Con fin a dos. Fernando García Pañeda

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Название Con fin a dos
Автор произведения Fernando García Pañeda
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788468548548



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sobre famosos. Y también las tendencias de la moda, que era mi mayor especialidad. Por supuesto, también salió a relucir el misterio del vecino desaprensivo y su esposa desaparecida. «Ah, no, nada crímenes ni de temas transcendentes por hoy», propuso. Y en mala hora, porque poco después un chispazo recondujo el diálogo hacia la amistad y sus características esenciales a nuestro entender.

      Un amigo es el que nos completa, nos ayuda a crecer, el que comparte el dolor más que la alegría, el que no abandona, el que nos enseña, nos guarda un secreto y nos confía el suyo, el que dice la cruda verdad cuando el resto del mundo te miente y pone en riesgo su amistad por mantenerse fiel a ella.

      —Al final, creo que la amistad no sólo es la base, sino el contenido del amor —dijo con el primer sorbo de champán.

      —Tópico falso —rechacé—. ¿O eres de los que no son capaces de mantener una amistad sin enamorarse?

      —Tú misma acabas de diferenciar lo uno de lo otro. Una cosa es la amistad y otra el enamoramiento. Pueden sumarse, no cabe duda, pero no tienen por qué coincidir. Un enamoramiento sin amistad está condenado al fracaso, porque no hay amor verdadero. Una amistad sin enamoramiento, en cambio, no tiene fin.

      Así es como entramos en la vía directa hacia el recuerdo de los fracasos amorosos. El vermut de aperitivo, el blanco y el champán dieron rienda suelta a una locuacidad sin tapujos que hubiera sido impensable en cualquiera otras condiciones.

      Yo había estado enganchada a una relación tormentosa, paradisíaca y tóxica a partes desiguales desde el final de la adolescencia y hasta que salí de la facultad de Bellas Artes. Fueron tres años de carrusel imparable que alternaron la pasión, el sometimiento, la ansiedad e incluso el maltrato psicológico; una relación de la que me negaba a salir con el pretexto de… ni recuerdo el pretexto, porque no había ninguno que no fuera absurdo. Al final mi dulce madre tuvo que tomar cartas en el asunto: todo acabó con una sentencia y una orden de alejamiento terminante, que además tuve que esgrimir en dos ocasiones. Así acabó la relación, pero el verdadero resultado fue una desertización de mi estado de ánimo y de mi capacidad afectiva, así como la transformación de mi carácter, que pasó de una abertura sociable a una introversión adusta en grado sumo.

      Expresé con tal riqueza de detalles la misandria que había acampado en mi ánimo que el pobre Jorge quedó impresionado y alarmado a partes iguales.

      —Uf. No entiendo cómo estoy aquí —dijo cuando terminé mi conferencia sobre errores, taras y carencias de los hombres.

      —Si te soy sincera, yo tampoco. Tienes que ser un trampero profesional.

      —Querrás decir un tramposo.

      —No, trampero, que es peor. Como un cazador.

      —¿Cazador yo? Si acaso, de moscas. Las mato de siete en siete, como el sastrecillo valiente.

      Sospesé sus palabras y su aire antes de conceder:

      —Me da la impresión de que eso es cierto. No, no creo que seas ni tramposo ni trampero.

      In vino veritas. Ay, Cris, espero que no te arrepientas.

      Además, él también llevaba lo suyo a espaldas. Mucho menos dramático y mucho más conciso, pero no menos lacerante. Y tampoco se hizo de rogar para soltarlo.

      Empezó como una de esas comedietas románticas en las que el chico y la chica se conocen desde niños. Él se pasa media vida enamorado y la otra media tratando de llegar al corazón de la chica; pero la muy tonta no lo ve hasta que lo permite alguna jugada del guionista cósmico. Y después de unos doscientos mil años de noviazgo (del que no dio demasiados detalles, lo que me lleva a pensar que fue bastante aburrido), cuando todos hacen apuestas sobre qué día será por fin la boda, un buen día ella da por concluida la historia, sin más.

