Название | La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente |
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Автор произведения | Richard Helene |
Жанр | Социология |
Серия | |
Издательство | Социология |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876145770 |
6. Francis Fukuyama, La Fin de l’histoire et le dernier homme, Flammarion, París, 1992 (reeditado: 2018).
7. Le Monde, 24-4-1991.
8. Ibid.
9. Financial Times, Londres, 24-7-1991.
10. En Rusia, el programa económico para el año 1992 estaba explícitamente anclado a las exigencias del FMI.
11. Jack Kemp, “Houses to the people! An open letter to Boris Yeltsin”, Policy Review, Washington DC, invierno de 1992.
12. Financial Times, 16-1-1992.
13. The Christian Science Monitor, Boston, 2-3-1992.
El “nuevo orden internacional” duró sólo un día
Amnon Kapeliouk
Los sucesos del Golfo Pérsico fueron un excelente examen para la “nueva mentalidad política” que debía marcar la época de la perestroika. En efecto, por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, soviéticos y estadounidenses se alineaban en el mismo bando. A comienzos de la crisis, los ministros de Relaciones Exteriores de ambos países, Edouard Shevardnadze y James Baker, sólo necesitaron cuarenta y ocho horas para emitir en común una condena rotunda, y en los términos más vigorosos, contra Irak que acababa de ocupar Kuwait (1). Un poco más tarde, el 19 de agosto de 1990, el agregado militar soviético en Washington se presentó en el Pentágono para entregar, bajo las instrucciones de su Ministerio de Defensa, precisiones sobre los tipos de armamento y materiales militares enviados a Irak.
Si una de las piezas clave de la perestroika en materia de política exterior era la creación de sólidas relaciones de amistad entre las potencias mundiales, la crisis provocada por Irak terminó de consolidarla. A pesar de las divergencias entre Washington y Moscú en cuanto a la utilización de la fuerza para llamar a Irak al orden, la actitud soviética en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas fue determinante (2).
La Crisis del Golfo estalló en el momento en que la Unión Soviética atravesaba la tormenta más intensa desde su creación en 1922, y los comentadores más serios, como Stanislav Kondrachov, cronista del diario Izvestia, constataban que la Unión Soviética ya no podía ser considerada como una gran potencia “debido a la aguda crisis que atraviesa” (3). Evgueni Primakov, miembro del Consejo Presidencial y uno de los expertos de Mijail Gorbachov en materia de política exterior [luego, en 1996, estuvo a la cabeza de la diplomacia rusa], reaccionó de inmediato a estas declaraciones: “Quienes ponen en duda el hecho de que la URSS es una potencia mundial tienen que saber que al mundo entero le conviene que se mantenga como tal, porque todos sus recursos están orientados a mantener la paz” (4). Pero la cuestión era en realidad más compleja, porque la Unión Soviética se había convertido en una superpotencia gracias a su ejército y sus recursos, pero también a sus esferas de influencia geográfica, política e ideológica. Los cambios que se produjeron y las dificultades internas que aparecían entonces en las tapas de los diarios desde hacía tres años terminaron por poner en duda ese estatus (5).
La opinión pública soviética en su conjunto brindó su apoyo a las iniciativas del poder desde la primera declaración del gobierno que condenó la ocupación de Kuwait y decretó un embargo a las entregas de armas a Irak, en conformidad con la resolución del Consejo de Seguridad. Los radicales llamaron a un endurecimiento de la línea hacia el “deshonesto agresor” más allá de las resoluciones de la ONU. El Parlamento de la República Federativa de Rusia llegó a solicitar la abrogación del Tratado de Amistad y de Cooperación de 1972 con Irak (6). Por su parte, los medios ligados a la defensa explicaban que la instalación masiva de las fuerzas estadounidenses en el Golfo no debía ser subestimada. En cuanto a la prensa, se expresaba en general con virulencia para juzgar a Irak. No sólo los diarios de la oposición, como el Ogoniok o el Moskovskiye Novosti, sino también el Izvestia, órgano del gobierno, utilizaban los términos más duros contra Saddam Hussein, a quien calificaban de “dictador”, “nuevo Hitler”, “ladrón de Bagdad”, “criminal”, “pirata”, etc., y recordaban el asesinato de millones de comunistas y las masacres de los kurdos en el norte del país. Los diarios formulaban, de este modo, una pregunta: ¿es moralmente correcto establecer relaciones de amistad con dictadores?
