No vuelvas. Leonardo Tarifeño

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Название No vuelvas
Автор произведения Leonardo Tarifeño
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764365



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no llama la atención. Resulta más digno de una serie producida por Netflix que de un portal de noticias.

      Como tantos otros residentes en la capital, yo no sabía nada de Anastasio, Guillermo, Sergio Adrián o José Antonio hasta que llegué a Tijuana. Durante el segundo semestre de 2015 viajé en varias ocasiones, invitado por el ya extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), la Dirección General de Culturas Populares y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) para participar en el proyecto “Migración y memoria”, que se proponía recuperar el equipaje de historias con el que los migrantes deportados regresan de Estados Unidos. La intención era entrar en contacto con aquellos que habían perdido su casa y su familia, estimular la redacción personal de textos que narraran lo que le había ocurrido a cada uno y compilar todos esos relatos en un libro.2 Por entonces, a TJ arribaban unos 60 mil expulsados por año3 (un promedio de 160 diarios, uno cada 10 minutos) y parecía improbable que la crisis humanitaria en la frontera pudiera agravarse aún más. Tan improbable como que, muy poco tiempo después, un racista antimexicano ocupara la Casa Blanca.

      En el equipo de “Migracion y memoria” éramos cuatro maestros; a mí me tocaba visitar TJ la última semana de cada mes. Mi rutina de trabajo consistía en presentarme poco antes de las 8:00 en el Desayunador Salesiano del Padre Chava, el principal lugar de la ciudad donde los deportados pueden comer gratis, y durante dos horas perseguir a quien se dejara para recoger los testimonios que integrarían el libro. Mientras el patio se llenaba de cientos de desposeídos famélicos, yo me acercaba a los que creía que iban a escucharme, les hablaba del taller, los acompañaba en su trayecto a un plato de comida caliente y los invitaba a platicar en la Techumbre, el espacio abierto que ellos mismos construyeron a un lado de la entrada para tener donde convivir poco antes de perderse por los puentes, los canales y los callejones de la garganta urbana que los había devorado.

      La mañana de mi llegada, de la marea de sombras quejumbrosas que rodeaban el desayunador emergió Armando Estrada, jefe de la unidad regional de Culturas Populares de Conaculta, para darme la bienvenida. Durante esa primera charla, Armando me contó que, en su afán de llevar arte a los rincones menos favorecidos de la ciudad, instaló un cineclub al aire libre en el epicentro del comercio de droga de Tijuana. Para hacerlo, se vio obligado a pedirles permiso a los narcos que regenteaban la esquina, y casi tuvo que salir corriendo cuando la confianza en la cultura empezó a parecerse demasiado a una provocación. “¿Con qué me quedo de eso? Con que durante tres días no se vendió nada allí”, me dijo orgulloso, a sabiendas de que esa presunta victoria contra el crimen organizado era, digamos, relativa. Al recorrer por primera vez las instalaciones del desayunador, yo no podía saber aún que las victorias de la cultura sobre la marginación y la violencia suelen ser así, presuntas y relativas. Pero con todo lo que me contaba Armando, algo tendría que haber intuido .

      –Aquí, al desayunador, llega todo tipo de gente –me alertó, mientras nos acercábamos a la fila que minuto a minuto se engrosaba más y más–. Como sabes, no pueden regresar legalmente a Estados Unidos ni tienen a dónde volver en México. En Tijuana no tienen casa ni trabajo ni documentos, y por eso corren el riesgo de convertirse en homeless. Ahora recibimos unos mil por día; cuando hay deportaciones masivas, la cifra ronda los 1,500. Setenta y cinco por ciento son drogadictos. Muchos no saben leer ni escribir. Dos por ciento de ellos eran pequeños empresarios en Estados Unidos, y los deportaron por infracciones tan irrelevantes como tener la placa del auto chueca. Hay delincuentes y padres de familia. Mexicanos, centroamericanos, sudamericanos, de todo pues. Ya vas a ver.