      —¿Cómo que sin más? Eso no puede ser.

      —Pues lo es. Lo fue —dijo, con la mirada baja y encogiéndose de hombros.

      —Algo tendría que haber, aunque ella no supiera o no lo quisiera decir. —Yo no daba crédito.

      —Se lo intenté preguntar varias veces, hasta que se negó a verme e incluso cambió de número de teléfono y de casa. Desde entonces lo he pensado hasta hartarme. Llevo casi año y medio pensándolo, dando vueltas a lo que pude hacer mal, pero no consigo entenderlo.

      —Eso no sucede de un día para otro. Tendrías que haber notado algo en los últimos días, o meses. O algo malo harías… —repliqué con algo de malicia.

      —Tres días antes de cortar estuvimos en la boda de unos amigos. Nos lo pasamos como nunca, alegres, divertidos… Incluso llegó a decir al final del día que le envidiaba a la novia, que quería algo así, y…

      —Ya veo, el ciego eres tú.

      —¿Qué?

      —Que no lo ves. Que no te decidías y se aburrió de esperar.

      —¿Que no me decidía a qué?

      —A qué va a ser. A regalarle un anillo, pedirle de rodillas que se casara contigo y todas esas cosas.

      —El anillo lo tenía desde hacía tres meses, y ya me dolía la boca de pedírselo.

      —Ah, ¿te dijo que no?

      —No, decía que era un paso demasiado importante, que tenía que pensarlo antes de comprometerse y no sabía si estaba preparada… Por eso cuando dijo que envidiaba a la novia pensé que era una forma de aceptar, y le dije que cuando quisiera y como quisiera. Pero al día siguiente no quiso verme y al otro me devolvió el anillo que no se había llegado a poner y dijo que no podíamos seguir, que íbamos a ser infelices y lo nuestro no tenía futuro, sólo pasado.

      Su relato me dejó bastante confusa, lo reconozco. ¿Qué espécimen se comportaba así? Lo único que se me ocurría pensar es que ella se había cansado, que Jorge era un buen chico pero insulso y aburrido, y no veía futuro. Me cuidé de decírselo, por supuesto, pero fue un cuidado innecesario.

      —Debo de resultar aburrido, así de simple —dijo con una sonrisa apagada—. Creo que ella lo vio pero no quiso decirlo así, tal cual.

      Me descolocó una vez más; no sabía qué decir. Pero los recuerdos de nuestros fracasos, combinados con los grados de la malvasía y la pinot noir, me llevaron a un camino más alegre.

      —Bueno, somos dos perdedores aburridos —dije llenando por última vez las copas—. Creo que lo que procede ahora es terminarnos esta botella y llorar un rato con esas arias que has traído.

      —Una idea magnífica.

      Cambió de disco y se acercó para tomar la copa. Según empezó a sonar a intenso volumen el Libiamo de La Traviata, dijo en tono teatral:

      —¡Por el desengaño y el tedio! Que no nos falten —brindó.

      Me deshice en carcajadas etílicas antes de que pudiéramos chocar las copas y vaciarlas. Después seguimos riendo, pero a la par.

      Nos contamos unos cuantos chistes, de ésos que sólo te hacen reír cuando estás muy perjudicada; y compartimos una buena ración de anécdotas de nuestros respectivos trabajos, de esas que llevan a pensar (a veces, como aquélla, a proclamarlo en voz alta) que la inmensa mayoría de la especie humana está condenada a la extinción. Menos uno mismo y un selecto grupo de elegidos, claro.

      —¿No te da vergüenza decir eso? —bromeé.

      —En absoluto.

      —Pues deberías.

      —No, uno no debe avergonzarse de sus creencias.

      —Dis! En el fondo eres un huraño.

      —Y tú una misántropa.

      Vaya par. Encajamos a la perfección. Eh, no te vengas arriba, que corra el aire.

      Un cansancio muelle y risueño nos llevó al final de la noche. Bueno, la noche no, porque a través del ventanal