Название | Con fin a dos |
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Автор произведения | Fernando García Pañeda |
Жанр | Языкознание |
Серия | |
Издательство | Языкознание |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788468548548 |
No quise privarme de una despedida que bien merecía. Le compuse el nudo de la corbata, que se había ladeado ligeramente, mientras le decía:
—¿Sabes? No eres nada aburrido. Para nada. Y si alguien te dice que lo eres, será por envidia o porque no llega a tu altura. Buenas noches.
Se dejó empujar con suavidad hasta el descansillo y cerré la puerta sin darle oportunidad a réplica.
Día 8
Me despertó el sonido del móvil, que parecía más insistente que nunca, como si alguien estuviera apretando sin compasión el botón de llamada.
—¿Todavía estás dormido? ¡Qué poco aguante! Vamos, levántate y sube rápido, que te lo vas a perder. Ya te preparo un café mientras te vistes. ¡Pero ya, corre! —ametralló Christiana
—¿Qué ocurre?
—Calla y sube rápido —me colgó.
Medio dormido, sin afeitar y apenas aseado me puse lo primero que encontré y subí lo antes que pude. Estaba muy alarmado. Para que una chica que apenas te ha conocido unos días atrás llame, o más bien te reclame, con tal urgencia, es que le ha sucedido algo grave.
Estaba en la misma puerta, esperándome.
—Hijo, ni que vinieras de una fiesta —me dijo sonriente al ver mi traje de la noche anterior, que era lo primero que tenía a mano—. Mira, que desde tu piso no ves nada de esto —continuó como si yo estuviera al tanto de algo que desconocía en realidad.
Me llevó literalmente hasta la terraza, donde había una mesita con dos tazas y una cafetera.
—Tú mira, mira ahí abajo —me indicó mientras se disponía a servir el café.
Me asomé y vi la calle vacía, como siempre, pero con un coche patrulla con las luces azules encendidas junto a la entrada de la finca. Ella se acercó en seguida, me ofreció una de las tazas mientras ella bebía de la suya y se asomaba del mismo modo.
—¿Ves? ¿Ves cómo tenía razón?
—¿Pero qué pasa? ¿Qué hacen aquí?
—¡Qué van a hacer! Han venido a por el psicokiller.
—¿Cómo?
—Espabila un poco —me recriminó—. Estaba asomada hace un rato, mientras tomaba algo de vitamina D, cuando les he visto llegar con las luces puestas y todo. Se han bajado y han tocado el timbre de su piso.
—Y han venido a detenerle —añadí con una ligera sorna.
—A qué si no.
—Puede ser por mil cosas distintas. ¿Tú crees que si quieren detener a un asesino viene sólo un coche con una pareja de agentes?
—¿Es que no es suficiente? Bueno, es que estarán en cuadro con todo esto de la pandemia.
—A ver, seamos sensatos. ¿Estás segura de que han venido a su piso exactamente?
—Claro que sí. Mira, acábate el café, que nos vamos a asomar a la escalera para que lo compruebes.
—Christiana, esto se te está yendo de las manos.
—A ver, ¿repítelo?
—Esto se te está yendo de…
—¡Eso no!
Me descolocas a cada momento. Joder, me gusta.
—Christiana.
—Otra vez. —Cerró los ojos.
—Christiana.
—Ahora calla un ratito y ven.
Me arrastró hasta la puerta y algunas escaleras abajo. El pobre hombre vivía en el primero en el lado opuesto.
Los dos agentes le estaban contando algo, en voz tan baja que no llegábamos a entender. Ella quiso descender más para escuchar mejor, pero se exponía demasiado a ser vista y la aferré desde atrás por los brazos y un susurro de «quieta, que nos ven».
No fui consciente de que era el primer contacto físico que teníamos. Iba en manga corta, de modo que sentí por primera vez su piel, tan suave como fría en comparación con mis manos. Y ese mismo inconsciente retuvo el contacto, agradable sin par, hasta que noté en ella un leve estremecimiento; volvió la cabeza para mirarme fijamente con la piel erizada. Avergonzado, la solté de inmediato, pidiendo disculpas con los ojos. Pero su mirada no era de temor ni de reproche.
Al poco, los agentes se despidieron y el vecino cerró la puerta. Rápidamente y con el mayor sigilo regresamos a su casa y cerramos la puerta.
«¿Ves? No era nada importante», iba a decir para desviar la atención sobre ese contacto. Pero ella se adelantó.
—¡Maldita sea! Les ha dado esquinazo el muy astuto.
—Pero… ¿Pero cómo lo sabes? —Yo alucinaba—. Si no hemos escuchado nada de lo que…
—Vamos, que se va a salir con la suya. ¿Y nosotros no vamos a poder hacer nada?
—Bueno, está bien. Vamos a hacer lo que hay que hacer.
No quería llegar a ese extremo, aunque lo había pensado por unos instantes, justo hasta el contacto con sus brazos.
Bajé las escaleras rápidamente. Por suerte, una llamada retuvo un minuto a los agentes y les alcancé antes de que se marchasen. Manteniendo la distancia de seguridad, me identifiqué y con argumentos de mano izquierda les pregunté por su cometido. Después de enterarme volví al piso de Christiana.
Me miraba perpleja, con los ojos tan abiertos, celestes como nunca, que se atascaban en ellos las preguntas.
—Bien. Resuelto el misterio —concedí, un tanto enternecido—. Han venido a comunicarle que ha aparecido la cartera que le robaron la semana pasada. Al parecer no le funciona el teléfono. Le han identificado antes para asegurarse y eso ha sido todo. No he entrado en más detalles para no entretenerles a lo tonto.
Se quedó pensativa. Demasiado. Sospeché, por su expresión, que con más dudas que antes.
Madre mía, en qué lío te estás metiendo.
—Oye, ¿a qué te dedicas? Yo te he contado mi vida y tú no has soltado prenda más que por encima. No serás un pez gordo, un agente secreto o algo así por el estilo. Casi se te cuadran esos polis cuando les has enseñado un… un je ne sais quoi —dijo moviendo los dedos.
Me reí, espontáneo y forzado a la par. Pero esos ojos eran tan fascinantes que, como ya me había sucedido con su piel, quise retenerlos. Y me atreví a exagerar como un fanfarrón.
—Hay cosas que no se deben saber. Y, si se saben, hay que negar.
Pero con una mujer como ella no servían las mamarrachadas. Un segundo le duró la impresión. Luego repuso:
—Ya, menudo cuento. En serio, dime a qué te dedicas o qué has hecho para enterarte.
—Ya hablaremos de eso. El caso es que se lo he preguntado y me han dicho de qué se trataba. A todos los efectos, caso resuelto. No sólo no ha hecho carne picada con su esposa, sino que encima le habían robado la cartera. La han encontrado y se la han devuelto, para que no tenga que ir a recogerla a la comisaría.
Volvió al silencio, con el ceño fruncido y el cerebro trabajando a miles de revoluciones por minuto, era evidente. Yo no quise forzar las cosas y me dispuse a hacer mutis como un aceptable secundario.
Hasta que, súbitamente, pareció resetear pensamientos y sonrió.
—No soy madame Dancenis, pero para esparcir un poco de ilusión en tu vida te invito a desayunar —dijo aludiendo a una apreciada lectura común—. En la terraza, no en el dormitorio.
—Y, de paso, intentarás sonsacarme… no, me sonsacarás todo lo que puedas —entendí.