Un “acto de perfidia” según Moscú
Los “nuevos criterios” que debían presidir las elecciones de los países amigos de la URSS tenían que “permitir la reconciliación de la conciencia con la eficacia”, escribía un cronista de Izvestia, y agregaba que “sería razonable rehacer el inventario de los países con los que establecimos relaciones privilegiadas”. El periodista deseaba que hubiera “menos ilusiones, menos esperanza injustificada y más pragmatismo sano” (7).
El Ministerio de Relaciones Exteriores intentó conservar un lenguaje mesurado y señalar, por momentos, algún elemento positivo de las declaraciones iraquíes. Pero, cuando el presidente Gorbachov se expresó sobre esta crisis regional, lo hizo siempre en un tono claramente condenatorio y duro, en términos que a veces se alejaban de la diplomacia habitual. En su primera reacción pública, el 17 de agosto de 1990, durante una conferencia ante oficiales en Odessa, describió la agresión iraquí como un “acto de perfidia”. Finalmente, fue él quien determinó el tono de las reacciones soviéticas.
Por primera vez en la historia de la URSS, el Comité de Relaciones Exteriores y de Defensa del Parlamento se reunió para discutir sobre la crisis y escuchar los informes presentados por las autoridades. Se produjo un verdadero debate y se hicieron escuchar diversos puntos de vista. Un hecho simbólico, pero sin embargo revelador, de una práctica democrática que empezaba a instaurarse.
Desde el principio, Moscú mostró su preferencia por una solución árabe, que excluía el recurso a la intervención militar, a menos que fuera decidida en el marco de la legalidad, bajo la égida de la ONU. En otros términos, sin la aprobación de la URSS, cualquier operación militar era ilegal. No obstante, para mostrar que Moscú no estaba totalmente en contra del principio de esa opción para resolver la crisis y restablecer la situación que prevalecía en el Golfo antes del 2 de agosto de 1990, un comunicado oficial, publicado al término de la primera semana de conflicto, precisaba: “También estamos dispuestos a establecer inmediatamente una serie de consultas en el marco del Comité de Estado Mayor del Consejo de Seguridad que, según los estatutos de la ONU, puede desempeñar funciones muy importantes” (8). En su discurso en la Asamblea General de la ONU, el 25 de septiembre de 1990, Shevardnadze confirmó, con términos severos, esta determinación de recurrir a la fuerza bajo la égida de las Naciones Unidas.
Sin embargo, los soviéticos tenían muchas razones para temer una acción militar. Se preocupaban, en particular, por los resultados inmediatos y a más largo plazo de una guerra en Medio Oriente, una región situada no lejos de su frontera (algunos miles de kilómetros) al mismo tiempo que una efervescencia esporádica agitaba a las repúblicas musulmanas.
Coordinar la acción política con Washington era aceptable. Pero apoyar una iniciativa militar de Estados Unidos, era demasiado, aunque estuviera fundamentada por el párrafo 51 de la Carta de la ONU o por cualquier otro argumento. Porque los soviéticos pensaban que, si aprobaban semejante iniciativa, su toma de posición podía provocar conflictos en los países del Tercer Mundo con los que seguían manteniendo buenas relaciones. Por otra parte, la preocupación por mantener estas relaciones no alcanzaba para reprobar la actitud de los estadounidenses, porque había que preservar a cualquier precio una amistad