Название | ¡Ping! |
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Автор произведения | Juana Inés Dehesa |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9786075572963 |
En su casa nunca se hablaba de dietas, ni de imagen corporal, y don Eduardo y la doctora insistían siempre que podían en que había que evitar ciertos alimentos por las repercusiones que pudieran tener en la salud, pero evitaban cuidadosamente hacer comentarios sobre el tamaño de las personas y, sobre todo, de las niñas. Y sí, pensándolo bien, la doctora nunca comía dulces ni participaba del entusiasmo con el que Susana y Catalina comían papas a la francesa o malteadas, argumentando que todo le parecía “muy pesado” y, si acaso convencían a sus papás de llevarlas por un helado, a lo más a lo que llegaba la doctora era a una nieve de limón, “la más chica que haya, por favor, en un vasito”. Pero Susana siempre le había atribuido eso a la naturaleza sobria de su madre y a que el disfrute no era exactamente su fuerte, pero no a una preocupación por su peso.
Al día siguiente, a la hora de la comida, Susana empezó a negarse a comer sopa de pasta, muchas gracias, y a pedir que si en lugar de darle arroz le pudieran dar ensalada, sería mucho mejor, gracias también.
—¿Y esa modita? —preguntó la doctora, el tercer día seguido en que escuchó a Susana pedirle a Blanquita que le sirviera sólo media ración de carne.
Susana dijo que no tenía hambre. Nadie le creyó.
Lo único que ganó fue una conversación con la pediatra sobre la importancia de la nutrición. La doctora no creía en librar batallas que pudiera transferirle a alguien más, así que en cuanto se encontraron en el consultorio, mientras Susana se ponía los zapatos que se había quitado para que la midieran, la doctora le sugirió en un tono que no era de sugerencia que le planteara a la pediatra sus dudas sobre lo que estaba bien comer y lo que no.
En esas circunstancias, Susana no tuvo más que fingir que escuchaba y que la pediatra la estaba convenciendo. Hasta dijo que claro, que estaba de acuerdo en que al cuerpo de vez en cuando le viene bien un plato de pasta y un pedazo de chocolate. Hombre, claro que sí.
Pero eso no iba a suceder. Podría ser que Susana accediera a comerse toda la comida que Blanquita y su mamá le pusieran enfrente, nada más por no pelear y por no convertirse en la hija problema, si ése era un puesto que tenía cubierto Catalina en casi todos los frentes, pero de ahí a permitir que alguien más volviera a hablar de sus caderas, eso sí que no. Después de ese día, se acabaron las visitas a la despensa de los Echeverría, y a Juan no le quedó más remedio que creerle cuando le dijo que de un día para otro le había dejado de gustar el azúcar.
Eso sí, se acabaron sus visitas a la despensa, pero no su fascinación por visitar a los Echeverría. Se tardó mucho tiempo en entender por qué le llamaba tanto la atención cómo funcionaba todo ahí. Porque no era que su casa no funcionara, al contrario; por más que su mamá odiara todo lo que tenía que ver con la organización doméstica, y por más que dijera que sería ama de casa si le gustara trabajar sin que le pagaran, tenía todo suficientemente organizado para que la vida de las niñas y la de su marido transcurrieran en orden.
En orden, sí, pero de manera bastante previsible. Pegado en el refrigerador con un imán en forma de dos cerezas unidas por el tallo había siempre un calendario con los menús de comida de cada día, que formulaba la doctora cada mes después de ir al súper, según un universo de opciones, todas muy sanas, todas muy balanceadas, y que ponía en la cocina para que Blanquita supiera qué preparar y qué comprar en el mercado.
Esa, para Susana, era la normalidad. No se imaginaba que había casas donde eso funcionara distinto, hasta el día en que, mientras ayudaba a Juan a estudiar para un examen de Trigonometría, vio aparecer a Amparito seguida de Magdalena, la cocinera, y sentarse en el otro extremo de la mesa del comedor.
