Con fin a dos. Fernando García Pañeda

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Название Con fin a dos
Автор произведения Fernando García Pañeda
Жанр Языкознание
Серия
Издательство Языкознание
Год выпуска 0
isbn 9788468548548



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mejor ni peor. Te intento mirar tal como eres. Y, lo mejor de todo, es que nos podemos mirar, cosa que de otro modo no sé si hubiera sido posible.

      ¿Crees que nunca hubiéramos coincidido?

      No sé, pero llevamos varios años con una simple pared de por medio y no sabíamos nada el uno del otro.

      Ah, ah… no sigas, que hay alguno sí que sabía unas cuantas cosas de la otra.

      (…)

      Además, me sentía tan a gusto en su casa como en la mía. Los muebles, la decoración, las cosas en general estaban dispuestas de distintas maneras pero, de algún modo, complementarias.

      Yo mantenía una especie de desorden organizado que se ajustaba a mi forma de ser y trabajar, con libros desparramados, cojines por todas partes, cuadros colgados o sin colgar, cuidadoso al descuido. Ella tenía todo dispuesto primorosamente, al detalle, como en su sitio exacto; pero no daba la sensación de método obsesivo, de maníaca de la pulcritud, porque su orden era de los apacibles. No tenías que estar sin moverte para no desencajar una micra la disposición de los retratos del aparador ni ensuciar con alguna mota de lo-que-sea el respaldo del sofá (como ocurría en casa de mis tías). Su orden estaba pensado para el bienestar y la placidez, invitaba a la relajación.

      Creo que, por esa razón, con el paso de los días ella se acostumbró a revolver entre mis cosas y yo anhelaba reposar las palabras en la calidez de sus habitaciones.

      Desde esos primeros días yo me enganché al hábito de escuchar su saludo, siempre original, y a encontrar algo distinto desde ese momento y hasta el final del día. Por eso esperaba, deseaba que un día se sucediera a otro sin pensar en un término.

      No temía al contagio, a la enfermedad, sino a que ella se hiciera inmune a mi presencia.

      Aunque no me sentía perezosa, me apetecía solazarme un rato entre las sábanas y apurar un placer que rara vez podía disfrutar de ordinario.

      Pero, para mi desgracia, no estoy hecha para la holgazanería. Me aburrí pronto y empecé a idear algo nuevo para entretenerme. Y, como es habitual, las ideas se amontonaron hasta el punto de tener que poner orden y priorizar.

      Aferré el móvil y marqué el número de mi compañero de confinamiento

      —¿Qué planes tienes para el finde? —le pregunté adoptando mi pose algo afectada.

      —Uf, espera un poco, que consulto la agenda y te digo.

      Por qué me hace reír el muy tonto…

      —No te hace falta consultar nada. Ya te digo yo que tienes un hueco para esta noche. Estoy organizando una cena de gala y he decidido invitarte.

      —¿De gala?

      —Sí, sí, de gala. Por todo lo alto y con un menú que ni en sueños imaginarías que pueda existir.

      —Suena más que genial. Así que de gala. Eh… ¿Dress code?

      —Black tie.

      —No te andas por las ramas, ¿eh?

      —Nunca.

      Madre mía, empiezo a hablar igual que él. Este tío es como un virus.

      —Sólo me falta saber la hora.

      —Estoy rogando a los invitados que vengan a partir de las siete y media. A las ocho en punto se cierran las puertas y se sale a aplaudir.

      —No puede ser más perfecto.

      —No cuando yo lo organizo. Que no te quepa duda.

      —Esto… ¿Te puedo echar una mano a preparar la comida o lo que sea? Soy un pinche excelente.

      —Ni se te ocurra.

      —Es que parezco un gorrón profesional, siempre voy a mesa puesta.

      —Vaya, ¡por fin te das cuenta! —Volví a reírme antes de proseguir—. No, lo hago con gusto y gana, me encanta enmarañarme y trastear en la cocina. No te preocupes, que en otras ocasiones ya te pillaré como mano de obra esclava. No sabes dónde te has metido al ofrecerte de pinche. Soy una tirana sin escrúpulos cuando estoy en modo organizadora.

