Название | Diario de máscaras |
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Автор произведения | Luisa Valenzuela |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876145480 |
He tocado al puma suelto. Al tigrillo lo empecé a tocar con la punta de mi lápiz, lo seguí tocando con un dedo, la mano, y por fin lo saqué de la jaula y me lo acerqué a la cara.
Palmeé el rinoceronte en cautiverio (y al rinoceronte pareció gustarle).
El guardián de un zoológico me arrancó del sitio dos milímetros antes de acariciarle la zarpa extendida al oso polar.
Hubo besos y abrazos de chimpancés, montonal de abrazos de Darwin, el mono araña amigo.
Nos entendimos con aquella perra boxer (¡guardiana!) que en Oberá, Misiones, me invitó a pasar al jardín, me guió hasta su casa-cucha y para espanto de sus dueños me permitió alzar sus cachorritos recién nacidos.
Alguna vez toqué una lagartija, la tuve entre las manos sin haberla cazado.
Memorables sapitos de Punta del Este, negros como de seda fina con la panza a puntitos rojos y amarillos. Había muchos entonces; hoy ya están casi extinguidos.
Para no hablar de bichitos de luz, luciérnagas, mariposas (¿y la crueldad de convertirlos en joyas?).
Mi langosta saltona favorita en el año de la manga de langostas. Renga la pobre. Creo que la bauticé Pancho.
Muchísimos perros y gatos, claro.
Un pájaro se quedó en lo alto de una ruina en Massada, dejándome acercar muy cerca. Y abajo el Mar Muerto.
Podría hacerme amiga de un ratón. De una araña; las respeto, como a la araña Estrella, o a las Pepitas patudas de mi casa en Tepoztlán.
Nunca de un leopardo negro como el de la otra noche en sueños, el que se fue acercando incontenible por puertas que no cerraban bien. Una puerta a cada lado de la misma pared. No podía cerrarlas y tampoco importó tanto, porque el leopardo negro pasó a formar parte o era parte de esa pieza, de esa escena, de mí misma. Mi máscara.
Primera vez en Bali
Fue poner un pie en el aeropuerto de Denpasar, mencionar la palabra Ubud y ya un enjambre de choferes de taxi y demás medios de transporte, más o menos públicos y más o menos destartalados, me ofrecían llevarme hasta esa ciudad central y me ofrecían hoteles y hostales y pensiones y lo que fuere. Por qué elegí al que elegí solo los dioses del panteón hindú, que se veneran en Bali, lo saben. Pero ahí estaba yo, metida en ese coche que avanzaba a los tumbos por las rutas de la isla, sin saber a ciencia cierta dónde quedaba mi destino. Me sucedió tantas veces a lo largo de mi vida que solo atiné a recordar nuestra Biblia telúrica y me recité esos versos del Martín Fierro que dicen “Derecho ande el sol se esconde / tierra adentro hay que tirar; / algún día hemos de llegar... / después sabremos adónde”.
Ese adónde me empezó a resultar medio inquietante cuando pasamos por un poblado y dejamos atrás del cartel que decía UBUD. Pregunté al chofer, y su acompañante me respondió en su medio inglés que ahí nomás estaba la hostería o lo que fuere, y continuaron la marcha. El sol, haciendo honor al verso, se estaba poniendo. Por fin aterrizamos, mi bolso y yo, en medio de los arrozales y en una triste pieza de pensión. Alguna alimaña, en la noche, me tiraba besitos y yo decidí que temprano a la mañana me mudaría al pueblo. Pero la mañana siguiente trajo el esplendor de los arrozales, las mujeres de coloridos sarongs haciendo sus ofrendas y la propuesta de mudarme a una de las cabañas. El cambio resultó paradisíaco y me puse a escribir:
Visitar Bali o visitarme a mí misma, mi duda de siempre. Moviéndome de balcón a balcón como ahora, balcones a los paddies, los campos de arroz, la maravilla. Estoy en un palacio entre aguas, terrazas inundadas y verdes, ¡oh tan verdes! Quiero todo el tiempo por delante para mí y ya me hice una cita y ya saldría corriendo pero no, me quedo en esta barca muy propia, un arca de Noé a mi medida y solo entran los gekos curiosos, esas lagartijas, y yo me acuerdo de aquel fragmento de Calvino sobre el geko contra el vidrio y me acuerdo de Felisberto (aquí también flotan las velas, las bellas ofrendas) y el geko bebé que me mira tiene manchas doradas y una panza plateada y su voz es la de tirar besitos. Al menos, creo que es esa su voz, porque la primera vez que la escuché me pareció la voz de un murciélago.