—No nos hagan caso, niños —dijo Amparo—, pero es que mañana viene a comer un amigo de Carlos mi marido y tenemos que disponer la comida.
A Susana se le olvidó la ecuación que estaba haciendo. En su casa la comida era siempre la misma, fuera a comer quien fuera: sopa de verdura, carne o pollo, verduras cocidas y arroz o pasta. De pronto, si a don Eduardo le daba por ir al mercado de San Juan, podían variar un poco y comer camarones un fin de semana, pero era raro.
Amparo sacó de un estuche unos lentes que tenían una cadena dorada para colgárselos al cuello y se los puso. Junto a ella, Magdalena estaba parada con una libreta de taquigrafía y un lápiz amarillo, como dispuesta a recibir el parte de guerra.
—¿Todavía tenemos carne molida? —le preguntó Amparo, mirándola por encima de los lentes—, ¿será que hacemos unas albóndigas?
A Susana le pareció curioso eso del plural. Nunca había visto cocinar a Amparo.
—A Andresito no le gustan las albóndigas —contestó Magdalena con gesto apesadumbrado—. Dice que no se llena.
—¡Pues ni que fuera barril! —protestó Amparo—. Si no se trata de que se “llene”. Además, puede comer arroz.
Magdalena torció el gesto.
—Pero el joven Jorge no se come el arroz. Dice que engorda, y lo mismo con las tortillas, dice que si nos lo queremos comer en Navidad o por qué le damos tanto.
Se rio.
Amparo suspiró. Ella no compartía la fascinación de Magdalena por el humor de su hijo el mayor.
—Es que no hay manera de planear nada, con estos niños. Son una bola de melindrosos. ¿Así son también en tu casa, mijita?
Ese último comentario fue para Susana, que sin darse cuenta llevaba toda la conversación observándolas con la boca abierta y sin hacerle caso a Juan, que ya había despejado mal todas las ecuaciones.
—¿En mi casa? —preguntó Susana, poniéndose roja—; no. En mi casa nos comemos lo que hay.
Amparo volteó a ver a Magdalena.
—Ahí tienes —dijo—. Los voy a mandar unos días a que se eduquen, a ver si no nos valoran.
A Susana le pareció que ésos no eran modos de hablar ni de su casa ni de la comida de su casa, pero lo de la confrontación nunca había sido su fuerte. Ni entonces ni ahora. Trató de concentrarse en los errores de Juan y no pensar en qué diferente era esa casa de la suya.
—Podríamos hacer tampiqueñas —sugirió Magdalena—, y traigo un poco de mole del mercado para hacer dobladitas, que eso sí se lo come Jorgito.
—Claro, porque eso no engorda.
Susana sintió que se le hacía agua la boca.
Cuando regresó a casa de los Echeverría, ya convertida en la novia de Andrés, Susana se topó con que nada había cambiado, ni Magdalena y su comida, ni su suegra y su enorme capacidad para administrar su casa con régimen militar. Susana estaba convencida de que si Amparito hubiera nacido en otro tiempo, hubiera sido regidora autócrata de un pequeño país o, de perdis, cabeza de una célula guerrillera. Y los hombres a su alrededor ni siquiera se daban cuenta del poder que tenía; era de esa generación de mujeres que sabían maniobrar en el sigilo para que todo terminara haciéndose como ellas querían, mientras dejaban que los hombres se regodearan en su autocomplacencia, pensando que tenían algún poder de decisión sobre sus vidas. Al contrario de la doctora, que había sido como una fuerza de la naturaleza que había aprendido a la mala a ensordecerse frente a las críticas y a las miradas resentidas de los hombres a su alrededor, Amparito había elegido sobrevivir fingiendo que era enormemente dócil y que su voluntad no tenía ningún peso ni consecuencia, mientras operaba en el sigilo, sin bajar la guardia nunca.
Para Susana, ambas eran variantes del mismo impulso de supervivencia.
Pero llegó el día en que el médico familiar se sintió en la necesidad de recomendarles que mejor Amparo ya no manejara. Fue un día en que, en la misma maniobra, le