Название | Diario de máscaras |
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Автор произведения | Luisa Valenzuela |
Жанр | Документальная литература |
Серия | |
Издательство | Документальная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9789876145480 |
Los chanés no mueren, me contaron en Tuyunti. Su espíritu se refugia en el palo borracho a la espera de que el mascarero lo rescate tallando la máscara. Eso sí, ni los mascareros pueden acercarse al yuchán cuando el árbol está “de encargue”, es decir, preñado, portando semilla.
A nuestra llegada ya no quedaban más máscaras de aña, ni el aña ‘ndechi ni el aña hanti, los distintos espíritus que pueblan el imaginario de este pueblo llegado siglos atrás desde el Caribe. Todas habían sido arrojadas al río, como en una ceremonia de “limpia”, porque la máscara bailada durante los carnavales absorbe el mal de la comunidad.
No encontré allí las máscaras, pero sí la narración:
El carnaval es gran baile que nosotros hacemos durar varios días. Para el entierro salen el toro y el tigre a pelear. Lo ideal es que gane el tigre porque es de los nuestros; al toro lo trajo el blanco, pero a veces la cosa se nos va de las manos y la pelea se vuelve seria y puede ganar el toro. Eso sí, después las máscaras del tigre y el toro y todas las otras máscaras que se usaron, junto con cajas y bombos, se rompen y se queman o se tiran al río. El fuego o el agua se llevan los espíritus de los antepasados, todos los espíritus. El carnaval se va con todos los espíritus dañinos, y también con los buenos que regresan a sus pagos del más allá.
En Tuyunti y demás poblados chané, el pin-pin es bailado en ordenadísima aunque algo bamboleante ronda alrededor de un árbol. Hombres y mujeres del brazo arman breves hileras que se desplazan como los rayos de una rueda. Las mujeres sin máscara, el rostro embadurnado de rojo. Día tras día mientras corra la chicha. Cuando esta se acaba en toda la comarca, cuando ya no queda ni una mazorca para ser fermentada, surgen del monte los cuchis o chanchos todos embarrados para hacer de las suyas, y también el toro y el tigre que se entablarán en lucha simbólica. Eso cuentan.
Por suerte encontré más tarde algunas máscaras y unos mascareros. En Campo Durán el cacique Máximo lamentó la pérdida de las tierras confiscadas por YPF porque entre otras cosas se opacaron allí los carnavales. Los jóvenes se han ido a la ciudad a rebuscarse la vida, y el tigre y el toro ya no aparecen casi nunca por aquí, pero cuando lo hacen la simbología muchas veces se subvierte. Se supone que siempre ganará el toro, el mundo domesticado versus la barbarie del tigre. “Pero usted sabe cómo son las cosas”, reflexionó, pragmático, mientras tallaba máscaras de animales. “Yo dejo que se las lleve el hombre blanco, que se lleve hasta los añas ya bailados, que se los lleven no más, así también los espíritus que chupó la máscara se alejan de nuestra gente y van a conocer otras tierras”.
No dudé de su palabra y adquirí unos ejemplares.
Y como tengo un dios aparte –el dios Momo, naturalmente– al volver a la ciudad de Tartagal el fin de semana siguiente al Miércoles de Ceniza nos topamos con un gran corso callejero. Y entre los carros alegóricos y los trajes de fantasía tipo murga propios de todo carnaval, desfilaron comparsas chané favorablemente aculturadas, porque las tradicionales máscaras se habían sofisticado y prestado a los juegos de la imaginación. Logré adquirir un par, pintadas no con las tradicionales tierras sino con simple pintura comercial al aceite. No por eso son menos autóctonas. La más grande tiene el rostro clásico: un óvalo blanco con nariz aplicada y ojos y boca calados, pero la corona no es la clásica tablita sino que está formada por dos personajes propios: una gran cabeza de indio color castaño con sonrisa reluciente, algo desdentada, y por encima de él la monjita de hábito azul, típica de las misiones de la zona. La otra máscara, más pequeña, tiene sobre la cabeza un águila de alas desplegadas. Posiblemente, como suele suceder, cada portador había tallado su máscara según su imaginación.