      —Eso suena muy bien.

      No puedo con él. Lo confieso, me gusta. Así que no pienso soltar el freno de mano.

      Durante el resto de la mañana, después de un desapacible desayuno con las cifras de contagiados y muertos que vomitaba la radio, me puse al día con mis amigas, con mi familia y con mi jefa. Me agitó algo el hecho de que tanto mi madre como la más perspicaz de mis amigas me dijeran que me notaban más animada de lo que sería normal en condiciones de inactividad y soledad. «¿Qué te traes entre manos?», llegó a preguntarme mamá.

      No era fácil de explicar lo que me ocurría sin caer en dobles sentidos o sin parecer una cabeza loca. Y, aunque mamá me conoce más que nadie y sabe la prudencia con que abordo cualquier novedad y el recelo que me produce cualquier relación después del desastre emocional que sufrí en su momento, preferí esperar y ver. Si realmente había algo que contar, lo haría con ella antes que nadie; si no, sería malgastar el tiempo en fruslerías, algo que odio.

      Sin embargo…

      «¿Qué te traes entre manos? Diría que estás incluso radiante. Y me alegro mucho, mi flor.» Las palabras de mi madre estuvieron oleando en mi cabeza mientras adecentaba la casa, durante mi rato de lectura y al preparar la cena. El oleaje cesó en el momento de escuchar el timbre, a la hora exacta, cómo no.

      * * *

      Eres un rebelde. Pareces un alma cándida con esas expresiones tan de libro abierto, esa amabilidad, ese carácter acogedor, ese humor ingenioso, pero cuidado contigo. Sí, ese humor tan irónico es una señal evidente. A ti va a haber que darte unas cuantas vueltas para encontrarte defectos.

      —¡Pero bueno! ¿No te había dicho que antes de las siete y media nada? —le reprendí.

      Se había presentado a media tarde con un bulto y un puñado de cables, que en realidad era una minicadena con sus altavoces. Le había parecido buena idea ambientar la dîner de gala («Eres un esnob» «Gracias») con una selección adecuada de música. En realidad me irritó un poco porque me había sorprendido todavía con delantal, oliendo a queso y cebolla, con manchas de harina y despeinada. Irritación que se me pasó en cuanto me dijo que tenía el encanto de una cocinera hogareña y vi la indumentaria de «gran Lebowski» que traía puesta.

      —No quiero tener problemas —alegó—. Lo mismo me confundes con un operario de mantenimiento y no me admites como invitado.

      —Qué tonterías. Te bastaría con decir que conoces a la dueña.

      —Estoy en ello. Ah, y que sepas que así estás preciosa.

      A menudo había pensado cómo sería coincidir con alguien que aprecie los detalles del otro. Que los aprecie y disfrute como suyos. Y esa cena fue toda una revelación.

      Preparé con esmero todo un menú aprendido de mi madre que horrorizaría a amigos y conocidos pero que él disfrutó saboreando, preguntando y escuchando las recetas. Dejó los platos casi sin necesidad de lavarlos. No era frecuente (no lo era para mí) que alguien pasara de ser agradecido a ser agradable con suma facilidad, rapidez y sinceridad.

      Todo estaba preparado para olvidarse de la vulgaridad y de la que estaba cayendo ahí fuera. Y todo resultó más placentero y alentador de lo que hubiera sido suficiente.

      Yo misma me sorprendí de lo bien que me salieron los entremeses, la musaca (me apetecía después de mil años de haberla comido por última vez) y el pastel de manzana. La música que había traído y reprodujimos durante toda la noche, conciertos barrocos, cuartetos clasicistas y arias de óperas, parecía escrita para la ocasión, porque encajaba entre palabras enlazadas, movimientos de cubiertos, centelleos del vino sobre las copas y las ondulaciones de las burbujas del Veuve