No vuelvas. Leonardo Tarifeño

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Название No vuelvas
Автор произведения Leonardo Tarifeño
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786078764365



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      LEONARDO

      TARIFEÑO

      NO VUELVAS

      UN PERIODISTA ENTRE

      LOS DEPORTADOS

      MEXICANOS

      A TIJUANA

      CRÓNICA

      DERECHOS RESERVADOS

      © 2018 Leonardo Tarifeño

      © 2018 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

      Avenida Patriotismo 165,

      Colonia Escandón II Sección,

      Delegación Miguel Hidalgo,

      Ciudad de México,

      C.P. 11800

      RFC: AED 140909 BPA

      https://almadiaeditorial.com/ www.facebook.com/editorialalmadía @Almadía_Edit

      Edición digital: 2021

      ISBN : 978-607-8764-36-5

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

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      Almadía

      In memoriam

      Sergio González Rodríguez (1950–2017)

      Para Adriana Lozada, sin fronteras

      Yo estaré a un millón de años luz de casa.

      GUSTAVO CERATI

      I. PARECE QUE VA A LLOVER

      –Y dígame, joven, ¿usted no me ayudaría a encontrar a mi hija?

      Aunque la tengo a mi lado y llevamos un buen rato de plática, por un momento pienso que esto, justo esto, no me lo dice a mí. Porque yo no llegué a Tijuana para buscar a nadie. O, al menos, eso creo.

      –Señora, no sé… –alcanzo a murmurar, mientras intento un tono de voz cálido y firme que suavice mi rechazo–. ¿No le preguntó a otra gente por ella?

      –¡Sí, sí! Ya le pedí a una maestra, aquí mismo, ayer. Me hizo el favor de buscarla tantito en la computadora. Pero algo debía estar mal, ¿sabe? Porque le salieron un chingo de fotos, pero ninguna era de mi hija.

      María de la Luz Guajardo Castillo me prometió que contaría su historia, pero ahora hace lo posible por no hablar de ella. Conozco esa reacción, la he visto antes. Al ensayar el relato de su propia caída, unos se flagelan con los recuerdos más tristes de su vida y otros, al contrario, evocan lo que todavía los hace felices. En su caso, en sus respuestas a mis preguntas siempre aparece su hija.

      –Yo no tuve cabeza para estudiar, me dormía en la escuela. Y mire, ella va a ser casi doctora. “Enfermera anestesióloga.” Le faltan tres años, pero es muy centrada. ¡Y es hija de una mamá que no sabe nada de escuela! ¿Cómo puede ser que haya salido tan inteligente?

      Por lo que deduzco de su charla nerviosa y confusa, fue deportada hace menos de un mes. Tiene 57 años y la detuvieron tras un episodio de violencia doméstica en San Diego, donde residía desde 1999. De su pareja no habla mucho, quizá porque le apena que sea un hombre casado. Ni menciona la posibilidad de regresar a su Guadalajara natal. El hijo con el que vivía, Armando Fajardo, tiene 11 años y es autista. Según dice, iban a deportarlos juntos, pero él nació en Estados Unidos y los agentes no lo dejaron salir. Cuando los separaron, le prometieron que el niño sería enviado de inmediato al Hospital Psiquiátrico de San Diego.

      –Pero mientras me lo quitaban, él empezó a llorar y a gritar muy fuerte y no hay quien lo calme cuando se pone así –agrega–. Luego llamé al hospital para saber cómo había llegado y la que lloraba era yo. A veces se pone muy malito. ¿Y si los enfermeros se enojan y le pegan?

      De una bolsa de plástico negra saca un montoncito de papeles arrugados y los desparrama sobre la mesa, piezas del incierto puzzle donde se juega su futuro. En el reverso de un volante que anuncia cuartos en renta tiene escritos, con lápiz, el teléfono del hospital y el nombre de un enfermero. El papel que no encuentra es aquel con los datos de su hija, María Elena Martínez, que vive en Tampa. Por eso quiere que yo la busque, para que pueda contarle lo que le pasó y dónde y en qué condiciones está.

      –Mis hermanos viven en Guadalajara, no me van a ayudar porque son bien egoístas. Y mi madre no quiere a mi hijo para nada. Me dice que por qué me ando metiendo con hombres casados. ¡Pero el señor me había dicho que andaba en los trámites del divorcio! Y ni mis hermanos ni mi madre saben lo canijo que es cuando una mujer está sola.

      Yo no vine a Tijuana a buscar a nadie. Y la cabeza me da vueltas de sólo pensar en asumir un compromiso como el que me pide. Tengo que ser sincero con ella. Lo que voy a explicarle nos va a lastimar a los dos. Pero en lugar de eso, le pregunto:

      –¿Y cómo podría buscar a su hija? ¿Dónde trabaja?

      –Ahorita, no sé. Hasta hace unos meses era cajera en un Carl’s Jr.

      No tendría que haberle hecho esa pregunta. Todas las cajeras de los Carl’s Jr. de Tampa se deben llamar María Elena Martínez. La miro y me doy cuenta que tiene demasiada confianza en mí. Tal vez no sea tarde para decirle que cualquier otra persona podría ayudarla mejor que yo. Pero no encuentro las palabras adecuadas y necesito hablarle ahora. Mientras pienso qué hacer, se acerca una chavita morena, delgada y bajita, de enormes ojos negros y el pelo recogido en una larga trenza. Dice que se llama Chayo, y me pregunta si yo soy “el de las historias”.

      –¡Sí! ¿Quieres escribir la tuya?

      –Si no le molesta, profe, mejor se la cuento. ¿Sí me entiende?

      –Más o menos. Pero si prefieres contármela, está bien.

      –¡Es que no sé escribir!

      Vaya para donde uno vaya, lo primero que se ve a la salida del aeropuerto de Tijuana es la barda de chapa que separa a México de la nación más poderosa del mundo. Esas mismas chapas fueron parte de “Tormenta del desierto” (1990-1991), la operación militar contra Irak que lideró George H. W. Bush. Antes protegían a los invasores, hoy defienden al país de los que, según el presidente Donald Trump, podrían invadirlo. A lo largo de la barda cuelgan cruces de madera que recuerdan a quienes dejaron su vida en algún momento del paso al “otro lado”. La valla no es inexpugnable, pero intimida. Convierte el paisaje fronterizo en una escenografía bélica, sugiere y revela que allí se libra ni más ni menos que una guerra.

      Lo curioso, o no tanto, es que esa guerra se combate en silencio. En la Ciudad de México, donde vivo, los nombres de Anastasio Hernández-Rojas, Guillermo Arévalo Pedraza, Sergio Adrián Hernández Güereca y José Antonio Elena Rodríguez, como los de muchos otros caídos, no les dicen nada a nadie. Al deportado Anastasio lo asesinaron en la garita de San Ysidro, en el frente de Tijuana. A Guillermo, en el de Nuevo Laredo, Tamaulipas, durante un picnic con su familia a orillas del río Bravo. Y a los adolescentes Sergio Adrián y José Antonio, en las trincheras de Ciudad Juárez y Nogales, respectivamente. En todas esas muertes hay agentes de la Border Patrol involucrados. En los casos de Anastasio y Sergio Adrián, hasta hay videos disponibles en YouTube que registran los ataques.1 Sin embargo, por razones que quizás haya que buscar en la diplomacia o la geopolítica, de ninguno de esos crímenes se informó en detalle a nivel nacional en México y las evidencias no resultaron suficientes para condenar a nadie ante la justicia estadunidense. La violencia y la ilegalidad constituyen las dos caras del mayor cliché cultural de la frontera, y las historias