Diario de máscaras. Luisa Valenzuela

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Название Diario de máscaras
Автор произведения Luisa Valenzuela
Жанр Документальная литература
Серия
Издательство Документальная литература
Год выпуска 0
isbn 9789876145480



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      Joe tiene la piel oscura. Con él por momentos ella logró sentirse amada y bondadosa, como si él usara la máscara de Rangda y ella fuera Barong. En una inversión de géneros ella fue Barong, el dragón bienhechor, aquel que no tiene ni fuerza ni existencia sin la fuerza y existencia de la bruja Rangda. Sus poderes se oponen: Rangda amenaza y mata al menor descuido, Barong protege y resucita. Luchan y se complementan y ambos son igualmente sagrados porque en la necesaria lucha logran integrarse.

      Hay en Bali gran número de máscaras, caras sorprendentes. Y la representación del Ramayana, el llamado topeng, exhibe entre ellas a Hanuman, el mono blanco muy humano que acompaña el ketchak, un baile sobre cocos ardientes.

      Esta pequeña isla de Indonesia, cuatro veces más chica que la provincia de Tucumán, con cuatro millones y medio de habitantes y, dicen, treinta mil templos, vibra de vida porque todo allí está en conexión directa con el espíritu y, al menos en apariencia, la mayor actividad de sus gentes es la de fabricar ofrendas. Pequeñísimas canastitas diarias donde colocar un bocado para los dioses en cada puerta de entrada, gigantescas y bellas torres como pagodas de flores y frutas que las mujeres vestidas con los colores más puros y radiantes llevan sobre sus cabezas en procesión a algún altar distante. Todo parecería estar rezando allí, de la manera más liviana, menos dogmática. El animismo en Bali, con mezcla de budismo y de creencias mágicas, muestra su cara más feliz, y sus máscaras, aun las más feroces, irradian algo así como alegría.

      Al igual que nuestros chané y ciertos pueblos africanos, el árbol del que será extraída la madera para fabricarlas es venerado, recibe oraciones y ofrendas, y a él se le piden disculpas, so pena de que el espíritu del árbol de ofenda y contamine la máscara. En este caso un árbol está preñado cuando produce algún nudo especial; se cuida mucho de no lastimarlo con la poda y por supuesto se le brinda todo tipo de ofrendas a su espíritu. Durante su elaboración, la máscara que luego será consagrada demanda ceremonias sublimes (uso el adjetivo pensando en Kant, y también en Macedonio Fernández cuando dijo que la diferencia entre lo bello y lo sublime es que lo bello no conversa con la muerte; todo en Bali conversa con la muerte, de la mejor manera que es la de la integración). Una vez pintada, más ceremonias se requieren para cargarla. Y nunca, nunca, será expuesta. Cuando no está bailando se la guarda en una bolsa de seda del color acorde a la intención que se le asigna, y se la coloca en una canasta como nido. Si las ceremonias no han sido oficiadas con la devoción que corresponde hay veces que hasta la misma canasta se contamina y deben proceder a descargarla. Aun sin haber sido consagrada la máscara puede cargarse, hasta las hechas para su venta a los turistas, porque según afirman: “Al fin y al cabo si usted tiene una casa atractiva alguien va a querer habitarla”.

      No sé si mi máscara de topeng estará habitada; se la compré al maestro de mi vecina alemana, el renombrado Ida Bagus Anom. Es una máscara solar muy sonriente, y quizás solo puede admitir algún espíritu simple y botánico porque no está pintada. La elegí por varias razones: es una talla precisa que explota las vetas de la madera a la perfección, y su precio es razonable; las máscaras pintadas son mucho más costosas por los días de trabajo que exigen para laquearlas y decorarlas. También porque me saturé con las coloreadas, es éste un drama que me ocurre cada vez que veo cantidad de máscaras juntas. Será una forma de autodefensa. La que sí estaba habitada es una máscara de afable tigre proveniente de Kalimantan que compré también en Bali. Habitada al punto que los aduaneros australianos me la querían confiscar por culpa del comején de la madera; juré que no la sacaría de su embalaje protector antes de llegar a Buenos Aires, donde la pobre tuvo que pasar una semana en el congelador para liberarse de sus molestos y muy materiales habitantes.

      Adenda botánica

      Vale la pena comprobar hasta qué punto los pueblos que usan máscaras de madera, salvo los latinoamericanos de influencia española, veneran al árbol, ese hermano de los cuatro elementos que se conecta con el fondo de la tierra y con el aire, que en su aspecto benéfico se emparenta con el agua y en el aspecto opuesto con el fuego.

