¡Ping!. Juana Inés Dehesa

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Название ¡Ping!
Автор произведения Juana Inés Dehesa
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9786075572963



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CATALINA

      Txs! Eres lo máximo. Oye, pero ¿me la puedes mandar por acá? Es que me bloquearon mi cuenta… larga historia.

      Susana envió un archivo adjunto

      ActaCatalina.pdf

      Mami, si un día tú y papá se mueren,

       ¿quién nos cuidaría?

      —Mami, ¿si ustedes se mueren, nos va a cuidar la tía Catita?

      Está muy mal que me haya reído. Muy mal. Es mi hermana y la quiero hasta el fin del mundo. Que es donde casi siempre está cuando se le necesita. Es mi hermana, la quiero enormemente, es mi compañera, mi amiga y mi cómplice, y no sé qué hubiera sido de mi infancia sin ella y en manos de la doctora y de mi papá, pero de ahí a que la considere capaz de hacerse cargo de mis hijos si un día pasa algo terrible, pues no tanto.

      No es que no pueda con el paquete, seguramente sí. Tampoco es que Andrés y yo seamos el prototipo de los padres modelo, para nada. Y de hecho nosotros somos la prueba de que los niños sobreviven a sus padres aunque éstos disten mucho de ser perfectos.

      Pero Catalina es un caos. Desde que éramos muy chicas, quedó muy claro que yo era la hermana responsable y Catalina era la artista. Mucho antes de que nos diéramos cuenta de que sí, en efecto, tenía una cierta sensibilidad y una enorme facilidad para entender el arte y conceptualizarlo, ella ya era una diva como para ir por la vida con boa de plumas y turbante en la cabeza. Y yo era la que iba detrás de ella, con una lista interminable de pendientes, recogiéndole el vestuario y recordándole que tenía audición a las tres y media en el Teatro Fru-Frú.

      Mi hermana nunca actuó en el Fru-Frú. Es una manera de hablar.

      Lo que sí es cierto es que Catalina siempre ha ido por la vida sin pedirle permiso a nadie. Yo, que siempre siento que tengo no sólo que pedir permiso, sino que pedir perdón, aunque no haya hecho nada, no la entiendo. Y la envidio muchísimo, para qué más que la verdad. Yo era la que sufría enormidades si sacaba un ocho en matemáticas, y pasaba todo el trayecto de la escuela a mi casa pensando en lo decepcionados que iban a estar mis papás, y Catalina entregaba una boleta llena de seises como si les estuviera haciendo el favor de ir a la escuela y a ver si ya me valoran, malditos.

      Yo tomaba clases de natación y de piano, Catalina vivía en clases de regularización de matemáticas, primero, y luego física y cálculo, y vivía pasando los extraordinarios de panzazo.

      A mí me temblaba el ojo y se me iba el sueño antes de cada examen. Catalina llegaba a los exámenes habiendo estudiado media hora y tenía clarísimo que con pasar la materia tenía más que suficiente.

      Mis hijos no podían crecer así. ¿Qué iba a ser de ellos?

      Claro que la otra opción lógica, así, en el papel, serían mi cuñado Jorge y Tatiana, mi concuña. Pero son impresentables. Por lo menos Catalina los llevaría al cine y al museo y les enseñaría que no todo en esta vida es tan limpio y tan fácil como uno creería, que en la mugre y en lo complicado también hay cierto chiste.

      Esto también es una manera de hablar, no es que mi hermana viva sumergida en el cochambre.

      Más bien, digamos que a la hora de repartir, yo me quedé con la forma de vida convencional, la familia nuclear, los dos hijos, la camioneta y el marido, mientras que ella dice que lo único latoso de no vivir con alguien es que a veces necesitas quien te suba el cierre del vestido.

      Por eso digo que la envidio. ¿Quién no? Va de aeropuerto en aeropuerto, de un lugar al otro del mundo, y sus decisiones más exhaustivas pasan por elegir entre ir a un coctel o a una exposición, y no sabe lo que es pasar las tardes teniendo que corretear, literalmente, a un par de enanos para que se metan a la tina.

