Название | ¡Ping! |
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Автор произведения | Juana Inés Dehesa |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786075572963 |
—¿Y si pruebas una? —decía la doctora.
—Pues yo por mí, sí —decía don Eduardo—, pero no me acuerdo si este tipo de cosas son las que acumulan bacterias.
Susana no sabía si le daban ternura o desesperación. Pero más bien lo primero, por más que insistiera en decirle a Catalina que estaban muy lejos de ser un matrimonio ideal. Siempre le había intrigado que se llevaran tan bien, si eran tan distintos, y eso de que todos los sábados a la una de la tarde declararan la hora feliz, con botanas en el jardín y un trago para quien lo quisiera, y se sentaran a conversar de cosas que no tenían nada que ver con su vida doméstica ni con las niñas ni con nada, le había parecido conmovedor desde la infancia. Claro que a veces no se llevaban tan bien y terminaban su sábado con unas peleas legendarias, pero era porque, como decía la doctora, puesto que no siempre se puede ser feliz, a veces hay que conformarse con ser intenso.
—Susana —repitió Catalina, en tono insistente para distraer la atención de su hermana del frasco de aceitunas—, que si fuiste a lo de Juan.
—Sí —respondió Susana, mirando fijamente su gin and tonic y sin ofrecer mayor información. No tenía ganas de contarle que había ido, que se había encontrado con Andrés y que se habían quedado platicando en el atrio de la iglesia.
Como si viviéramos en el siglo diecinueve.
Peor todavía, después se habían ido a la nevería de enfrente por una malteada. Susana no sabía qué era lo que más la sorprendía: que la cascada de endorfinas la hubiera cegado hasta el grado mismo de consumir una malteada de chocolate llena de grasa y azúcar, o que su vida se pareciera cada vez más, ya no a una novela costumbrista, sino a una película de César Costa.
Porque Andrés, con su pelo color chicloso muy corto, y peinado con gel, y su traje oscuro, era la imagen misma del muchacho decente y “de provecho”, como decía la generación de sus papás. Al principio, Susana se sintió muy rara, sin saber ni qué decir ni cómo portarse; hasta Juan su hermano era más relajado y siempre había tratado a Susana como si en lugar de una mujer fuera un amiguito con faldas, y así más o menos se llevaba Susana con sus compañeros de la escuela y del trabajo. Pero Andrés no era así, no. Andrés era de lo más formal y se tomaba muy en serio lo de los roles de género.
Cuando llegaron a la puerta de la heladería, Andrés se quedó parado y Susana, por copiarlo, también.
Se tardó un momento en entender que la estaba dejando pasar.
Muy bien, Susana. Que piense que sales con puro patán.
Era cierto, pero no era cosa de que se le notara tan pronto.
Andrés le contó que había estudiado Ingeniería Civil igual que su abuelo, y Susana tuvo una visión de Andrés, cuando no habría tenido más de doce años, accediendo a jugar con Juan y con ella a construir torres y luego apoderándose de todo porque ellos no sabían cómo se hacía y él sí, porque él iba a ser ingeniero como su abuelo. Y Susana siempre se había quedado con ganas de decirle que una cosa era que no supieran cómo y otra, muy distinta, que no tuvieran ganas de hacer siempre la misma torre, igualita, para que no se fuera a caer.
Le recordó el incidente a Andrés, mientras se tomaba su malteada de chocolate a traguitos para que le durara bastante.
Andrés movió la cabeza con desaprobación fingida.
—Ustedes siempre fueron muy rebeldes.
Susana se defendió diciendo que, más que rebeldes, eran librepensadores.
Andrés la miró, con una sonrisa, y Susana sintió como si se le hubiera posado un unicornio abajito del esternón. Catalina siempre decía que era una calamidad para ligar y que siempre era la última en enterarse de que le estaban tirando la onda.
Se preguntó si eso sería lo que estaba pasando. Y el unicornio se puso a hacer la ola.
Andrés hacía un año que había dejado de trabajar en la constructora de su papá y había abierto su propio despacho, con dos amigos. Susana estuvo a punto de contarle que ella también estaba pensando en abrir su propia consultoría de operación política, pero se detuvo. ¿Qué iba a decir si le preguntaba si se iba a asociar con alguien?
En ese momento, Susana no quería ni pensar en con quién se iba a asociar, en ese que llevaba toda la tarde mandándole mensajes que no tenían nada que ver con sus proyectos laborales. Hacía una hora que había optado por mejor apagar su teléfono.
—¿Y? —preguntó Catalina.
—¿Y qué?
—¡Susana! —Catalina tronó los dedos tres veces frente a los ojos de Susana—. Estás en la mensa. ¿Cómo estuvo? ¿Qué pasó? ¿Se equivocó? ¿Se arrepintió y dijo que mejor no y salió corriendo? ¿Entró a la iglesia en una moto?
Susana frunció el ceño.
—No, claro que no. Esas cosas no pasan. Fue una misa normal, nomás que con dos padres, uno ahí como haciéndole de coach, ya sabes.
—¿Por si se le olvidaba el Padre Nuestro?
—No sé para qué, Catalina —dijo, fingiendo exasperación para que su hermana la dejara en paz—, ¿por qué te interesa tanto?
Catalina agitó la cabeza para quitarse de la cara un mechón de pelo color berenjena.
—Ay, pues me da curiosidad, ¿a ti no? —se quedó pensando—. Bueno, obviamente a ti no porque ya fuiste y ya lo viste, pero yo no.
—Pero tampoco es que sea el circo Atayde —dijo Catalina—. Es una misa equis.
—¿Qué discuten, niñas? —preguntó don Eduardo, sentándose a la mesa de hierro forjado, una vez que él y la doctora hubieron decretado que las aceitunas todavía estaban buenas—, ¿qué es lo que no es como el circo Atayde?
—No me quiere contar cómo fue la primera misa de Juan, el que era el vecino.
—¿Ese pobre niño al que le pusieron Juan Diego en un arranque de guadalupanismo salvaje?
Catalina soltó un grito de sorpresa.
—¡Papá! —dijo, poniéndose las manos en la cara en un fingido gesto de horror—. ¿Cómo te acuerdas de esas cosas?
Don Eduardo soltó una risita y le dio un sorbo a su tequila.
—Ni yo mismo lo sé, mijita. Debe ser porque esa familia era así para todo.
—Ay, sí —dijo la doctora, sacándose delicadamente de la boca un hueso de aceituna (caduca) y poniéndolo en su plato—. Eran mochísimos. ¿Te acuerdas de cuando querían poner una gigantesca virgen de Guadalupe de piedra en la entrada del condominio?
Don Eduardo se rio.
—¡Sí es cierto! Que yo les dije que sí, siempre y cuando me dejaran poner del otro lado un busto de Juárez.
—¡Qué grosero! —dijo Susana, sintiéndose en la obligación de defender a la familia de Andrés—, ¿a ti qué más te daba?
Don Eduardo se encogió de hombros y sonrió.
—¿A mí? Nada. Pero ¿por qué no, a ver? ¿Por qué sólo ellos?
—Y tan guapo que era Juárez —dijo la doctora, haciéndole segunda.
—¿Y ese pobre muchachito ahora es sacerdote? —preguntó don Eduardo, que nunca perdía oportunidad de enterarse de un buen chisme—. Fue el que me contaste, ¿no?
—Sí.
—Pobrecito.
—Y con lo desprestigiados que andan