Название | Paul Thomas Anderson |
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Автор произведения | José Francisco Montero MartÃnez |
Жанр | Зарубежная прикладная и научно-популярная литература |
Серия | |
Издательство | Зарубежная прикладная и научно-популярная литература |
Год выпуска | 0 |
isbn | 9788446036036 |
Certificando el magisterio de Robert Altman sobre Anderson –a quien está dedicada la última película de éste, Pozos de ambición, entre otras muchas cosas una visión descarnada sobre los cimientos en que se ha fundamentado su nación, sobre los horrores del capitalismo, como más de treinta años atrás lo era otra película de Altman, Los vividores (MacCabe and Mrs Miller, 1971)–, éste ha ejercido de director suplente en el rodaje de El último show, la última película de Altman, terminada poco antes de su muerte, asistiendo Anderson incluso al set de rodaje, ante las imposiciones de las compañías de seguros debido a la avanzada edad y al frágil estado de salud del director de Quinteto. Es conveniente precisar aquí que si en algún momento se especuló con una posible coautoría de Paul Thomas Anderson en El último show –en la que además aparecen John C. Reilly, habitual en su cine, y Maya Rudolph, compañera sentimental del realizador–, hay que decir que esta película es plenamente altmaniana y que la labor de Anderson con toda seguridad no pasó de la señalada.
Martin Scorsese
Martin Scorsese es otro cineasta con gran peso en el cine de Anderson. La influencia del director italoamericano es manifiesta, no sólo en el virtuosismo y estilización de sus imágenes –o en el uso de la música: la saturación musical de Boogie Nights, película repleta de canciones de la época en que se desa-rrolla la historia, es a la década de los setenta lo que Uno de los nuestros (Good-fellas, 1990), por poner un ejemplo, era a la de los cincuenta y sesenta; ambos cineastas, y esto es más importante, tienden de forma muy marcada a una narratividad musical definitoria de sus respectivos estilos–, sino también en la declinación de conceptos como culpa y redención, traición y arrepentimiento, aunque tratados en sentidos muy distintos. En Scorsese tales conceptos están inextricablemente unidos a la cultura y a los sentimientos religiosos de raíz católica que forman parte de la vida del autor de Casino. Así, en su cine asistimos, con frecuencia, a la redención de culpas colectivas, a la narración de trayectorias que llevan a la expiación a través de rituales autopunitivos «[que] se integran en un contexto metafórica o literalmente religioso»[31]; la culpa adquiere, de este modo, una naturaleza más abstracta, metafísica, una culpa original de honda raigambre cristiana: no en vano, así describía Scorsese a uno de sus personajes más insignes, el Jake La Mota de Toro salvaje: «Esa culpabilidad no nace de un acto preciso, es consustancial al personaje. Si has heredado esa culpabilidad desde el nacimiento, ¿qué posibilidad tienes de liberarte de ella?»[32]. En Anderson, por el contrario, los sentimientos de culpa tienen un carácter más concreto, son siempre de índole individual y encuentran sus raíces en la biografía de los personajes, y la expiación –si ésta es posible– queda concernida al espacio de la responsabilidad personal, a la asunción de lo hecho. De forma similar a muchos personajes de Scorsese, sin embargo, aunque de modo menos físico, cierta actitud masoquista –como consecuencia de la culpa– está latente en el protagonista de Sydney o en varios de los personajes de Boogie Nights, y de manera más explícita en otros como Linda Partridge o Jimmy Gator, en Magnolia.
