Paul Thomas Anderson. José Francisco Montero Martínez

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con Terminator 2 e ir hacia atrás? Para mí ésa es la forma de aprender. Así es como conocí yo el cine… Yo veía Toro Salvaje [Raging Bull, Martin Scorsese, 1980] y me preguntaba “¿En quién estaba pensando este tipo?”. Luego veía las películas de Elia Kazan, analizaba profundamente las películas de Max Ophuls, veía Centauros del desierto [The Searchers, John Ford, 1956] [7]».

      Como al abandonar la escuela de cine tras haber estado sólo dos días recuperaba su dinero, Anderson se trasladó a Los Ángeles a vivir con su padre y a trabajar como ayudante de producción en varios telefilmes y vídeos musicales, tanto en Los Ángeles como en Nueva York. Simultáneamente, escribe un guión acerca de un concurso de televisión –inspirado en uno en el que trabajaba por entonces, basado en las preguntas realizadas a dos grupos diferentes, uno de niños y otro de adultos– que luego, muy modificado, se incluyó en Magnolia. A propósito de esta época, Anderson ha declarado que lo único que aprendió es que no quería hacer otra cosa en la vida que no fuera ser director, pues en realidad sus responsabilidades no iban mucho más allá de llevar los típicos cafés.

      Paul Thomas Anderson y su generación

      Paul Thomas Anderson empieza a trabajar profesionalmente como director de cine a mediados de los noventa. Probablemente, unos quince años después –como ya he apuntado–, este cineasta se ha convertido en el director más talentoso de su generación, la que incluiría a cineastas que empiezan a trabajar en los noventa y que contaría, entre los más interesantes, con directores como Todd Solondz, Lodge Kerrigan, James Gray, M. Night Shyamalan, Todd Haynes, Wes Anderson, David O. Russell, Alexander Payne, Harmony Korine, Spike Jonze, Andrew Jarecki o Quentin Tarantino, sin duda el que más repercusión ha cosechado –junto con Shyamalan, al menos en algunos momentos de su carrera–.

      La obra de Anderson surge en una década en que los cineastas norteamericanos más inquietos tienen que encontrar su sitio después de las interesantes contribuciones realizadas por el cine estadounidense en la década de los sesenta y setenta y, por otro lado y a partir del enorme éxito de La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) y del fracaso descomunal de La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980), del predominante infantilismo del cine en la precedente de los ochenta. Si bien sólo el tiempo nos concederá la necesaria perspectiva para valorar con justicia el cine realizado en los últimos años y la contribución de Anderson a este panorama, en los noventa el cine americano, aun ocupando industrialmente un lugar privilegiado en casi todo el mundo, llevaba tiempo en una posición mucho más rezagada, respecto a otras cinematografías, en cuanto a la capacidad de ofrecer propuestas que hicieran avanzar el arte cinematógráfico, con excepciones como la del propio Anderson.

      En todo caso, poco es lo que une a estos realizadores, y a otros que no se han citado y que surgen por estas fechas demostrando ciertas inquietudes y algún talento. Si acaso, el elaborar sus proyectos desde dentro de la industria, o en sus márgenes, sin ningún afán rupturista ni intención alguna de ofrecer propuestas demasiado innovadoras en términos narrativos y de lenguaje, aunque temáticamente procuran, en la mayoría de los casos, ocuparse de personajes y argumentos de mayor madurez y, como consecuencia, marginados del cine mainstream. No obstante, lo que seguramente sitúa a Paul Thomas Anderson en un lugar sobresaliente dentro de esta generación radica en la complejidad y coherencia formal de su obra. Así, en su cine, las elecciones estilísticas suponen un enriquecimiento de las sugerencias implícitas en el guión –cosa que no siempre ocurre en muchos de sus compañeros–, están imbricadas íntimamente a los contenidos argumentales de cada una de sus películas. Su obra destaca, en definitiva, por la capacidad formal que despliega y por las inquietudes lingüísticas –dentro de un modelo narrativo de rasgos generales clásicos– que se aprecian en ella.

      Casi todos los cineastas de esta generación, no obstante, intentan situarse en ese indefinido territorio de un cine que se pretende independiente. Como es sabido, a partir de los años ochenta y noventa, y progresivamente, los espacios de cierta libertad cinematográfica, siempre reducidos y pedregosos, quedan absorbidos por unos enormes conglomerados económicos e industriales generados por la concentración de sectores afines –televisión, música, publicidad, videojuegos–, panorama en el que el cine es sólo un elemento más. Paul Thomas Anderson ha gozado, sin embargo, de unas cuotas de libertad considerables, formalizando una relación que podemos calificar como simbiótica: la empresa concede en sus espacios periféricos una imagen de libertad creativa que es sólo ficticia por excepcional, y el director, uno de los pocos privilegiados, ha podido realizar una carrera personal y sin excesivas intromisiones en el terreno creativo.

      De este modo, Anderson ha elaborado una obra que se desmarca tanto de cierto tipo de cine independiente, en general igual de autocomplaciente que ineficaz, mera plataforma en tantos casos al cine de Hollywood, como del rutinario cine salido habitualmente de este mismo lugar. Anderson hace un cine muy personal (no tanto por el hecho de que sea el autor en solitario de los guiones de todos sus filmes –algo, no obstante, muy poco habitual en el cine estadounidense– como por su actitud a la hora de acometer cada uno de sus trabajos y por sus modos narrativos, sus planteamientos temáticos y, sobre todo, la puesta en imágenes de los mismos), desde dentro, sin someterse a la industria pero asimismo sin dejar de utilizarla a la hora de llevar a buen puerto sus proyectos.

      La actitud de Anderson ante la industria, pues, entronca con la mejor tradición del cine estadounidense, la que ha desarrollado sus propuestas bien desde posturas integradas, con las fricciones particulares de cada caso –y cuyo ejemplo paradigmático sería el del que se ha llamado cine clásico, dentro del sistema de estudios–, bien desde planteamientos posibilistas aunque más alejados de la industria, a partir del derrumbe de semejante sistema, constituyéndose el autor que nos ocupa en continuador de directores de la generación anterior como John Sayles, Paul Schrader o Jim Jarmusch –independientemente del sentido y las características del cine de cada uno de ellos, y más en función de similar actitud y posicionamiento a lo largo de su carrera– y, en particular, de la generación que surge alrededor de los setenta, cuya obra se desa­rrolla en la disyuntiva de la ruptura y la asunción de una tradición gloriosa cuyos pilares llevaban algunos años desmoronándose; generación que, no en vano, ha sido la que más ha influido a un director que nació en el albor de una década a cuyas obras se acercaría con pasión en pocos años.

      Parece evidente que Paul Thomas Anderson ha hecho hasta ahora las películas que quiere y como quiere –aunque con más dificultades en su ópera prima–,