      Como estábamos de cara a la entrada, en el patio fui testigo de la breve revisión a la que los someten antes de entrar. Primero les marcan un número en la mano, con plumón, para que no pasen dos veces; luego les revisan las mochilas sucias y rotas, en busca de droga. Como advertía Armando, llegaba toda clase de personas. Viejitos con muletas, señoras con bebés, parejas de jóvenes. Uno de edad indescifrable, con un feo perrito negro en una carriola. Otro, calvo y fuerte, vestido con una playera del alemán Mesut Özil, del Real Madrid de 2011. Un anciano barbón que a duras penas podía caminar, aferrado a un cajón de bolear zapatos con calcomanías de la Cruz Roja. Una, todavía alcoholizada, a la que no dejaron pasar porque “luego esto es un vomitadero”. Un abuelo en silla de ruedas. Otro no tan mayor, con saco de lentejuelas, guitarra y sombrero negro. Una mujer muy flaca con un ojo morado. Uno envuelto en un disfraz de Diego, el tigre de La era de hielo. Si me quedaba allí, en dos horas vería pasar todos los rostros que por unos minutos se hermanan en el comedor para indigentes más grande de América Latina. Pero quizá convenía moverse un poco, ya que el ambiente era tenso y producía diálogos de irritación contenida, que no auguraban nada bueno. Por ejemplo:

      Un hombre, desde la calle:

      –¿A qué hora se puede pasar?

      Uno de los guardias, en la entrada:

      –Ahorita, ya hay gente adentro.

      –Pero con eso no me dice a qué hora se puede.

      –Pos ya.

      –¿Puedo pasar?

      –No, se tiene que formar.

      –¿A qué hora?

      Desde la fila de los que esperaban en el patio, alguien con la paciencia y el hambre al límite me gritó:

      –¡Güero! ¿Para cuándo?

      Sin aclararle que yo no era uno de los voluntarios del lugar, entré al salón principal para averiguar qué tan larga sería la espera. El sitio, amplio y largo, sorprende por su tamaño, similar al de una cancha de baloncesto, con imágenes religiosas a los costados. Al ingresar desde el patio, lo primero que sentí fue una tibieza inesperada, casi palpable, que surgía de la cocina y evocaba el añorado pulso de un hogar. De fondo, como una caricia, sonaban versiones orquestales de clásicos de Whitney Houston.

      En mi recorrido pasé de mesa en mesa, vi rezar a unos comensales que no sacaban los ojos de sus caldos humeantes, escuché a uno que pedía hablar con la directora porque acababa de recibir “una profecía divina” y a otro que repetía la frase “No tengo nada, güey, vete pa’fuera”, en plena conversación consigo mismo. En cada mesa me presentaba, hablaba del taller y avisaba que podían encontrarme en la Techumbre. En un momento, un anciano canoso, con sombrero y coleta estilo Buffalo Bill, me llamó desde el otro extremo de la sala. Mientras me acercaba, busqué mentalmente los mejores argumentos que aprovecharan su curiosidad y terminaran de convencerlo para que contara su historia. Pero cuando llegué y me hinqué a su lado, se limitó a preguntarme si le podía conseguir otra dona.

      –¡El joven no está aquí para eso! –lo regañó la Madre Margarita Andonaegui, coordinadora general y cofundadora del desayunador–. Usted no respeta ninguna regla, ¿verdad? Si ya comió, en el primer piso le pueden cortar el pelo. Vaya, póngase guapo y luego me busca.

      Durante los mandatos (2009-2016) de Barack Obama, Estados Unidos deportó a casi tres millones (2,955,880) de inmigrantes indocumentados, de los cuales 47 por ciento carecía de antecedentes penales. La cifra representa un récord presidencial que la administración Trump pretende superar. Entre 2009 y 2012, el régimen de Obama rondó las 400 mil deportaciones anuales y, por momentos, superó las 1,100 diarias. La tendencia comenzó a revertirse en 2015, cuando el Department of Homeland Security (DHS) confirmó que ese año se deportó a 235,413 extranjeros ilegales (644 diarios),4 57 por ciento de los 414,981 (1,137 por día) expulsados durante 2014, el año más crítico en la política migratoria del “deportador en jefe”.

      En su reporte oficial, el DHS señala que la caída en el número de deportados se debió a “las nuevas prioridades de deportación de la agencia”, fijadas en un memorando interno del 20 de noviembre de 2014 que recomienda concentrar la atención policial en los delincuentes o en aquellos con antecedentes criminales. Sin embargo, a pesar de la orden que reclama esa circular, Inmigration and Customs Enforcement (ICE) informó en su estadística de 2015 que 41.1 por ciento de los deportados de ese año (96,045) no había cometido ningún delito. Una contradicción que el secretario del DHS, Jeh Johnson, no hizo más que profundizar cuando declaró5 que 98 por ciento de esos expulsados