      Más allá de los celtas y los famosos robles, son muchos los pueblos que tienen sus especies sagradas: el palo borracho o yuchán de los chané de extracción guaranítica, los baobabs de los dogón y otras etnias africanas, la ceiba que en Cuba reemplaza al baobab en los cultos de la santería, el banyan, ese ficus gigante sagrado para los balineses, el pero selvatico o peral silvestre de los sardos. Todos estos pueblos se ven en la necesidad de hacerles ofrendas al árbol, y pedirle permiso y apaciguarlo antes de podarle una rama o talarlos para tallar las máscaras.

      Como si la máscara fuera la continuación de la vida del árbol, siendo el único objeto salido de la mano del hombre que puede adquirir fuerza de vida. La savia que antes circulaba por el tronco de origen parecería ingresar así en una dimensión inmaterial y sin embargo vibrante.

      En muchas regiones del mundo las máscaras de madera son consideradas pararrayos o antenas para captar la energía del universo, la fuerza vital llamada ka por los egipcios, la misma que los indios iroquoese llaman orenda, los brasileros del candomblé llaman axé (ashé), y taksu los bailarines balineses.

      Java

      Para hablar sobre viajes, para reconocer y honrar la idea del viaje pongo en marcha mi cuerpo, viajando. Intento hacerlo con palabras siempre cambiantes como las nubes. Las mismas nubes que vi desde el avión en el vuelo hacia al oeste, el largo camino desde una A hasta la otra, de Argentina a Australia. Hay un problema: fue noche todo el tiempo en nuestra carrera contra el sol, por casi veinte horas fue de noche, y, como todo el mundo sabe, viajar es un tema del día, con paisajes para ser disfrutados por el ojo. El viaje nocturno tiene otra connotación: algunos podrían llamarlo pecado. O sueño.

      Tras la nueva invitación a Australia decidimos, con mi amigo el fotógrafo Brendan Hennessy, ir a Yogyakarta, Java, en plan periodístico, para hacer un par de notas sobre dos majestuosos templos. Borobudur, ese libro budista de piedra que es como un gigantesco mandala tridimensional, y Prambanan, un conjunto de templos dedicados a Shiva y otras deidades hindúes, construidos ambos a lo largo del siglo IX.

      La idea era hacer un viaje corto y volver a los pocos días para visitar el corazón aborigen de Australia. Pero uno propone y los dioses disponen. Y nos quedamos sin posibilidad de regreso por aire en la musulmana Java a causa del Ramadán. Nos vimos así forzados a alquilar un coche con su joven conductor, ambos al mejor estilo tropical-improvisado, y emprender la marcha de días hasta cruzar a Bali, donde sí habría vuelos disponibles. No se puede decir que las rutas de Java, al menos en aquella época, hayan sido más despejadas que las de la India, porque si bien faltaba el eventual elefante de carga y las vacas sagradas en medio de la carretera, las mismas que los motociclistas pateaban para sacar del camino, no faltaban los ciclistas a pedal cargando un armario, y los caminantes cargando bultos enormes sobre la cabeza, y todo tipo de camiones, camioncitos y camionetas, ninguno en lo que los ingleses llaman mint condition. Claro que, como es sabido, no hay mal que por bien no venga, y el peregrinaje por llamarlo de algún modo que se inició en un hotelito patético del camino, tuvo auspicioso lanzamiento. Esa misma mañana, a la hora del desayuno, Brendan apareció con un par de canastitas ovoides, burdas, hecha de largas hojas trenzadas. Me entregó una y me dijo que espere. Ya en la ruta hizo detener el coche frente a un bosquecito, lo seguí bosque adentro, imité su gesto de romper el burdo tejido de la canasta. El pájaro que salió volando casi me asustó. Y me llenó de alegría: era una ofrenda para abrirnos a las sorpresas y maravillas del viaje.

      Hubo mucho, de ambas. En la plaza de la siguiente etapa vi por primera vez el teatro de sombras javanés, el wayan kulit, los “cueros que bailan”.

      Javier Villafañe, nuestro titiritero emblemático, alguna vez dijo que “el títere nació con el primer deslumbramiento del amanecer, cuando el hombre vio por primera vez su sombra.” Algo de eso perdura en la magia de esas figuras de cuero calado que, tras una cortina o sábana blanca, evolucionan a la luz de un candil. Son extrañísimas figuras estilizadas, siempre de perfil, con muy largos y ágiles miembros, que cuentan los mitos fundacionales.