En lo alto de mi cabaña el techo es como una barca invertida; me cubre, es de paja dorada y gruesas cañas de bambú. La tierra firme del frente es de cocoteros. A mis espaldas unos techos de paja, a lo lejos, de maravillosas formas. Y los campos de arroz, los reflejos, el verde tan verde del arroz en ciernes, tierno, y alguien dibujando más surcos en el agua mientras arría una fila de gansos, lentamente, como quien reza. Todo acá es rezo. Todo. Y yo en la cama en medio de la barca invertida. Rodeada del mosquitero verde, un scrim para suavizar esta realidad tan suave de suyo y a la vez poderosa.
El estado contemplativo no me duró demasiado, tampoco la escritura. Porque en Bali hay un mundo al alcance de la mano, y zarpé a los cuatro costados, al templo de los murciélagos sagrados y al de los monos; al Templo Madre, el gran templo de Besakih en la falda del volcán Agung, tierras sagradas, pero todo es sagrado en Bali, y el tiempo transcurre entre una ofrenda y otra, las matinales y las vespertinas, y en los festivales de los templos siempre suena el dulce gamelán.
Esta no es una guía de turismo, así que no me detendré en descripciones, pero pensé dos cosas en mi primera visita: si alguien que solo pudiera hacer un viaje en su vida me consultara, yo le recomendaría Bali, porque encierra un universo en su breve territorio de isla. Y pensé sobre todo y con dolor, que si los conquistadores y todos sus tremendos sucesores hasta el día de la fecha hubiesen dejado a los mayas quiché de Guatemala vivir en paz, América Latina tendría su propia Bali, con inciensos y ofrendas, y los volcanes sagrados y el gran lago de Atitlán tan parecido al de Batuán, y sobre todo esos tejidos milagrosos, de idéntica técnica: el ikat, teñido directamente en el hilo para después producir los más bellos y asombrosos dibujos geométricos, y que viste tanto a las mujeres balinesas como a las mayas.
Siendo este un diario de máscaras y yo su fiel servidora, consigno acá que lo primero que hice cuando atiné a bajar al pueblo fue comprar una entrada para esa misma noche. Representarían la sagrada lucha del buen dragón Barong con la bruja Rangda.
Y al volver avanzando por los magros desfiladeros en cuadrícula entre los paddies inundados, me pregunté cómo haría por la noche para reintegrarme a mi barca invertida. Al llegar a la zona del hostal vi a una joven extranjera, sentada en la terraza de una de las cabañas, leyendo. Desde abajo le pregunté si ella solía regresar por las noches del pueblo, y cómo. Me contestó que por supuesto, que volvía a pie con una linterna y era un lujo apagarla al llegar al arrozal para ver la noche estrellada. Le conté que tenía una entrada para la ceremonia de Barong y Rangda y ella decidió acompañarme. Era alemana y estaba en Bali para aprender a tallar máscaras en el pueblo vecino de Mas, cuna de los mascareros. Dios las cría y ellas se juntan, pensé, y así fue como en Bali entré de lleno en el universo máscaras casi sin proponérmelo.
Esa noche una vez más el bondadoso Barong, deidad solar algo payasesca y tierna con su gran máscara de leonino dragón que castañetea los dientes, tocado de dorada filigrana recortada en cuero y cuerpo de largos flecos, portado por dos hombres para darle extensión, se enfrentará a la bruja Rangda, viuda negra con ojos saltones inyectados de sangre, feroces desmesurados colmillos y larguísima lengua también de dorada filigrana de cuero. No pueden existir el uno sin el otro, el yang sin el yin, la luz sin la sombra, y en la pelea eterna nunca habrá un vencedor porque no podríamos calibrar el bien, ni siquiera definirlo, si no tuviera como contracara el mal, que lo resalta y valoriza. Por eso mismo todas las esculturas de feroces deidades hinduistas que protegen la entrada de las casas en Ubud tienen delantales a cuadros blancos y negros: el bien y el mal entrecruzados, como siempre sucede en esta vida.
Y en la noche de la ceremonia, a la luz de las antorchas y bajo el sencillo tinglado, Barong y Rangda luchan solos hasta que los seguidores de Barong aparecen en escena e intentan herir a la bruja con sus krisses; Rangda entonces revierte el ataque y ellos caen en trance y sus propios cuchillos rituales se tornan en su contra, pero claro, protegidos por Barong no pueden autoherirse