Como consecuencia, las sucesivas variaciones que se dan en el cine de Anderson sobre la posibilidad de una redención, adquieren un sentido muy distinto, casi opuesto, al del cine de Martin Scorsese o el de Paul Schrader[33]. Si en el católico Scorsese pasa, con frecuencia, por el autosacrificio, la autodestrucción o el martirio –como en dos de sus películas más personales: Toro salvaje y La última tentación de Cristo (The Last Temptation of Christ, 1988)– y en Paul Schrader por una explosión catártica de la violencia, como es apreciable, por ejemplo, en una película escrita por él y dirigida por Scorsese, Taxi Driver (1977) –redención sólo aparente, no obstante–, o en Mishima (1985), en Paul Thomas Anderson, sin embargo, y al margen de la educación católica que él también recibió, la posible expiación nunca pasa por la violencia: en Sydney el recurso por parte de su protagonista a ésta, cerca del final de la película, conlleva, en definitiva, la imposibilidad de tal redención, es el terrible precio que tiene que pagar para preservar la familia recién construida por él; en Boogie Nights, en todo caso, la salvación de Dirk Diggler llega precisamente huyendo de la violencia: está a punto de morir en el tiroteo que se desencadena en casa de un traficante y es a continuación cuando regresa a casa de Jack Horner a empezar de nuevo. En Pozos de ambición, por el contrario, la tremenda violencia desplegada por Plainview en algunos momentos del relato es inseparable de la caída a los infiernos en que progresivamente se abisma este personaje, sin posibilidad alguna de salvación: ya había dicho Eli Sunday en esta misma película que «la doctrina de la salvación universal es una mentira» y desde luego lo es en el cine de Anderson. A pesar de estas diferencias en el tratamiento de la violencia, tanto Scorsese como Anderson muestran en Gangs of New York (2002) y Pozos de ambición, respectivamente, las bases horriblemente sangrientas en que se asienta el nacimiento de su país, qué hay detras de la idea del sueño americano, teniendo ambas, además, sendos protagonistas con no pocas similitudes, interpretados los dos por Daniel Day-Lewis.
Por otro lado, ambos cineastas asientan su obra en la síntesis de tradición y modernidad, en la confluencia del cine clásico y el que ha sido conocido como cine de autor; en definitiva, sobre una tradición cinematográfica de la que se alimentan continuamente, nunca de forma parasitaria sino extraordinariamente productiva, sobre «una reserva de historias que pueden ser actualizadas en circunstancias nuevas, de formas que pueden ser “variadas”, de tonos que pueden ser alterados, de “escrituras orquestales” que pueden hacer resonar como nuevas las viejas melodías»[34]. De este modo, muchas de las soluciones formales del cine de Anderson que se han atribuido a la influencia de Scorsese, son préstamos que a su vez el director italoamericano ha tomado de otros cineastas por los que siente veneración. Anderson ha manifestado muy lúcidamente que, en todo caso, la influencia de Scorsese –o también la de Truffaut, de la que trataremos unas líneas más abajo– pasa por la de los cineastas que a su vez influyeron a Scorsese: «un movimiento Scorsese no es un movimiento Scorsese, es un movimiento Max Ophuls o un movimiento Truffaut»[35], a los que desde luego podría-mos añadir muchos otros cineastas, lo cual no significa, por supuesto, que Scorsese no haga suyas, con extraordinaria sensibilidad, esas referencias.
El brillante plano secuencia rodado con steadycam que abre Boogie Nights se ha atribuido repetidamente a la influencia del largo plano de la entrada al Copacabana de Uno de los nuestros. Dos planos que en sus similitudes formales no dejan de tener unos puntos de vista y unas significaciones, como consecuencia, paralelos pero casi invertidos: si en el filme de Scorsese este pla-no secuencia –que sigue a la pareja que forman Henry y Karen– expresa magníficamente el sentimiento de fascinación del personaje de Karen por el mundo al que le introduce Henry, en Boogie Nights se trata del reencuentro de Jack y Amber –otra pareja– con su mundo, con ambientes y personas conocidas, familiares, siendo Eddie –en cuyo rostro termina el plano–, que en ese momento inicial de la historia trabaja en la cocina del club, el que se siente fascinado por ese ambiente en el que aún no se ha introducido. En todo caso, se trata de dos muestras de virtuosismo plenamente justificadas