La verdadera vuelta a la manzana
Viví diez años en Nueva York, de 1979 a 1989. Allí compré una que otra máscara africana, traicionando, pero no del todo, mi propósito de buscarlas in situ: Nueva York en la década del 80 era el ombligo del mundo. El ónfalo, al menos para mí, con todo su esplendor y las consabidas pelusas, lo más claro y también lo más oscuro a pasos de distancia. Tengo una máscara artesanal de papel maché comprada una noche de Halloween, esa fiesta de brujas que por las calles del Village estalla con toda magnificencia y locura creativa resumiendo lo que esa ciudad brinda en materia de imaginación, poder de síntesis y, como se pudo comprobar en el 2001 y por desgracia, capacidad premonitoria. Se trata de un rostro abstracto, verde turquesa con motas, que tiene dos largas orejas rectangulares en las que están dibujadas las torres gemelas; la nariz impactante de elevado puente tiene en la punta un pequeño rectángulo con un zapato dibujado. Bajo las orejas-torres gemelas y sobre la frente, la siguiente frase: “Después crearon lo que ellos llamaron civilización”, que se continúa con flechitas que descienden por el puente de la nariz hasta el zapato, para culminar a la altura de la boca con palabras lapidarias: “y le zapatearon encima”.
Simple comprobación de la polisemia, de la capacidad polivalente de las máscaras. Y de esa ciudad que todo el tiempo se redibuja y transforma.
Quedé imantada con Nueva York desde que la conocí por primera vez porque allí se daban los encuentros más sorprendentes. Por eso cuando en 1988 Roberta Allen, artista plástica y escritora brillante, me dijo con alegría que había recibido una beca para pasar un año en Australia me sorprendí. ¿Vas a dejar Manhattan por un país tan aburrido?, le pregunté. Aburrido en absoluto, me contestó, y me instó a leer The Songlines de Bruce Chatwin, el autor de En Patagonia, y conocer la sorprendente cosmogonía de los aborígenes. El mito de origen de esos pueblos se basa en el Dreamtime, el “tiempo del ensueño”, cuando los seres superiores emergieron del centro de la Tierra en lo que hoy es Australia y avanzaron creando el mundo por medio de su canto. Nacieron así las “líneas de canto” que cada tribu hereda desde hace más de cinco mil años. Cada aborigen, a su vez, hereda un tramo del paisaje y su parte del canto, y año tras año debe revivir el diseño dibujándolo en forma abstracta sobre la tierra con pétalos de flores y otros elementos naturales, y al menos una vez en la vida caminarlo cantando.
Casi ni había terminado la lectura del libro cuando Sandra Shotlaner, una de las dos únicas australianas que conocía entonces, llegó a la ciudad y me buscó. Estupenda dramaturga, Sandra había viajado con Eva Johnson, una colega aborigen (el término solo nos suena despectivo a nosotros, ellos lo reivindicaron con orgullo porque no hay duda de que estuvieron allí “desde los orígenes”), con quien tuvimos largas charlas. Eva me habló de los niños de su generación, arrancados a sus madres a los dos años para ser criados como “ingleses” en los orfelinatos. Ella recién al cumplir los 17 pudo salir de allí y reencontrarse con su hermano. Juntos buscaron y buscaron a la madre de ambos hasta encontrarla por fin años después, pero ya en su lecho de muerte. Es una historia que ahora a los argentinos, por causas aún más atroces, nos puede resultar dolorosamente familiar. Gracias a Eva Johnson entendí los repliegues de la identidad aborigen. Este pueblo originario del otro sur, casi en nuestras antípodas, debió redescubrir sus mitos y su ritos y las cosmogonías que lo unen a su tierra, y así volver a establecer las líneas de canto, recuperar el Tiempo del Ensueño. Y retomar sus sistemas totémicos, porque ellos no solo son los hijos de sus padres, son los hijos de la tierra y deben venerarla como corresponde, volviendo a cantarla. Es así de profunda su necesidad de pertenencia. Y deben recuperar los antiguos nombres, y los idiomas y lenguajes casi perdidos. Así ocurrió con la célebre Ayers Rock, la gigantesca roca monolítica −casi una montaña− que surge en medio del desierto rojo en el corazón de Australia, y a la cual los aborígenes lograron devolverle su nombre ancestral, Uluru. Eva Johnson la canta en un poema que lleva por título el nombre de su idioma también reconstruido, “Waka Waka”:
Aislada roca / que en silencio te yergues / para acariciar la tierra / mientras el agua de las lágrimas / acarrea