Название | ¡Ping! |
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Автор произведения | Juana Inés Dehesa |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786075572963 |
Así que me casé pocas semanas después con el novio al que la doctora apodaba “el vecinito”.
—Rosario, no le digas así —le decía mi papá, más por quedar bien conmigo que porque le preocupara realmente herir los sentimientos de mi familia política.
—Perdóname, mi vida, pero es que no puedo pensar en él de otra forma. Siempre tengo ganas de recordarle que no pase con su bicicleta muy cerca de mi coche, porque lo raya.
Andrés cometió el crimen impensable de rayar el coche de la doctora con el pedal de su bici cuando tenía quince años. Ese incidente bastó para colocarlo en la lista negra. Y para que Andrés perdiera todo el aplomo en cuanto aparecía mi mamá.
—Es que me da mucho miedo, Susana —me confesó la primera vez que lo lleve a comer con ellos—. Es la verdad.
—A todos, Andrés, a todos.
En realidad, el gran problema de mi mamá con mi boda no era que me casara con Andrés. Era que me casara, punto, daba igual con quién.
—Yo me casé muy chica, niñas —decía con cualquier pretexto cada vez que teníamos una amiguita invitada a comer o así nomás, si estábamos Catalina y yo distraídas—. No vayan a cometer el mismo error.
Cada vez que Susana escuchaba a una mujer contar la organización de su boda, y decir que había llegado a un momento en el cual “ya todo me daba igual y estaba harta; hubiera preferido mil veces que fuéramos un día al registro civil, nos casáramos y de ahí a un restorán con cuatro gentes y se acabó”, pensaba que para ella, ese punto llegó muy pronto. Es más, fue el principio.
—Yo creo que vamos un día tú y yo al registro civil con nuestros papás y nuestros hermanos y ya, ¿no? ¿Para qué nos hacemos bolas?
A Andrés se le atragantó el trago de cerveza que se acababa de tomar.
—¿Cómo? —preguntó, tosiendo.
—Pues eso, que tal vez no vale la pena gastar miles y miles de pesos en una noche cuando podríamos ahorrarlo y pagar el enganche de una casa.
—Pero no es “una noche”, Susana; ¡es nuestra boda!
Y Susana pensaba en la doctora. Jamás en la vida le daría la razón, pero en ciertos momentos llegaba a pensar si su decisión habría sido la correcta.
Como cuando salía con que siempre había tenido la ilusión de casarse por la iglesia, con todo y fiesta y una boda de trescientas personas, por ejemplo.
—¿Por la iglesia, Andrés? —preguntó Susana, una vez que Andrés hubo expuesto su proyecto—, ¿no ves que yo no estoy ni confirmada? ¿No te piden eso y no sé qué otras cosas para casarte?
—Ah —dijo Andrés muy quitado de la pena—; ahora es muy fácil. Tomas un curso de dos días y vas a Catedral y te confirmas. Mi mamá ya averiguó.
—¿Cómo que tu mamá ya averiguó?
Andrés clavó los ojos en la etiqueta de su cerveza.
—Andrés, te estoy hablando.
—Dime, corazoncito. Te estoy oyendo —su tono era todo melcocha.
—¿Qué más averiguó tu mamá?
Así averiguó Susana que su suegra llevaba semanas realizando una labor encubierta de organizadora de bodas. No sólo había averiguado lo de los sacramentos, sino que ya había apalabrado a monseñor Nosequé, un muy amigo de la infancia del papá de Andrés que oficiaba todos los bautizos, primeras comuniones, bodas y festejos de la familia, y él estaba feliz de casarlos el día que quisieran, donde quisieran.
Susana se quedó profundamente callada. Andrés le hizo un gesto al mesero y le pidió otra ronda, aunque la copa de vino blanco de Susana estaba todavía a la mitad.
—Mi mamá no está muy segura de si vas a preferir jardín o salón —dijo Andrés, tratando de romper el silencio—, aunque yo digo que jardín es más bonito. Hay uno en Cuernavaca, donde se casó mi primo Arturo, ¿te acuerdas?
—Ay, Andrés, no. Tus primos se han casado sin parar, uno detrás de otro, desde hace dos años. Debemos haber ido, más o menos, a razón de dos cada mes, a unas veinte bodas de tus primos.
—¡Ahí está! — exclamó, con la cara iluminada—, con más razón tenemos que hacer una boda grande. Si todos nos han invitado a sus bodas, ni modo que nosotros les salgamos con pues ya nos casamos y ni te tocó fiesta. Es horrible, Susana.
Y fue así como Susana terminó organizando una boda con trescientos invitados que en realidad no quería ni organizar ni protagonizar.
—En algún momento vas a tener que aprender a decirle que no a ese hombre, Susanita.
La doctora le dio otro trago a su mojito. Era increíble cómo se transformaba de la ejecutiva salvaje de chongo y traje sastre que era en su despacho a la señora de pantalones pescadores y suetercito de algodón que se tiraba en una silla de jardín a beber cocteles que le preparaba su marido. Era el único momento de la semana en que su mamá parecía una persona mínimamente razonable.
Aunque no tanto.
—¿Por “ese hombre” te refieres a Andrés, mamá?
—Exactamente —estiró el dedo índice para indicarle que estaba en lo correcto.
—No que te tenga que dar explicaciones —dijo Susana—, pero le digo que no a muchas cosas.
—Sí —soltó una risita—, ya veo. Bueno, y a todo esto, ¿me trajiste la lista de invitados que te dije que trajeras?
Susana no sabía qué le daba más coraje, si el hecho de tener que organizar la boda, o el que la doctora se hubiera apoderado de la situación. Desde el primer momento en que apareció con la noticia de que su boda se estaba convirtiendo en el evento de la década, su mamá entró en acción y no volvió a dejarla intervenir casi en nada. Su lógica era “si de todas maneras ya la voy a pagar, al menos que las cosas salgan bien y como yo quiero”.
—Sí, sí la traje —Susana sacó de su bolsa tres hojas tamaño carta y se las dio—. Me faltan los teléfonos de unas tías de Andrés, pero te los consigo en la semana.
—A ver si es cierto —se incorporó, se puso los lentes que tenía encaramados en la punta de la cabeza y revisó las hojas—. Dios mío, pero esto parece la sección de sociales de El Heraldo.
Siguió revisando renglón por renglón.
—¿Por qué hay tantas monjas, tú? ¿Qué será que pecan mucho?
—No sé por qué mi suegra las conoce —dijo Susana—, pero no vayas a decir nada, mamá, por favor.
—Ay, obviamente que no, Susanita, si tampoco estoy loca —agitó las hojas—. Claro que esto, así, no me sirve. Me hubiera servido el archivo para acomodarlos por mesa e ir anotando qué contestan.
Susana tomó su bolsa y sacó una memoria USB.
—Te lo traje así, también, porque eso me imaginé.
La doctora tomó el USB con dos dedos.
—Te digo lo mismo que a mis muchachitos de la oficina: esto —agitó los dos dedos como si tuviera un ratón pescado por la cola— y nada, es lo mismo. Basta que una lo enchufe a la computadora, para que se llene todo de virus y el archivo igual no abra nunca.
Susana se contuvo para no arrebatarle las hojas y la memoria, como seguramente también hacían también sus muchachitos de la oficina.
—Si