      Por eso también pienso, con esta duda que me sembraron los gemelos y que ellos a su vez adquirieron después de que mi suegra los puso a ver una película de ésas de huérfanos que van a dar a casa de una tía, que ella qué culpa tiene. Ella no eligió tener a mis criaturas, por más que sean unos personajes tan divertidos y a mí me hagan tanta gracia (casi siempre).

      Y entonces ya cuando llego a ese punto en la reflexión, se me llenan los ojos de lágrimas de pensar en mis pobrecitos hijos y en mi pobrecita hermana.

      Hasta que alguno, o mis hijos o mi hermana, me hacen alguna de las suyas, y entonces se me olvida.

      Susana sí quería regresar a trabajar. Es más, se fue de incapacidad con la firme promesa de que iba a regresar al día siguiente de que los gemelos cumplieran tres meses.

      —Vas a ver que ese día yo regreso, me da igual si es domingo —le dijo a su jefe en la despedida improvisada que le organizaron en su oficina.

      Le quedaba claro que la habían hecho con las mejores intenciones, y que encima se pusieron todos de acuerdo para regalarle unas ropitas (que nunca les quedaron porque eran para un recién nacido como de juguete, pero la intención era buena), pero Susana se pasó las dos horas que duró la comida en la cantina de enfrente conteniendo las lágrimas. En su descargo, estaba a punto de parir, harta de no poder dormir, con un niño eternamente sentado sobre la vejiga y otro pateándole las costillas, y no lograba estar cómoda ni parada ni sentada ni de ninguna forma; lo que menos necesitaba en esas condiciones era ser el centro de atención y tener que escuchar todas las bromas sobre cómo su vida iba a cambiar para siempre y sobre todos los privilegios que iba a perder ahora que entraba en esta maravillosa etapa.

      —Olvídate de volver a entrar en tu ropa —le dijo Lola, su asistente.

      —O de volver a ver una película que no sea de muñequitos —abonó Gabriel, el jurídico.

      —Y bueno, yo sé que ahorita tienes toda la intención de volver —dijo Javier, dándole un trago a su tercera cerveza—, pero seamos realistas: con dos hijos, no va a estar tan fácil.

      Ahí fue cuando le dijo lo de que le daba igual si era domingo. Y trató de decírselo con mucho aplomo y soltura, cuando en realidad lo que quería era irse a su casa o, de perdis, sentarse en una esquina del baño a llorar y dormir. O ya más de perdis, pedirse una cerveza, aunque eso implicara tener que hacer pipí una vez más.

      Les dijo que ya lo había hablado con su marido y que los dos estaban de acuerdo en que era lo más conveniente.

      —Además —continuó, con el tono relajado y para nada de asesina serial—, seamos serios: en este momento, con un solo sueldo no alcanza.

      —¡Pero ese sueldo lo acabas pagando en guarderías! —otra vez Ana, que andaba desatada—, ¿por qué crees que Jimena nunca regresó?

      Suspiraron todos. Jimena era “la que se nos fue”; una asistente administrativa que todo lo hacía bien, de buenas y a tiempo. Hasta que se casó, se embarazó y se fue para siempre de sus vidas.

      —No. A mí no me va a pasar lo que le pasó a Jimena. Van a ver —dijo Susana, dándole un trago desafiante a su vaso de agua de tamarindo—. Yo ya lo hablé con Andrés y está completamente de acuerdo en que los niños se vayan a jugar con otros niños y yo con ustedes.

      —¿En serio? —preguntó Javier—, ¿tu marido está de acuerdo?

      —Pues claro.

      No mientas, Susanita.

      No es que ya le hubiera dicho que estaba de acuerdo así: estoy de acuerdo, Susana, en que regreses a trabajar cuando los niños cumplan tres meses. No. Mucho menos estaba de acuerdo en que regresara a trabajar con Javier. Pero tampoco había dicho definitivamente que no.

      La primera vez que salió el tema a colación fue a la mitad de una comida en casa de sus suegros, un domingo. Tatiana y Jorge, su cuñado, andaban sabía Dios dónde, seguramente en un yate por el Caribe o algo así, de lo que estilaban ellos, y por lo tanto la atención de sus suegros estaba completamente centrada en Susana y Andrés.

      En realidad, en Susana y su enorme panza; Andrés les tenía sin cuidado.

      —¿Y ya avisaste en tu trabajo, Susanita? —preguntó