, quiere comer dos veces, a uno de los guardias del patio le asegura entre gritos e insultos que todavía no ingresó. Yo quizás tendría que pensar menos y soltar unas monedas, sin importar las consecuencias. Pero me preocupa tomar una decisión equivocada. La mala noticia es que, en este asunto, tal vez todas lo sean. La buena es que no estoy solo, ya que la mujer a mi lado puede leer mi mente.

      –Usted no sabe, joven. Aquí la mayoría no pide para comer o dormir, sino para drogarse.

      La señora que intenta explicarme cómo es la vida entre los deportados en Tijuana es Adelaida Hernández Castaño, la Güera, quien vivió en Montebello, condado de Los Ángeles, hasta su expulsión de Estados Unidos a mediados de 2012. Según cuenta, tiene 54 años y varias hijas ya mayores al “otro lado”. Alguna vez fue voluntaria en el desayunador; por eso, supongo, conoce a muchos de los que pasan, ya sean migrantes o empleados. Desde hace unos meses vive en el albergue La Roca de Salvación, donde paga 16 pesos por noche, y antes de que se lo pregunte me dice que no piensa regresar ilegalmente “para no darle un mal ejemplo a las niñas”. Ellas pueden visitarla en Tijuana y, mientras tanto, se las arregla como puede para mantenerse. “He limpiado casas y oficinas, he trabajado en taquerías y pequeños restaurantes”, señala. “Nunca he dependido de nadie para salir adelante y ahora también voy a salir adelante sola y con la ayuda de Dios.” Como habla casi sin parar, yo aún no puedo preguntarle de dónde es o por qué la deportaron. “Este lugar no es bueno, joven”, me previene. “Hay muchos drogadictos, marimachas, mouse.”

      –¿Mouse?

      –¡Ratas, rateros! Ya va a ver. A todos estos que andan por aquí, si les regalan un poco de ropa, la venden para comprar droga. Y si los ayuda, enseguida le van a querer sacar más y más. Hágame caso: mejor no le crea nada a nadie.

      La Güera fue a la Techumbre para protegerse del sol, y mientras descansa acepta con entusiasmo la propuesta de escribir su historia. Tiene un rato libre antes de ir a su trabajo en un autoservicio; al desayunador viene todos los días para comer, bañarse y ver a los poquísimos que considera sus amigos.

      –El bueno es Moisés, ese chavo que cuida la fila para que nadie se pelee. También los de la puerta. Y Nacho, al que ya va a conocer. De los demás, ¡mejor ni hablar! –bisbisea.

      Desde la mesa, entre los huecos que dejan los bloques de madera, veo a los que se suman a la fila para la comida. Un anciano rengo, que lleva un peluche naranja de Elmo entre los brazos. Un señor bien afeitado, de camisa roja, pantalón negro y zapatos no tan sucios. Un chavo totalmente tatuado, con la cabeza rapada. Y un veinteañero vestido con playera de Mötorhead, bermudas negras largas y tenis de skater, que se me acerca, dice, para platicar un poco.

      –Hoy amanecí triste y aquí no tengo con quien hablar. Pero a veces es bueno hablar, ¿no? –pregunta.

      Yo me siento a su lado, como si fuera su confesor. Cuando le digo que estoy allí para que los deportados puedan contar sus historias, se incomoda. Quiere hablar, pero no me conoce y no sabe si puede confiar en mí. No huele mal como el resto, su ropa está limpia y calza tenis de marca. ¿No debería ser yo el desconfiado, cuando salta a la vista que él no es como los demás?

      –Es que todavía tengo un poquito de dinero, para lo mínimo me alcanza –aclara–. ¿Se nota mucho? No quiero que se note. Aquí hay que mimetizarse, ¿me entiende?

      Dice que se llama Nicolás y que nació en Eldorado, Sinaloa. Desde los seis años vivió en Estados Unidos; primero en Galveston, Texas, y luego en la ciudad californiana de San José. A medida que se anima a contar más de sí mismo se le escapa una sonrisa, y sólo baja la mirada cuando recuerda que pasó tres años en la prisión de San Quintín.

      –Toda mi familia está en San José –murmura–. Mi padre es carpintero, tengo once hermanos y dos hijos hermosos. Pero no quiero hablar con ninguno porque me siento culpable. Yo sé que ellos sufren por mi culpa, y eso es algo que no me puedo perdonar. Por lo que hice, perdí mi familia.

      –¿Por qué estuviste preso?

      –La acusación fue de asesinato. Pero, ¿tengo que hablar de eso?

      –No, si no quieres. Aunque serviría para tratar de entenderte.

      –¿Entenderme? Entonces mejor te cuento del tambo. ¿Tú sabes lo que es vivir en la cárcel? Pierdes la noción de la vida, ya no sabes qué pasa afuera. Las únicas noticias que te llegan son que el negro se peleó con tal, que aquel va a conseguir droga, esas cosas. Gasté 180 mil dólares en abogados. Por eso me salvé de que me dieran 68 años. Pero no pude evitar que me deportaran, aunque allá estaba con green card.

      Otra vez con la cabeza en alto, Nicolás recuerda que a los veintipocos años ya era dueño de su propia casa. Estudió arquitectura y construyó puentes, casas y edificios en Puerto Rico, Trinidad y Tobago, Maui y Cancún. Casado a los 22 años, en su futuro no se adivinaban sombras. “Había hecho suficiente dinero para vivir sin preocuparme”, dice, con una rara mezcla de orgullo y la mento. “Cobraba 60 dólares por hora, ganaba 2,500 a la semana. Y mira que en Estados Unidos no es fácil salir adelante. Nunca